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Leonora Carrington, la belleza convulsa

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Leonora Carrington, autorretrato. Imagen: Metropolitan Museum of Art.

La cultura celebra y redescubre a Leonora Carrington en el centenario de su nacimiento. El banquete de elogios y reseñas comenzó en torno a la fecha de su muerte, 2011, coincidiendo con la publicación de Leonora (Premio Biblioteca Breve Seix Barral), la biografía novelada de la artista, a cargo de Elena Poniatowska, amiga personal de Carrington, y el documental El juego surrealista, de Javier Martín Domínguez. Desde entonces, se han celebrado diversas exposiciones en Europa y México, donde residió la mayor parte de su vida, y es ahora venerada como una de sus grandes figuras. Estos días, el Museo Picasso de Málaga ofrece hasta el 28 de enero una interesante retrospectiva en torno a las artistas del surrealismo.

Fuera de los homenajes, su trabajo sigue a la sombra de Dalí, Duchamp y Man Ray, aunque, comparada con las pintoras del siglo XX y dentro del desequilibrio en el tratamiento que se otorga a las mujeres artistas, reconozcamos que Carrington está a nivel de superestrella. Como sus vecinas de la colonia San Rafael, la fotógrafa Kati Horna y la pintora Remedios Varo, Carrington pertenece al grupo que abrazó el surrealismo. Pero, al igual que ellas, no lo hizo como simple escuela, sino en un compromiso vital del que extrajo la materia para sus cuadros, cuentos y esculturas. De hecho, el recurso más controvertido del movimiento, utilizar el cuerpo y la psique femeninas como terreno desde donde elaborar las narraciones «revolucionarias», parten en este caso de las experiencias personales de las mujeres creadoras. En la práctica, la mujer artista lleva siglos destapando la realidad oculta tras la represión de lo político y los marcos de lo racional, haciendo con sus sueños y visiones aquello que figuras como el propio André Breton, el fundador del surrealismo, habrían tomado como punto de partida filosófico, teoría para literatura y arte: la «locura» de la mujer. Como tantas otras veces, y aquí de forma más sangrante por tratarse de un movimiento que se revolvía contra todos los esquemas establecidos, los hombres «surrealistas» fueron incapaces de enfrentarse a un problema básico: no salir de la categorización de las mujeres en objetos, sin otra entidad que la de musas, amantes o cuidadoras.

2017 ha visto varias reediciones de los textos de Carrington, así como nuevas aproximaciones a su vida y obra. La periodista Joanna Moorhead ha publicado un libro a partir de diferentes conversaciones con la pintora, tras descubrir en 2009 que eran primas lejanas. En Una vida surrealista (Turner, 2017), se vuelven a relatar las peripecias de una juventud llena de sobresaltos y el exilio en México, como madre de familia, artista y gurú en su casa de la calle Chihuahua, donde recibía a visitantes del mundo entero, buscando alguna clase de la iluminación que ella empleaba en sus obras. A la espera de tener una versión en castellano que reúna sus relatos breves (por el momento están desperdigados en varias antologías y libros difíciles de conseguir), la editorial especializada en literatura femenina The Dorothy Project ha publicado para el mercado anglosajón The Complete Stories Of Leonora Carrington, un volumen con todos sus cuentos, desde 1937 a los años setenta, incluidos tres inéditos.  

Solo falta la pequeña colección de nueve fábulas que escribió e ilustró para sus hijos, Leche del sueño, publicada en castellano en fecha reciente (Fondo de Cultura Económica, 2013). Aviso para compradores que lo hayan asociado con un regalo para niños: esos cuentos infantiles lo son en la misma medida que el resto de la obra escrita de Carrington; es decir, producto de una imaginación anclada en la infancia, pero poblada por las criaturas del sueño, extrañas y terribles. Todos los escritos llevan referencias implícitas a su biografía, y continúan en palabras las imágenes que ella pintó y moldeó en esculturas. Son las quimeras de Carrington, que se bifurcan en ramas donde crecen las ideas de rebelión, deseo y muerte.  

Los personajes son híbridos irreverentes de animales y plantas, niños con alas en lugar de orejas que se alimentan de paredes, mujeres solas que viven en torres o caminan por desiertos y relatan sus encuentros con apariciones, monstruos y esqueletos parlantes. Todos sufren la persecución de un mundo que quiere atenazarlos y, en la mayor parte de los casos, comérselos en un festín de compleja elaboración; a veces, con ingredientes repugnantes. Como en sus lienzos, Carrington acude a la figura del caballo para autorrepresentarse (símbolo de lo salvaje) y utiliza, como hacía en la vida real, una batería de recetas con especias exóticas y salsas de cocina para unir el mundo de la niñez y los hechizos de la magia con el día a día de la mujer adulta. Pero una adulta que se niega a serlo en los términos que se le exige, sin soluciones concretas o rígida dualidad moral. La inocencia es tan cruel como el mundo de la experiencia.

Como hacen las artistas de las vanguardias, Carrington defiende un territorio, mitad cerebro, mitad árbol, cuyas medidas cambian según la percepción y donde las fronteras de género se diluyen. Solo permanece la mujer-narradora, con mente de planeta y cuerpo de animal mágico. Carrington se transmuta en diferentes versiones de Alicia y demás figuras creadas por los autores de la edad de oro del cuento victoriano, pero dadas la vuelta, más sangrientas y burlonas si cabe (por ejemplo, los conejos son caníbales y las heroínas tienen una hermana vampiro encerrada en el desván), y en esas reinas caprichosas que quieren despedazar a las protagonistas muestra los conflictos con sus padres y la determinación de ser independiente, aunque para ello tenga que vivir aislada o rechazada por el resto del mundo. Son pasajes escritos a pinceladas (literalmente), con la frialdad doliente de los versos bíblicos (la artista fue educada en la fe católica). Es comprensible que la crítica literaria no apreciase valor en ellos, ni tampoco sus compañeros de generación. No cabía en los clichés creados al efecto: demasiado para una chica menuda, de pelo alborotado y voz grave.

Como hicieron otras figuras surrealistas, Carrington fundió el arte de vanguardia con el ocultismo: los mitos del folclore anglosajón se mezclaron con los dioses de México, todo ello sobre una experiencia vital declarada en rebeldía contra las convenciones sociales y las relaciones autoritarias. Fue expulsada de varios y exclusivos colegios, no se ajustó a la vida para la que la preparaban sus padres, una más que importante familia de la burguesía británica. En Londres estaba aprendiendo las técnicas de la perspectiva con Amédée Ozenfant, aquellas que aplicaría en las grandes habitaciones y espacios fantasmales de sus cuadros, cuando el prestigioso profesor le presentó a Max Ernst. Los dos huyeron a París. Carrington tenía veinte años y se integró en los surrealistas, pero no como la prometedora artista que era, sino como apetecible novia de Ernst, quien le doblaba ampliamente la edad. La chica rica y rebelde no le cayó simpática a André Breton, que mantenía un control casi sectario sobre el grupo, y el poeta Paul Éluard sugirió a su amigo Max que para evitar males mayores se buscaran un nido de amor en el campo. En una destartalada granja medieval al norte de Aviñón la pareja cultivó vino, escribió cuentos y pintó murales entre 1937 y 1939.  

La pintura de Carrington es una impregnación de sueños y recetas alquímicas. A diferencia de la exigua literatura, su corpus es enorme y deslumbrante, bastaría para situarla entre los grandes nombres del arte del siglo XX, sin tocar su escultura. Las figuras de sacerdotes fantasmas y mujeres con rasgos animales, muy marcados por la influencia de la pintura del primer Renacimiento y los personajes vislumbrados por El Bosco, se unen en ceremonias mágicas de iniciación. Por los lienzos desfilan dioses, animales míticos y flores animadas en torno a mesas de ofrenda con mensajes del gnosticismo sobre el amor y la muerte: el huevo órfico, el fuego y el agua, las escaleras y laberintos, árboles de la sabiduría y las puertas que se abren a otra dimensión. La vida en México enriqueció sustancialmente esta obra, con figuras escogidas de las religiones americanas. La cultura de aquel país quedó plasmada en un gran mural, El mundo mágico de los mayas, encargo del Museo de Antropología, en 1963, o en pinturas como El diablo rojo, que se puede admirar en el jardín gótico que construyó otro artista anglosajón afincado en aquel país, Edward James, su castillo de Xilitla, en San Luis Potosí.   

Down below

The House Opposite, Leonora Carrington,1945.

Fue una divina demencia / Deseo volver a experimentar el riesgo de estar cuerda / Ese antídoto para releer los libros de genuina brujería / Aunque los magos duerman, ya que la magia tiene un elemento de la divinidad que hay que cuidar. («Creo que estaba hechizada», Emily Dickinson, en homenaje a Elizabeth Browning).

Carrington vivió una historia de amor cimentada por el arte y los anhelos de Max Ernst en la estudiante inglesa (y pagada por la madre de Leonora), a quien veía como musa casi adolescente y banco de sueños, pero la pareja fue separada por la II Guerra Mundial. El pintor alemán, que ya había sido detenido en el 39, volvería a ser apresado por la policía francesa en mayo del 40, y esta vez trasladado al campo de trabajo de Les Milles, donde la Gestapo mantuvo confinados a los artistas «degenerados». Carrington huyó a España acompañada por una pareja de amigos, tras conseguir los documentos necesarios por medio de su padre, principal accionista de una de las empresas más poderosas de Gran Bretaña, Imperial Chemical Industries. Y aquí empezó una etapa que marcó su carácter y su obra. Y que casi acaba con ella. Tras un viaje muy accidentado, en el Madrid de la recién inaugurada posguerra descubrió un mundo caótico, hambriento y aún empapado de sangre (en sus propias palabras), que no ayudó a mejorar la situación de la artista, quien, buscando la manera de aliviar la separación de su amante y un salvoconducto para poder salir ambos de Europa, enfermó física y mentalmente.

Carrington somatizó estos desvelos por Max Ernst, pero también el sufrimiento de la ciudad, el mundo bajo el hambre y el miedo, y se sumió en un estado de delirio. Las autoridades españolas y las británicas no ven con buenos ojos su conducta, porque no cesa de llamar a los consulados para denunciar conspiraciones y montar escándalos en el antiguo Hotel Roma (ahora, el Hotel de las Letras, de Gran Vía). En agosto de ese mismo año, y tras haber pasado varias semanas en estado psicótico, un grupo de soldados intenta violarla. Este hecho terrible termina por desconectarla de la realidad. Por orden de sus padres y a través de los contactos en Madrid, es drogada y conducida al hospital psiquiátrico del doctor Luis Morales en Santander, una de las pocas instituciones que existían en España de esta clase, en la enorme finca de su propietario, donde se recluía a los pacientes de clase muy acomodada.

Además de violentada por los carceleros, Carrington fue tratada con terapia de choque químico: inyecciones de cardiazol, un fármaco que producía convulsiones tan graves que en algunos casos llegaba a provocar daños en la columna vertebral. Los días que pasa allí son espantosos. Ella los recordará —ya establecida en México, adonde llega huyendo de su familia, que quería volver a recluirla en una residencia psiquiátrica en Sudáfrica— en la crónica Memorias de abajo (Down Below, 1943) como una catarsis, también como ritual de limpieza y camino de iniciación. En el texto, que escribió para cerrar de una vez la puerta a esos recuerdos, se mezclan el colapso físico y el trauma con las visiones propias de la mente de la artista, además de las tristes condiciones del encierro y el brutal tratamiento de los psiquiatras, que a punto estuvieron de quebrar su cuerpo y mente. Este recuento de los días inmediatamente posteriores a la detención de Max Ernst, la huida a España y la estancia en el psiquiátrico se publicó en México en 1948 (en la revista Las Moradas, traducido por el poeta César Moro) y no solo es uno de los documentos centrales del arte surrealista, sino también una de las primeras denuncias sobre el abuso clínico y la peculiar interpretación institucional de la enfermedad psíquica y sus tratamientos sobre las mujeres.

En Memorias de abajo, publicadas de nuevo estos días en la editorial Alpha Decay, Carrington va desenvolviendo el hilo de su propia consciencia, como testimonio de descenso al infierno social y psíquico, que el surrealismo recogió como el texto doliente de quien vuelve de donde solo se han adentrado los poetas y han vuelto con la sabiduría de los magos. Es un proceso doloroso, donde las alucinaciones van de la mano del maltrato social, pero también se presencia el nacimiento de una artista. En él, y en forma de diario, nos relata su evolución como ser sin voluntad a expensas del padre, los soldados, los médicos y ese amante ausente que es Max Ernst, hasta la liberación de las figuras de autoridad cuando consigue salir del psiquiátrico y de España.

Para poner un broche aún más siniestro, el especialista que trató a Carrington en Santander reconocía al cabo de los años y sin ningún bochorno que «su caso» fue un ejemplo de conducta desviada, cuya solución requería tratamiento químico y hospitalario para corregir y canalizar, pero admitía al mismo tiempo que la paciente no tenía ningún trastorno. Solo había que volver a integrarla en el orden y la corriente establecidas, como mujer y luego como creadora, si eso era lo que deseaba (estamos hablando de una mujer perteneciente a una clase social privilegiada, por lo tanto, estas frivolidades podían ser toleradas; siempre, claro, dentro de ese orden). Logra sortearlo, escapándose en el viaje a Lisboa de la acompañante que mandó su familia ¡en un submarino! Pide asilo en la embajada de México y, para que no la echen del país, se casa con un amigo, el diplomático, extorero y poeta Renato Leduc. Ya separada y establecida dentro de la comunidad de artistas exiliados, se volvería a casar con el fotógrafo Chiki Weisz. Pero tendría que volver a huir una vez más en 1968, y esta vez con sus dos hijos, cuando se produjeron las manifestaciones en la universidad y la dura represión del ejército, al ser declarada sospechosa (y amenazada de muerte) de inducir a los estudiantes a las algaradas.

Detrás de esta delación estuvo la escritora Elena Garro, en un acto inexplicable que arruinó su vida y apagó una obra brillantísima. Pero esa es otra historia, que corre a la inversa del calvario de Leonora Carrington por España y México. También es otra historia la de Max Ernst, pero esta es más bien en plan cadáver exquisito: por fin lograría salir de Francia con sus cuadros, de la mano de otra rica heredera, Peggy Guggenheim. Antes de embarcar, la pareja se encontrará por azar con Leonora y su marido en la capital portuguesa, en un momento digno de acción mágica surrealista, que continuará en Nueva York las semanas que precedieron al exilio mexicano. Ricas mecenas del arte como Manka Rubinstein solo tienen ojos y cheques para los pintores, aunque Guggenheim, también hay que reconocerlo, la incluye en su primera exposición de artistas femeninas, titulada The Exhibition by 31 Women (1943), para su famosa galería The Art of This Century, en 1943, formada en su mayor parte por las parejas de los pintores y creadores masculinos: acompañan a Leonora Frida Kahlo, Xenia Cage o Jacqueline Lamba Breton. Pero, por muy recomendada que Carrington vaya, todos y todas coinciden en una misma idea: Leonora está realmente trastornada y no ha superado la ruptura con su amante-mentor. Nadie habla de la obsesión de Max Ernst por su alumna-amante y los infructuosos intentos para que no lo abandone en Estados Unidos y marche a México. Se le pasó pronto. Dejó a su flamante y rica esposa para casarse en cuartas nupcias con la joven pintora Dorothea Tanning, una artista talentosa cuya imagen y trabajo recuerdan mucho en sus inicios al de Carrington.

Del lado de las autoridades, esta posición sobre la locura y lo femenino no debe extrañarnos. Sin embargo, el mismísimo André Breton, en su segunda novela, Nadja (1924), trataba la relación con una mujer que tenía un desorden psíquico, historia supuestamente autobiográfica sobre su idilio con Léona Delcourt, pero a medida que ella avanzaba en su locura, nos hacía partícipes de su alejamiento de la protagonista. De hecho, el libro termina con ella internada en un manicomio. Para redondear el acto provocativo, Breton incluyó las Memorias de abajo de Carrington en su Antología del humor negro, que entenderíamos como una peculiar broma absurda, sobre todo si tenemos en cuenta la deriva de su pensamiento político. Con las herramientas desatadas de la poética, el surrealismo fue testigo de la destrucción de Europa como idea y territorio, pero seguía preso de las relaciones de poder a causa de las diferencias de género. Figuras como Antonin Artaud experimentaron esta contradicción por caminar lejos del pensamiento único. Como les sucedió a otras creadoras de su tiempo (Maruja Mallo, Leonor Fini, Unica Zürn), Leonora Carrington cayó hasta el fondo de los juicios sociales y farmacológicos por ser mujer fuera de la norma.


Extraña Navidad musical

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Fotografía: Getty.

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¡Paparruchas! las Navidades son el periodo más conflictivo del año. Enfrenta de la manera más tonta a las poseídas por el espíritu del buen rollo con las cascarrabias que se niegan a ser infectadas. Pero este no es un artículo-soflama. Tanto da si vuestras ideas sobre la Navidad coinciden con un sentido melodrama de Capra o, por el contrario, la veis en plan La cosecha de hielo, de Harold Ramis. Esta es una lista musical, mi selección de canciones que tratan el asunto y otros relacionados. Las he agrupado sin acudir a los villancicos industriales y el producto de baja calidad. A esos los he dejado a un lado, por respeto a las personas que trabajan en los comercios y son atronadas constantemente en estos días de ansiedad. Tranquilas, tampoco hay coros de animales ni discos de Navidad de Bob Dylan (yo soy muy fan, pero…). He escogido de entre lo más auténtico y delicado del mercado, todo hecho a mano (…) y con materiales de primera. Tengo elegías al invierno, himnos a favor y en contra de la Navidad, papá noeles un poco particulares, danzas burlonas y baladas para llorar. Por supuesto, hay otras miles de posibilidades en el mundo de los sonidos navideños, conectados con una fiesta de sentimientos opuestos, mezcla de tradiciones, ritos y gastos, tan bella, tan antigua y tan desagradablemente comercial.

Disfruten y felicidades a todas.

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«Lonely Christmas» – Crayon Pop (2015)

Es tan exagerada y extrema, que por eso fue elegida el mejor villancico K-Pop del 2015. Es imposible no rendirse a algo así, reinvención de electro-pop pegajoso, optimismo histérico, estribillo maníaco y un vídeo en el que las bailarinas-cantantes saltan la barrera del ser. No se sabe si estamos en un estadio de juguetes animados, de androides muy perfeccionadas o simplemente, se trata de la expresión más divertida del apocalipsis transhumanista. Es absolutamente fantástica y el tema pone los pelos de punta, por lo que resulta la mejor canción de Navidad posible. South Corean pop rules!

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«Ghosts of Christmas Past» – Nox Arcana (2005)

Desde unos presupuestos muy alejados —en teoría— de la propuesta anterior, el dark ambient reclama los mitos del solsticio y la tradición antigua de los ritos de invierno. Digo en teoría, porque la música y todo aquello que rodea al género dark wave tiene también un lado muy kitsch y carnavalesco. Este es un ejemplo clarísimo: los veteranos Nox Arcana han dedicado su trabajo a obras conceptuales y han producido una trilogía en forma de banda sonora imaginaria para recuperar las figuras de Saturnalia y las fábulas medievales en torno a esta época del año. Del primero, «Winter´s Knight», esta balada sobre la parte siniestra del cuento de Dickens. Ideal para la misa del gallo.

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«Ding Dong Bell» – The Ethiopians (1968)

¿No os ha convencido ninguna de las dos? Esta es una apuesta segura. De Port Antonio llega Leonard Dillon, uno de los músicos más importantes de Jamaica, con los Etíopes, maravilloso grupo de ska y rocksteady y su villancico católico, aunque no lo parezca. Esta vez sin necesidad de marcos conceptuales y sobre adjetivación, las canciones de Dillon marcaron una edad de oro a lo largo de la década de los sesenta y setenta, la última etapa del género, siendo uno de los primeros grupos en triunfar en Inglaterra. Este temazo se puede escuchar junto a otras joyas en la caja de tres discos de Navidad de Trojan Records.

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«Fifty Kilowatt Tree» – The Bobs (1996)

El veterano cuarteto de pop novelty a capella tiene su disco de canciones de Navidad, con versiones muy particulares y composiciones propias, siempre en modo humorístico, como este delicioso tema, «Mi árbol de cincuenta kilovatios». El protagonista es como Homer Simpson en un especial de Navidad: el pueblo se ha quedado a oscuras por una tormenta, pero él tiene iluminada la casa como Las Vegas («Hay una estrella en oriente, pero soy yo»), gracias a un generador que tiene a los vecinos en pie de guerra.

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«Inverno» – Franco Battiato (2011)

De las grandes canciones sobre el invierno que comienza estos días hay una en especial que tiene todas las papeletas para ser, si no la mejor, al menos la más conmovedora. La escribió y grabó Fabrizio de André para su tercer elepé, Tutti morimmo a stento (1968). «Invierno» es, evidentemente, es una canción fúnebre sobre el ciclo de la vida y la muerte, con versos increíbles, pero en la voz de Battiato, que ha rendido homenaje en varios discos al sublime artista genovés, adquiere una inesperada luz.

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«Natal» – Cesária Évora (1996)

Para los temas de Navidad de folk alrededor del mundo, del disco World Christmas, he elegido esta composición de Manuel D´Novas interpretada por la gran Évora, porque ella era (y es) un rayo de esperanza para la música y el ciclo de las tradiciones desde Cabo Verde, a ritmo de coladera y alma de tres continentes:

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«No hay cama pa´ tanta gente» – El Gran Combo de Puerto Rico (1985)

Tírenlos pa abajo, que son un peligro arriba. Oye, que con esta gente no hay quien pueda, son una amenaza.

Esto es una juerga navideña y lo demás son tonterías. La hizo mundialmente famosa el Gran Combo, acerca de una fiesta imaginaria que habría organizado Tavín Pumarejo y en la que se junta la crème de la crème de la música tropical (mezclando épocas, a Pérez Prado con Tito Puente, Eddie Ventura con los Guaracheros de Oriente y Celia Cruz), pero todo se le va de las manos. La original la grabó su autor,  Flor Morales Ramito, el padre de la música boricua, en una versión que me parece aún más enloquecida, si es que es eso posible, (aunque en ella difieren algunos nombres de la lista de invitados). Para bailar, las dos:

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«Father Christmas» – The Kinks (1977)

Desde el punk se han grabado muchas canciones contra los estereotipos de la Navidad. Sin embargo, la denuncia social más furiosa la escribió Ray Davies en pleno 1977. En «Father Christmas», el grupo ejecuta una canción pop en su estilo inconfundible que inspiró la nueva ola, pero de contenido negrísimo, una constante en las letras de Davies. El protagonista es un desgraciado que trabaja como Papá Noel a la entrada de unos almacenes. Los chavales le pegan, exigiéndole dinero en lugar de juguetes ridículos. Los niños piden a Papá Noel que les traiga trabajo para sus padres, mientras que el pobre Papá Noel falso suplica por una pistola para espantarlos en la calle. Este mensaje, con el carismático cantante disfrazado con gorro y barba en las actuaciones, no pareció hacer mucha gracia a los grupos con los que compartían escenario. Todavía no habían llegado los roperos rockeros de Live Aid, donde los Kinks jamás participaron.

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«Homo Christmas» – Pansy Division (1995)

Los ídolos del queercore, con otra de sus formidables melodías, hacen un tema ideal para las fiestas. El cuarteto de California no quiere que les regalen calzoncillos y calcetines, como siempre. Lo que desean es un chico guapo, gay y muy caliente. Incluso se ofrecen ellos mismos como regalo, envuelto y todo («No seas un triste como Morrisey», «Si tu familia no te apoya, yo te ofrezco alimento sexual»). Bastones de caramelo y nueces para jugar bajo el árbol.

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«Back Door Santa» – Clarence Carter (1968)

La música pop de Navidad tiene un subgénero muy especial: los temas que abordan la figura de Santa Claus desde un punto de vista «adulto». Hay canciones que juegan con los clásicos dobles sentidos de las letras del rhythm and blues, y lo hacen sobre ese tipo que, a modo de vendedor a domicilio se cuela en las casas cuando el marido sale a trabajar. No confundir con temas, entre inocente y traumáticos, como el clásico que cantaba la estrella infantil Jimmy Boyd y versionaron The Jackson Five, «I Saw Kissing Santa Claus» («Vi a mamá besando a Santa Claus, y se lo voy a decir a papá»). Grabada en el estudio Fame de Muscle Shoals, Carter afirma que él entra por la puerta de atrás, para no tener problemas con la chimenea, y a diferencia de san Nicolás, que solo aparece una vez al año, él vendrá siempre que le llames, con sus regalos…

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«My First X-Mas (As a Woman)» – The Vandals (1996)

Los Vándalos californianos llevan años tocando punk rock, con letras que no dejan títere con cabeza. Se atrevieron con un elepé de canciones de Navidad, Oi To The World! y de él me gusta mucho esta, desde el punto de vista de un transexual que vive las fiestas, por fin, dentro de su verdadero género. A ritmo de pop beatle acelerado, los Vandals describen el proceso en unas letras de contenido poco sutil, pero algo está claro: para la protagonista, estas son sus primeras Navidades de verdad.

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«Christmas Morning Blues» – Victoria Spivey (1928)

Cómo pasar la Nochebuena alejado de tus seres queridos por causas de fuerza mayor: estás en prisión durante las fiestas. El blues tiene varias canciones. Van desde la autoparodia, el vacilón «Navidades en la cárcel», a cargo de Leroy Carr, popular cantante y pianista de los años veinte, en la que el protagonista se lamenta por pasar la Navidad encerrado («de nuevo»), a esta, ya sin chistes de ninguna clase. Tremebunda interpretación de Spivey y Lonnie Johnson, sobre la carta que una mujer recibe el día de Navidad. En ella le comunican que su pareja ha sido arrestada por robar un cerdo, está en la cárcel de Atlanta y según las curiosas leyes de aquel estado, le han sentenciado a muerte. En una frase antológica, Spivey resume la gravedad de la situación: «Mi hombre lo tiene tan crudo que ni los blancos le podrían dejar libre». Fiel a su estilo, concluye la canción con unos versos que conectan el día de Navidad con el suicidio: «Las próximas fiestas no estaré aquí para que me den estos disgustos; poned en mi lápida: “Murió del blues de Navidad”».

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«Things Fall Apart» – Cristina (1981)

Una de las más fabulosas canciones de baile de los ochenta, y al mismo tiempo, entre las sátiras postmodernas más logradas sobre la Navidad. Estaba en la recopilación navideña del sello neoyorkino Ze Records, propiedad del entonces marido de Cristina Monet-Palaci. Esta magnífica producción de rock y synth pop de Don Was, refleja el hastío de los jóvenes urbanitas de final de siglo, con escenas navideñas demoledoras la madre de la protagonista con el angelito sin alas que pone en lo más alto del árbol; la pareja al borde de la ruptura que solo se puede permitir un cactus adornado con los pendientes de la chica, y el árbol centenario que corta la pandilla de amigos para hacer la gracia. Cristina recita en un estilo gélido y concluye, como si fuese Jean Rhys: «Buenos días, medianoche, es navidad».

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«Feliz Navi Nada» – El Vez (1994)

No fue el último, pero sí el primer disco navideño de este inclasificable músico de Chula Vista. En Merry MeX-Mas hacía varias versiones de villancicos, acompañado por las simpar Elvettes. Por ejemplo, el popular «Feliz Navidad» de José Feliciano se convertía en un corrido punk rock. Como bonus track, se incluía una curiosa versión de la por sí ya muy curiosa balada novelty «(Mamacita) Where is Santa Claus?», que popularizó el actor infantil Augie Ríos a finales de los cincuenta.

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«Five Ponds Box of Money» – Pearl Bailey (1959)

Show woman forjada en el vodevil desde niña, Pearl Bailey fue una institución de la cultura negra en Estados Unidos, saltando todas las barreras de género, raza y estudios. Su estilo picante, simpático y arrollador, su magnífica voz cautivó a los espectadores en el cine, el teatro y la música, a lo largo de más de cincuenta años. Esta canción navideña, composición de la artista, es puro estilo Bailey. La cantante le exige cariñosamente a Santa Claus que se deje de buenos deseos y paz en el mundo, y le deje una cajita con cinco dólares para llegar a fin de mes… que eso no pesa nada…

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«Scary Fucked-Up Christmas» – Garfunkel and Oates (2011)

En este tema, las actrices y músicos Riki Lindhome Garfunkel y Kate Micucci Oates nos ofrecen una alternativa para sobrellevar con calma esas reuniones de Navidad con la familia que se pueden presentar un poco difíciles. La solución, llegar fumada. Como cantan en el estribillo, «Si no puedes con los problemas familiares, pilla un papel y hazte un porro, la Navidad es mucho mejor cuando estás puesta»:

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«La luz del mundo» – Single (2012)

El sello Elefant también produjo una recopilación de canciones navideñas, A Christmas Gift For You. Entre ellas, me quedo con esta canción del dúo donostiarra Single. En ella se resume la esencia de la tradición que se celebra estos días, al estilo singular de sus intérpretes. Sobre el acompañamiento tecno pop (¡con inesperados aportes hawaianos y medievales!), la voz de Teresa Iturrioz declara las intenciones del solsticio de invierno, en unos versos que completan el círculo más luminoso del pop español: del costumbrismo psicodélico de Vainica Doble a la elegante ironía de Carlos BerlangaSomos sumerios y babilonios, somos romanos, griegos y egipcios, todos queremos la luz del mundo, nos la regala el Sol invicto»). El vídeo, de Miguel Gutiérrez, es otra experiencia reveladora:

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«Listen, The Snow Is Falling» – Yoko Ono (1971)

Traigo a Yoko Ono como intérprete y compositora de esta bella balada de invierno, que se publicó por primera vez en un single de la artista, junto a «Mind Train». Después aparecería en la cara B del éxito de Navidad de John Lennon, «Happy Christmas (War Is Over)», de 1972. La producción corre a cargo de la pareja, más los arreglos de Phil Spector, que le añade unos sombríos efectos de pisadas en la nieve y oleadas de aire. Como en pocas canciones, la nostalgia y el frío calan hasta los huesos. La versión más conocida y guitarrera del tema, por Galaxie 500, en la voz de la bajista Naomi Yang, también es digna de mención.

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«Son los padres» – Astrud (2007)

Como una estrella fuera del plano de la eclíptica, así describió el dúo Astrud su carrera en el universo pop de los años noventa. De su último disco, Tú no existes, de 2007, esta revelación deslenguada y provocadora, en el estilo que les hizo inmensamente populares, pop tecno con mensajes tan poco sutiles como divertidos sobre la vida cotidiana y sus miserias. El niño descubre una dolorosa verdad de la mano de su madre,  que en esos días aún no tenía grupo de whatsapp de mamás de colegio o compis de pilates. Ritmo obsesivo, mentiras y regalos de Navidad.

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«Merry Xmas (I don´t want to fight)» – Ramones (1989)

No puedo cerrar la caja sin poner en el lugar reservado a los dulces rellenos de chocolate puro, el christmas carol más sincero e inocente de las últimas décadas. Este solo lo podía haber escrito Joey Ramone.

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Denis Johnson: devocionario del ángel

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Ilustración de la cubierta de Ángeles derrotados, de Denis Johnson. Editorial Anagrama.

Los ángeles son mensajeros de Dios. Cuando se presentan ante nosotros, envueltos en potente luz y dos alas gigantes, nos causan tanta impresión que siempre tienen que comenzar su discurso con un «No tengáis miedo, que vengo a deciros que…», para a continuación comunicar que te has quedado embarazada por arte de magia, o eres el elegido para liberar a millones de personas de la esclavitud. Si no vienen como emisarios, su aparición se debe a su otro empleo, el de sicario de la divinidad, y entonces ejecutan un castigo contra el que ha osado desafiar a Dios. En el peor de los casos, se trataría del ángel de la muerte, el que viene a recoger tu alma cuando das el último suspiro. Pero hay muchos más ángeles. Están los ángeles guardianes, por ejemplo, que viven entre nosotros. Pero estos se mueven invisibles, salvo si somos sensitivos o tenemos las percepciones alteradas.

Existe toda una literatura en torno a la cualidad de los ángeles, más allá de los estudios de teología, y está donde menos se la espera. Por ejemplo, los ángeles son patrimonio de la generación beat, que escribió sobre el ángel de la muerte o los ángeles caídos, como bellas metáforas de los parias sociales y los artistas underground. Están en Jack Kerouac y las visiones que tuvo en la montaña Desolación. Están en Bob Dylan y sus poemas de buscavidas inspirados por el mito —a destiempo— de los beatniks. En la década de los ochenta, los ángeles volvieron a la poesía norteamericana, en un grito de miedo y asco contra el mundo artificial. Los ángeles, en cualquiera de estas versiones, también aparecen en la obra de Denis Johnson, el más ilustre heredero de quienes soñaron el sueño dorado.

Fallecido en mayo de 2017 a los sesenta y siete años, Denis Johnson deja una obra increíble en la cual ha tocado todos los formatos, aunque esta diversidad —teatro, prosa, periodismo… ir de la novela negra a la contra-épica de la guerra y el poscolonialismo, el relato de costumbres, incluso el cuento histórico— no ha servido más que para hacerle un tanto escurridizo a los lectores y no obtener el mismo reconocimiento que otros autores contemporáneos suyos, en mi opinión, inferiores a su talento. En las pocas entrevistas que concedió, Johnson afirmaba que a él el género le  daba lo mismo, él se limitaba a encadenar una frase tras otra. En realidad, no tenía nada de casual, pues fue un perfeccionista del lenguaje y yo añado que sumaba con precisión sus visiones, como las de los ángeles que visitaban a William Blake. Johnson comenzó temprano su carrera y no por casualidad con la poesía. Su libro de 1969, The Man Among The Seals, le dio premios y prestigio. Son versos inspirados en estrofas de canciones rock y clásicos como T. S. Eliot, acerca de gente atrapada en pequeños espacios de la vida cotidiana, tal y como lo estaba el autor, enganchado desde la adolescencia al alcohol y las drogas. Otra colección de poemas en 1974, Inner Weather, lo presenta como un autor establecido y dirigido hacia lo más alto, pero sus adicciones cambian matrimonio y empleo de profesor de literatura por una vida de vagabundo y trabajos eventuales. Tras un proceso de dura rehabilitación, a finales de los setenta retoma la escritura como tabla —literal— de salvación, y publica su primera novela, Angels (en castellano, Ángeles derrotados, Anagrama, 1986). Los «ángeles» de esta novela no conocen otra cosa que el fracaso, y viven en constante desbandada. Invisibles a los demás, son presa del delirio de las drogas y los atacan auténticos demonios. Terminarán por encontrarse con el ángel final, a ritmo de David Allan Coe y las estrofas de «Like a Rolling Stone». Las tribulaciones de la pareja protagonista, Jamie, la madre que huye con sus dos hijas pequeñas hacia ningún sitio, y Bill, el delincuente habitual que corre a esconderse en su familia, que está mucho más allá de lo disfuncional, podrían entrar con toda tranquilidad entre los diez libros más deprimentes del siglo, pero, aparte del contenido, lo que revela es a un novelista capaz de contar con ojos nuevos una historia con personajes y paisajes muy familiares, los de la América de los perdedores y las carreteras secundarias, los desesperados y los violentos bajo un sol maligno, esos tipos que antes ya había mostrado Flannery O’Connor en novelas como Los profetas (1960). Porque, a pesar de no tenerla, Johnson les sugiere merecedores de otra suerte. El escritor plantea una historia terrible, pero hay en ella resquicio para algún tipo de esperanza, si bien retorcida, como las palabras escritas sobre la cámara de gas, «La muerte es la madre de la belleza», del poema de Wallace Stevens.

La búsqueda de cosas en el espacio —decía el muchacho—, cosas que hemos perdido, que vuelven, que desaparecen en el vacío de la mirada. Cada rostro es un momento, cada momento es una palabra, cada palabra es un sí, cada sí es un ahora, cada ahora es una visión de fe. (Ángeles derrotados, p. 101).

Denis Johnson no encaja en el patrón del escritor maldito, ni en las biografías que se expresan en autoficción de la caída y exhibición de la desgracia. El autor se consagró a la escritura como quien ha salido vivo de una explosión y quiere ofrecer en sus libros un particular testimonio de su creencia espiritual, entre la visión mundana y la visión poética. El mundo de Johnson está cortado en los pedazos de esa explosión por el desarraigo, el dolor y la incomprensión. No solo es el mundo, sino los personajes y la propia voz del escritor, que consigue ensamblar la fractura en una prosa poética y coherente, con gran estilo, dominio de la sátira e imágenes que son difíciles de olvidar. Angels fue recibida como lo que es, una obra maestra, y auguraba novelas por ese mismo camino, pero Johnson se internó en la ciencia ficción con Fiskadoro (1985, sin publicar en España). Esta distopía posnuclear aborda la misma obsesión, la de buscar las huellas de la divinidad en un tiempo donde todo ha fallado, más un nuevo elemento: las heridas de la guerra. En los paisajes arrasados por la bomba atómica de los Cayos de Florida ha nacido un credo insólito, que rinde culto a la trinidad formada por Bob Marley, Jesucristo y Quetzalcóatl. El adolescente Fiskadoro intentará recomponer la memoria anterior a la catástrofe, para concluir, mediante un horrible rito de paso y en un final tan traumático como el de Angels, que ese pasado ya no sirve de nada. Como en todos los relatos de Johnson, solo el sacrificio y el autoconocimiento tienen la llave.

Luego de publicar dos libros de poesía, The Incognito Lounge y The Veil, y otras dos novelas, The Stars at Noon y Resuscitation of a Hanged Man, todo inédito en España, Johnson se consagra con una colección de cuentos, Hijo de Jesús, que toma su título de «Heroin», la canción de Lou Reed. En esta obra, Johnson vuelve a caminar con un grupo de desahuciados, excombatientes de Vietnam, adictos y delincuentes, en su peregrinaje por asilos, centros de desintoxicación, moteles y hospitales, víctimas de o causantes de los percances más absurdos en un tour por la costa noroeste de Estados Unidos. A través de una serie de situaciones que bordean lo grotesco y lo desolador, de nuevo, Johnson les brinda un extraño sentido en medio de tanta desdicha, estableciendo una similitud entre la dependencia y la experiencia religiosa: el peregrinaje en pos de la bebida, las alucinaciones y la rehabilitación. Uno de ellos, «Urgencias», el extraño viaje de los dos auxiliares del turno de noche intoxicados de anfetaminas que birlan del botiquín, es, sin duda, de los textos más increíbles de estos últimos años. Los once relatos son retratos de la desolación, escritos al modo de pensar, soñar y hablar de los personajes, que están siempre bajo el influjo de alguna droga o paranoia psíquica, lo que refleja fielmente el autor mediante el ritmo y el lenguaje de su discurso. Hay una adaptación para cine, Hijo de Jesús (1999), dirigida por Alison Maclean, con reparto de estrellas del cine independiente, en la que el propio Johnson hace un cameo, interpretando al tipo que llega a urgencias con el cuchillo clavado en el ojo.

El Denis Johnson de los años dos mil es un escritor consagrado a un enorme esfuerzo estilístico e imaginativo. Realiza numerosas colaboraciones para revistas donde detalla sus experiencias como profesor de literatura y sus viajes a territorios en guerra, una tarea que le fascina en especial, siguiendo los rastros de autores yanquis muy obsesionados con los escenarios de batallas y cierta nostalgia de la figura del escritor como hombre de acción. En 2014 publicaría una historia de espías-aventureros en África, Los monstruos que ríen, la cruel busca de dinero y negocio por un territorio arrasado por la guerra, las enfermedades y la explotación de personas y medio ambiente. La novela El nombre del mundo (2000) es otro viaje que lleva al infierno de la pérdida personal (el protagonista, profesor venido a menos de una universidad del medio oeste, ha perdido a su mujer e hija en un accidente, y cree encontrar en una estudiante la posibilidad de la salvación, que no ocurre porque el personaje busca más allá de una simple relación), al tiempo que una notable sátira del mundo académico y, como siempre, la sensación de no encajar en ninguna parte, como los adictos de Hijo de Jesús. La idea del suicidio como salida a una situación insoportable aparece, igual que lo hacía en Resucitación de un hombre ahorcado, aunque allí lo hacía dentro de una dislocada historia de detectives, repleta de alusiones a lo absoluto y estampas bíblicas. Aquí es un estudio sobre el dolor y el recuento, lento y borroso, de las razones, hasta creer encontrar el (sin)sentido en el desierto, cubierto de fuego y humo, de la guerra del Golfo. El nombre del mundo termina en un paisaje del fin del mundo.

El estilo de frases precisas y obras cortas de Johnson tiene una excepción en su novela de 2007, aunque no en el contenido, que vuelve a los mismos temas una y otra vez. Árbol de humo (de nuevo, las referencias religiosas: la columna de humo que evoca la destrucción y, otras veces, al propio dios del Antiguo Testamento como faro que guía al pueblo) es el libro más premiado de su carrera, su reflexión sobre la guerra de Vietnam, en la que, entre una red de historias cruzadas, reaparecen como personajes secundarios el protagonista de Angels, el desdichado Bill Houston y su hermano James, aquí como soldados en su juventud. Esta inclusión, lejos de hacer el libro más llevadero, dificulta más si cabe aproximarse a él, ya que no es la guerra el tema principal, sino de nuevo las pérdidas del ser humano, no solo las físicas en el campo de batalla, sino las de la cordura, el respeto y la dignidad. Y lo que significa estar completamente perdido para el mundo, peor que muerto, siendo un peón del ejército que lucha en primera línea.   

Cuanto más al norte caminaba, más fuerte se oían los crujidos de los troncos al partirse y el susurro del fuego, hasta llegar a un punto en que los árboles calcinados que lo rodeaban todavía humeaban. Al doblar un recodo oyó el rugido del incendio y por fin lo vio, un kilómetro más adelante, como un telón rojo y negro que descendía del cielo nocturno. Incluso a aquella distancia, el calor lo detuvo. Se desplomó de rodillas, se sentó en medio de la ceniza caliente a través de la cual había estado caminando, y lloró. (Sueños de trenes, p. 53).

Tras el derroche épico, Johnson escribió un homenaje o recreación del género negro en modo de serial por entregas en la revista Playboy, la nouvelle Noboby Move (2009). La caótica persecución por la California actual de una pareja de delincuentes de poca monta es una excusa para que el escritor dé rienda suelta a sus diálogos mordaces, situaciones de humor negro y un catálogo de villanos, damas en apuros y pobres diablos dignos de la mejor literatura de Chandler. Pero quien quisiera ver en esta deliciosa historia cierto cansancio o repetición de esquemas, se equivocaba. En 2011 apareció la versión completa de Sueños de trenes, pequeña historia sobre la vida de un personaje pequeño, las vicisitudes de Robert Grainier, trabajador del ferrocarril que corta y transporta grandes troncos de árbol para hacer o reconstruir puentes. Como novedad, es un cuento de época, la acción se traslada a los años veinte del siglo pasado, y se sitúa en los bosques de Idaho y el estado de Washington, en un momento de transición preindustrial. La brevedad del texto también puede inducir a pensar que es narrativa pequeña, pero lo que hay en Sueños de trenes es el triunfo de la literatura. Una vida ordinaria, limitada al esfuerzo del trabajo, la pobreza y la muerte como hecho cotidiano, se transforma en sublime: la biografía de Grainier, la relación con otros leñadores y trabajadores del ferrocarril, la breve y desafortunada vida de su familia, instalada pobremente en una cabaña (construida por el protagonista) que es devorada por el fuego en un momento devastador del relato, y la posterior reclusión de Grainier, como un nuevo Job, sobre ese mismo suelo yermo de humo y cenizas, cercado por las visiones de su familia muerta, como sucedía en El nombre del mundo. Se nos cuenta de sus posteriores empleos, anécdotas pequeñas y, en sus últimos días, el deseo incumplido de no haber visto el mar. Hay quienes opinan que la novela corta es menos gratificante que una lectura de muchas páginas, pero, como decía Edgar Allan Poe a propósito de los cuentos de Nathaniel Hawthorne (recogido por Anthony Doerr en su crítica de Train Dreams), un buen escritor consigue afectar de manera más profunda al lector con textos cortos, si son de la magnitud de este, porque se queda enganchado, sin posibilidad de hacer pausas, en «la inmensa fuerza derivada de la totalidad». Eso es lo que hace Johnson en Sueños de trenes, atraparte en una historia mínima —aparentemente — pero llena de épica, vida y grandeza.

La generosidad de la sirena.

—¿Eres un mensajero de Dios?
—Peor.
—¿Qué puede ser peor que un mensajero de Dios?, dije. (p. 40.)

En enero, Random House publicó un libro póstumo de Denis Johnson, The Largesse of The Sea Maiden, consistente en cinco relatos, uno de los cuales —el que da nombre al volumen— ya había aparecido en las páginas de Playboy. En estos cuentos, el autor no hace sus habituales circuitos en torno a la pérdida y la muerte, sino que se enfrenta a la evidencia de su propio fin. Vuelven las historias de coincidencias tragicómicas (ese encuentro incomodísimo en la Torre Trump con el hijo de un amigo), las alusiones a lo trascendente y la presencia de las visiones poéticas. Johnson desanda lo que ha sido su vida de viajero, la constante mudanza de trabajo en trabajo y de ciudad en ciudad. Nos deslumbra con las descripciones de espacios naturales y mundanos (el bar del hotel, donde establece un paralelismo entre la cantante del escenario y la estatua de un mascarón de proa). El futuro para el autor ya no existe: solo permanece el pasado, y este se va diluyendo en la memoria. Solo queda el anhelo de trascender. Vuelven los adictos en recuperación en «The Starlight on Idaho», ajustando el estilo de las cartas que el protagonista envía a los personajes más variopintos, para terminar en una conversión religiosa muy sui generis que le ayude a sobrellevar la rehabilitación, extraída de la autoayuda de los programas de telepredicadores. El mundo carcelario que Johnson conoció por su trabajo de profesor en diversos módulos (entre ellos, el corredor de la muerte de la penitenciaría de Florence, Colorado) es el protagonista de «Strangler Bob»: la idea del mundo como un lugar muy pequeño, habitado por celdas donde la gente se encuentra una y otra vez, en este caso, con ángeles que les anuncian lo inevitable. En «Triumph Over The Grave», Johnson se enfrenta a su final, en una ensoñación sobre escritores fantasmas. Las apariciones y llamadas de parientes fallecidos, las cada vez más frecuentes visitas al hospital con amigos y familiares son el anuncio de la propia muerte. El relato final, «Doppelgänger/Poltergeist», retoma uno de sus mitos en la escritura, y la figura clave de la espiritualidad de aquel país. El Elvis Presley que se revela al final de Angels al abogado defensor de Bill Houston, en la oscuridad de un bar, brillando en un cuadro de terciopelo, hace aquí el papel del ángel que se desdobla, malo y bueno, a través de su gemelo muerto, en dos facetas del mundo: el mito cultural y la paranoia sociopolítica. Johnson se despide citando a Nicanor Parra, que falleció casualmente en las mismas fechas de publicación de este libro: «Yo pensaba en un trozo de cebolla visto durante la cena, y en el abismo que nos separa de los otros abismos» (Poemas de Juventud). Pero aquí ya no hay más distancias.

El mundo sigue girando. Es evidente que mientras estoy escribiendo esto, no estoy muerto. Pero quizá cuando lo leáis. (Triumph Over The Grave, p. 150.)

Las palabras que escribió William Carlos Williams como prólogo al Aullido de Allen Ginsberg me sirven —respetuosamente— para describir el trabajo de Denis Johnson. Johnson vivió experiencias traumáticas, cruzó los lados menos aconsejables de la calle y los vertió en una obra superior, donde se puede encontrar consuelo del mundo, silencio frente a sus ruidos y humor con el estilo necesario para afrontar los peores momentos:

Estamos ciegos y vivimos nuestras ciegas vidas en la oscuridad. Los poetas están malditos pero no están ciegos, ellos ven con los ojos de los ángeles.

Pop art y feminismo en España

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Untitled (Sunflower Woman), de Pauline Boty, ca. 1963.

Admito que el título suena confuso. Unir tres conceptos que, en un principio, no parecerían tener ninguna relación de interés entre sí. De hecho, voy más allá: el pop art, tal y como ha sido concebido y estudiado hasta hace no mucho tiempo (y hablo de muy pocos años) es un movimiento artístico que crearon, desarrollaron y popularizaron hombres en su totalidad. Hombres que dedicaron gran parte de sus obras a tratar el cuerpo femenino usando los presupuestos de los medios de comunicación de masas; es decir, como un objeto de exposición, venta y consumo, bien con intención crítica, social, o de mera apropiación de la tendencia imperante, volviendo a reobjetivizar lo ya explotado y sometido en la vida real. No hay en la historia del arte un momento como el pop art. El arte se convierte en parte de lo cotidiano, y confiere una serie de valores añadidos a los objetos de consumo. Todo el mundo deviene en objetos de compra-venta, los propios sujetos inclusive. Esto es cierto, pero elimina del campo de análisis el trabajo de las artistas femeninas pop art que desarrollaron sus carreras al mismo tiempo, pero con un mensaje mucho más radical y comprometido. Sus nombres, sus obras, han quedado —hasta hace poco, como digo— fuera de las exposiciones, los estudios, y no hablemos de los reconocimientos y demás besamanos.

Esta actitud no es nueva en el mundo del arte, como tampoco lo es en otra cualquier esfera de la creación o producción. Pero en este caso es mucho más llamativa y su omisión, denuncia de una contradicción permanente. Desde el pop art se pretendieron derrumbar, o eso decían, las antiguas barreras del arte como elitismo y poder. Fue cuando se revisaron las categorías del gusto y la distancia entre el público y el creador. Con la antorcha de dadá, aunque desde un presupuesto político y moral mucho más conservador, las revueltas juveniles se apropian del discurso y hacen burla de los principios de autoridad, empezando por el arte conceptual y expresionista. Se vuelcan con las técnicas de la publicidad, el cómic y el diseño para ironizar sobre el híperconsumismo y las tensiones de la sociedad del ocio, además de dar cabida a las ideas de la emancipación (sexual, racial y política). Las críticas a la manipulación de las noticias, las guerras y los sistemas totalitarios, así como las demandas de colectivos como comunidades negra, feminista, proletarios del tercer mundo, etc. aparecen continuamente en las obras pop art… pero siempre firmadas por artistas y colectivos masculinos. Las mujeres parecen no existir. Si el pop art se concebía como una expresión circunscrita al mundo anglosajón y ejecutada por hombres, es difícil de comprender el fenómeno global que sin embargo supuso, y dentro de él, la participación de mujeres.

El feminismo, concienciado y pleno de matices, hizo su primera aparición de forma masiva en el mundo del arte en los años sesenta, a través del pop art y sus diferentes manifestaciones, y se fue extendiendo en la obra de numerosas creadoras, no solo en el mundo anglosajón, sino en lugares tan inopinados como Japón, y sí, España. El pop art, lejos de ser un limitado movimiento artístico, fue un fenómeno global que afectó a medio mundo, a medida que la sociedad postindustrial se iba infiltrando en cada país, incluso en los controlados por gobiernos totalitarios, como el caso de países de Europa del este y Sudamérica y España. Las artistas, pintoras, escultoras, creadoras de happenings y videoarte fueron numerosas y muy notables. Mientras sucedía el habitual silencio y marginación de la mujer, los estudios feministas de la época (no con pocos reparos, pues sus análisis concluían a menudo que el uso tan crudo de imágenes y cuerpos suponía una concesión heteropatriarcal a la visión artística) indagaban en estas creadoras y sus precedentes, figuras que con su trabajo contribuyeron a ofrecer nuevas perspectivas sobre la subjetividad, el género y las políticas contra/sobre los cuerpos.

Las artistas del pop art fueron las más combativas políticamente, porque utilizaron los medios y códigos de la sociedad de masas para denunciar de forma explícita la sumisión y el proceso de objetivación de la mujer en el siglo XX, frente a otros nombres (masculinos) que jugaron de forma más sinuosa en este terreno, con el distanciamiento, la ironía y la confusión. En un momento como ese, cuando se estaban poniendo en duda los pilares de la conducta y la ley social de forma radical, a Andy Warhol, por ejemplo, casi le cuesta la vida. Más allá del suceso, tenemos un área de construcción artística que usa los mismos esquemas que los hombres del pop art: entre ellos, la de la mujer como objeto que se expone, trocea, vende como muñeca, criada, prostituta, imagen de revista erótica, anuncio de marca o deshecho de publicidad, pero aquí con un mensaje mucho más definido, que responde a los postulados del feminismo, en cuyos grupos militaban algunas de estas artistas. No olvidemos que se estaban atreviendo a pintar y exhibir desnudos femeninos en las poses provocativas que el cine y la publicidad mostraban a la mujer, incluso a reproducir primeros planos pop de los genitales. Una cosa era que el arte masculino lo hiciese, como había hecho siempre, pero en ese caso resultaba intolerable. La posesión y control de lo femenino, representaciones incluidas, debía seguir en las mismas manos.

I Won’t Hurt You, de Rosalyn Drexler, 1964.

Aquellas que comenzaron a trabajar a finales de los años cincuenta mezclan su obra con elementos del surrealismo y el naíf. Las de finales de los sesenta y setenta son más explícitas en sus técnicas pop —fotomontajes, collages, superficies brillantes y esmaltadas, figuras planas, cuadros de grandes dimensiones— y mensajes contra el machismo, contra las guerras y por la libertad sexual. Aunque son ellas quienes abren el terreno para Cindy Sherman o Tracy Enim, poco se ha sabido hasta fechas como 2010; por ejemplo, cuando se celebró la exposición Seductive Seduction, en el Brooklyn Museum, una retrospectiva del comisario artístico Sid Sachs, que se complementaba con un interesante catálogo sobre el tema. En él se lee la historia del movimiento desde una perspectiva muy poco favorecedora para los artistas masculinos, en donde queda patente su deliberado afán de marginar a las mujeres.

En los años cincuenta, pintoras como Elaine De Kooning eran aceptadas en los bares que frecuentaba el grupo de la Escuela de Nueva York, pero solo en calidad de «esposa de», «amiga de», nunca por su trabajo. Grace Hartigan, ilustre pionera del pop art, decidió abandonar la escuela, harta de este trato. La mayoría continuó su carrera a la sombra de sus compañeros, como la propia De Kooning o Lee Krasner con J. Pollock. Los tabúes familiares, el cuidado de marido e hijos seguían pesando más que una trayectoria artística.

En los sesenta, con las ideas de la contracultura llamando a las puertas y los mensajes de emancipación, podríamos pensar que esta situación hubiese mejorado, pero no fue así. Los pintores y creadores plásticos del pop art seguían en la misma distancia, tratando con la habitual condescendencia a las mujeres, fuesen o no artistas. Richard Hamilton y Claes Oldenburg triunfaban con sus collages y esculturas, pero pocos sabían que detrás de ellas estaba el trabajo de recopilar fotos y coser telas de sus respectivas compañeras, Terry Hamilton y Patty Mucha. En 1961, Marisol, la creadora de origen venezolano afincada en Nueva York, apareció en una tertulia del club de la calle ocho de Nueva York, el bar donde seguían congregándose los pintores más conocidos, con una máscara negándose a decir una palabra. Algunos parroquianos, muy nerviosos, exigieron que se la quitase. Cuando lo hizo, descubrió un rostro pintado de blanco, igual que la máscara, en protesta por el trato dispensado a las artistas. A Warhol, amigo personal, le hizo gracia; de hecho, se refería a Marisol como «La primera artista con glamur», que no sabemos qué significa, quizá una de sus declaraciones performativas.

Sí lo sabemos. Muchas de estas creadoras eran jóvenes, atrevidas en su indumentaria y muy fotogénicas. La cualidad que jamás se habría mencionado en un artista antes de la era pop, las convirtió en objeto. Sus rostro y apariencia son más populares (por llamarlo de alguna manera) que sus trabajos. El propio Warhol terminó siendo marca de sí mismo, pero con la enorme diferencia de que las obras del artista son productos hipervalorados. Ellas se quedaron como las maniquíes que retrataban o esculpían, sin apenas posibilidad de pasar de la apariencia a la consideración sobre sus obras.

Rosalyn Drexler, veterana y versátil creadora —novelista, pintora, guionista de cine y antigua ejecutante de lucha libre—, ha reflejado en sus pinturas y collages la violencia interpersonal y sexual. Marjorie Strider y Linda Benglis satirizaron las revistas masculinas de chicas desnudas, a través de cuadros gigantes y esculturas de material blando, donde las mujeres retratadas ya no resultaban tanto reclamos eróticos como presencias amenazantes. Niki de Saint Phalle construyó las «Nanas», grandes esculturas femeninas que vestían de colores psicodélicos, pero rememoraban a las deidades prehistóricas, tal como Ulrike Ottinger hizo en su trabajo plástico y en sus películas. Jan Haworth ha dedicado su vida a la vindicación feminista desde la pintura pop y la escultura, aunque solo se la recuerde por haber cocreado la portada del Sgt. Peppers de los Beatles. Con sus cuadros, la malograda Pauline Boty consiguió transformar el Swinging London en una pregunta de género. Evelyne Axell, actriz belga de renombre, descubrió el pop art yanqui y creó una de las obras más interesantes y provocadoras, sus experimentos sobre el concepto del espectador como voyeur, mediante combinaciones de siluetas, desnudos y espejos. La reconocida Margaret Harrison, fundadora del Women´s Liberation Art Group, desafió al arte pop británico en 1971 con un cuadro titulado «Chiquilla en casa», donde se mostraba una pin up sadiana-futurista, armada con lo que podía ser un tampón gigante o cartucho de dinamita, pisoteando con su bota una caja de detergente.

POP SPAIN o Pop político

Núvia i rentaplats (Etnografia), de Eulàlia Grau, 1973.

«I am the last woman object. You can take my lips, touch my breasts, caress my stomach, my sex. But I repeat it, it is the last time». Este era el mensaje que se puede leer en la tele que iba insertada en la escultura de Nicola L., de 1969. Resume la intención de las artistas femeninas del pop art, especialmente en países donde había más de una y dos represiones sobre las mujeres. Estaba la sexista, la familiar, la que proveía del régimen totalitario y la de la sociedad postindustrial. Por no hablar de la segregación académica y la de los foros de ideologías supuestamente favorables a la emancipación femenina, donde sin embargo se repetían los mismos esquemas machistas. En Polonia, Maria Pinińska-Bereś se enfrenta, por un lado, al comunismo, y por otro al sistema católico y heteropatriarcal con sus series ¿Es una mujer un ser humano? y una larga lista de fotomontajes, esculturas y cuadros. En la Colombia de los años sesenta, Beatriz González se convierte en una de los nombres más importantes del arte de aquel país, tras causar un escándalo nacional con sus series de Los suicidios de Sisga, reproducción en varios colores de la foto que mostraron los tabloides por la muerte de una pareja que se lanzaron a un lago para salvaguardar la honra familiar de ella, en denuncia de la sociedad machista y la opresión de las mujeres, pero desde no solo desde el punto de vista de género, sino especialmente el económico.

Las pioneras del movimiento en España se concentran en Valencia y Cataluña. Comparten ideas con las primeras activistas norteamericanas del pop art. Si allí fueron los fotomomontajes de Martha Rosler y los capós de coches pintados por Judy Chicago los que revolucionaron la idea de la artista femenina, aquí fueron los trabajos de Mari Chordá y Eulàlia Grau. No es un grupo anecdótico, son artistas experimentadas que trabajan en condiciones adversas y en un circuito ya no minoritario, sino despreciado por el resto del mundo de las artes.

La ecléctica y legendaria Chordà, activista por los derechos de la mujer, poeta, pintora y fundadora de los primeros espacios feministas de acogida y debate en la península (el Hogar, de su Amposta natal, la librería LaSal y la Editorial de Mujeres, en Barcelona), debuta con una serie de cuadros sobre su experiencia como madre, que no tuvo la comprensión que ella esperaba en el París contracultural y marxista: los camaradas del barrio latino, incluidas mujeres, la expulsaron de la célula del partido por esta contingencia. La Gran Vagina (1966) y Coitus Pop (1968) son dos muestras insólitas para el arte y la época de este país. La sexualidad no figurativa, esmaltada y en colores chillones, era para su autora la consecuencia natural de sus intereses y preguntas, pero suponía un desafío frontal al sistema, no solo el artístico.

Eulalia Grau debuta en 1973 con un autorretrato titulado Etnografías, que es una sincera y contundente declaración de intenciones. Un collage con fotos, rodeada de anuncios de objetos domésticos y un vestido de novia, expone las insalvables contradicciones de la sociedad de su tiempo. Con Aspiradora (1975), explora la fragmentación del cuerpo de las mujeres en el imaginario colectivo y critica el doble machismo, tanto el familiar como el político. No existe en su trabajo ese supuesto exhibicionismo complaciente que cierto feminismo teórico achacaba al pop art: la serie Discriminació de la dona, de 1977, lo deja bien a las claras.

Eugènia Ballcels, poeta, fotógrafa y cineasta, se internó en el videoarte durante los años setenta, la mayoría de su trabajo realizado en Nueva York, con películas que parodian los roles de género (Boy Meets Girl, 1978).

Paz Muro desarrolló una obra crítica sobre el papel de las mujeres artistas en el mundo, siempre relegado o puesto en tela de juicio, a través de happenings, performances y montajes fotográficos. Otra pionera del videoarte y de introducir en su obra elementos tanto del conocimiento esotérico como científico, Silvia Gubern, ha combinado el diseño textil con la poesía, la pintura y la escultura. Los trabajos de Olga L. Pijoan y Fina Miralles se encuentran en uno de los lugares más radicales y difíciles de la época, acciones fotográficas con sus propios cuerpos que denuncian la invisibilidad de las mujeres, así como la de colectivos en los márgenes sociales (recomiendo el libro de Maite Garbayo Maeztu, Cuerpos que aparecen, Consonni, 2016). Desde los tiempos del Colectivo Zaj, Esther Ferrer es, por méritos propios, uno de los personajes más valorados de la acción artística en este país, una vida dedicada a escribir, fotografiar y dibujar su propia imagen, en burla del destape posfranquista y los supuestos cambios de la Transición.

Los creadores del Equipo Crónica y los del Equipo Realidad exponían en sus cuadros las brutales contradicciones de la sociedad española, el debate en torno al concepto de «ser español». Las artistas femeninas que se asociaron con ellos, por ejemplo, la valenciana Isabel Oliver, se centraban en una dimensión olvidada por ellos: el papel de «ser mujer» en el régimen franquista y en desarrollismo, como amas de casa y consumidoras, sometidas por una lado a los estándares de la belleza, y por otro, a los rigores de la ideología católica y la educación política. Esta mascarada hipócrita en torno a las dobles exigencias aparece en cuadros como los de la serie La Mujer (1970-73).

Para los creadores pop art los interiores de las viviendas, salones, cocinas y dormitorios se enfrentan a los espacios públicos, no solo como sátira del diseño psicológico de quienes los habitan, sino en manos de las artistas femeninas como terreno de conflicto político. Ángela García Codoñer mezcla a amas de casa con superheroínas de cómic y reinas de la belleza, con el doble propósito de honrar a la mujer y luchar contra el abuso del sistema sobre la imagen y el trabajo de estas. García utilizaba al comienzo de su carrera la «apropiación» de imágenes de prensa, desde la revista «Triunfo» a los patrones de costura del «Burda».

Dos conceptos de última temporada.

Uno. El arte no necesita revisionismo, sino un estudio en profundidad que incluya a todos los artistas. Es evidente que las mujeres que comenzaron su trabajo en los años sesenta del siglo pasado realizaron una reflexión sobre la sumisión, la violencia contra el cuerpo físico y político, las imágenes pornográficas de consumo, de forma más valiente y comprometida que, por supuesto, los reconocidos creadores del pop art, aunque ellas no hayan empezado a ser reconocidas hasta hace unos pocos años. Su labor, en momentos muy difíciles, sin respaldo de redes públicas o sociales, aunque sí la pertenencia a una clase social determinada en la mayoría de los casos, es más radical que ciertos manuales de jóvenes castoras de 2018.

Dos. Este breve repaso no quiere ser en absoluto un grupo de noticias curiosas sobre personajes marginales de la historia reciente, ni un gabinete de bonitas discrepancias o rebeldías de salón 2.0. En este sentido, me sitúo en un lugar más alejado y reivindico otros salones, los de aquellas mujeres ilustradas que por querer profundizar en las contradicciones de un tiempo que supuestamente abogaba por la igualdad en términos absolutos y exigir un discurso exigente, fueron tachadas de preciosas.  

Little TV Woman: I Am the Last Woman Object, de Nicola L., 1969.

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Más información:

Seductive Subversion: Women Pop Artists 1958-1968 (Kalliopi Minioudaki y Ted Sachs, Editores.)

«Feminist Eruptions in Pop, beyond Borders», The World Goes Pop, Tate Modern, 2015.

Alana D. Kidder, Women Artists in Pop: Connections to Feminism in Non-Feminist Art. College of Fine Arts of Ohio University.

Assumpta Bassas VilaFeminismo y arte en Catalunya en las décadas de los 60 y 70: Escenas abiertas y esferas de reflexión. Archivos del MNBA.

Solo por robar: cancionero del hurto a pequeña y media escala

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Pickpocket (1959). Imagen: Compagnie Cinématographique de France.

Para acompañar la lectura del artículo, nuestra lista en Spotify:

«La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley». Así empieza el Título VI de la Constitución Española. Lo aclaro por si alguien que no ha sentido la necesidad de leer la popular Carta Magna hubiese pensado que este párrafo pertenecía a Fuenteovejuna. No, en serio, viene a ser la definición de la justicia en este país. Lo que signifique… bueno, yo no me siento capacitada para interpretarlo. Habría que convocar un grupo de expertos, politólogos, famosos de la tele, influencers, con años de experiencia en estos asuntos.

Mi objetivo es más modesto. Con motivo de las recientes polémicas sobre decisiones políticas y penales, he encontrado con una vasta literatura sobre el concepto del robo. La compleja tipología de esta clase de delitos y sus castigos varían si estos van acompañados de violencia o no, si es cantidad pequeña o grande, si lo que se roba es animal, persona o cosa… Al final, y que me perdonen los juristas inamovibles, he sentido una sensación rara. Como que si se comete un robo de pequeña cuantía y el responsable no dispone de recursos la ley se aplicará en toda su extensión y dureza. Sin embargo, cuanto mayor sean el latrocinio y los recursos del delincuente, mucho menor será el castigo. Vamos, que por robar latas de conserva en el Lidl ya no te condenan a la horca, pero…

Como, en fin, no entiendo la lógica de la ley y su imperio extraño, he acudido a un tema que controlo un poquito mejor. He seleccionado unas pocas canciones que le cantan a los hurtos y robos, con ánimo de denuncia, guasa o cosa artística. El folclore es rico en baladas sobre piratas, asalta diligencias, bandidos, gánsteres y figuras famosas en este campo de la delincuencia, pero yo me centro en el delito anónimo, el de cuantía menor, sustraer al descuido, tironear, etc. Quedan fuera, también, los ladrones de amor, cadáveres, besos, suspiros y almas… Y hasta el ladrón de Bagdad. Solo actos cotidianos, que cometemos gente como nosotras, Marnies de andar por casa. Bueno, y alguna figura de la clase dirigente, sin duda, en solidaridad con la ciudadanía malhechora de tercera. Robar en supermercados, práctica universal, tiene su propio cancionero. No he podido resistirme a grandes melodías que cargan contra los supervillanos ladrones. También, aunque ese sea un tema a desarrollar en un artículo aparte, hay algún ejemplo sobre el robo, ripeo, obtención ilegal y transformación de la música en un ente abstracto que se descarga desde el iceberg monstruoso de datos bajo el que vivimos. Otro día escribo sobre robar ideas, acordes y música entre creadoras.

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«Ladrón de gallinas» – Rita Montaner y la Orquesta de Enrique González (1941)

Robar comida y a veces terminar en la cárcel sigue siendo tendencia en el siglo XXI. Este número afro, compuesto por Julio Cueva, lo grabó para Victor la actriz y cantante Rita Montaner. En la canción, el tabú se mezcla con la delincuencia y la religión: la cantante solo cree en el único negro que ha llegado a ser canonizado, san Berenito (san Benito), el franciscano célebre por su cocina, porque sobre él pesa la leyenda de que robaba las viandas para hacer los platos, de ahí la paradoja racista («Un solo santo (negro) y es ladrón»). Montaner lo tiene claro. Para ella, san Benito es el único santo, y le pide, ya que está estigmatizado por negro y delincuente, que se dedique a robar dinero a gran escala («roba millones y nunca pasa ná»).

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«Shoplifting» – The Slits (1979)

«Mete el cheddar en el bolsillo, el resto bajo la chaqueta. Habla con el cajero, no sospechará. Y si lo hace… / ¡sal por patas!». Las Slits incluyeron en su primer elepé, Cut, diversos retratos ácidos sobre el angst juvenil y el consumismo de 1979, en un fascinante collage de música primitiva y experimental. Esta defensa «heroica» del robo en los supermercados es la traslación a la música de las aventuras squat de Palmolive, la batería del grupo, en compañía de Gina Birch, de las Raincoats: «Ella solía entrar en la tienda 24H que había al final de nuestra calle. Tenía una gabardina grande con agujeros en los bolsillos, e iba allí para mangar. A menudo las cosas se le escurrían de los bolsillos y caían al suelo, pero ella era tan graciosa que los de la tienda se reían y la dejaban salir». Do a runner!

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«El ladrón de discos» – Mecano (1983)

El bueno de Abbie Hoffman recomendaba en su libro antisistema (Steal This Book) la mejor manera de robar discos. Consistía en entrar con una caja grande de pizza vacía, donde cabrían dos o tres buenos elepés. En la época de las alarmas electrónicas, los códigos ocultos y las cámaras de seguridad, el robo de discos es un oficio para el recuerdo, y los discos también, para qué nos vamos a engañar. Como esta canción del segundo elepé de Mecano, ¿Dónde está el país de las hadas?, donde Nacho Cano, en plan heavy tecno metal, enumera el vía crucis de ser descubierto, imagino, llevándose uno de Peter Gabriel en Galerías Preciados. Por lo que sabemos, el proceso sigue siendo idéntico con otros artículos.

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«One Piece At A Time» – Johnny Cash (1976)

Esta composición de Wayne Kemp es un tour de force en la historia musical de los robos. Johnny Cash, acompañado por el Tennessee Three, relata en esta melodía novelty el peculiar empeño de un trabajador de General Motors. Harto de ver pasar preciosos Cadillacs todos los días, decide hacerse él uno, robando poco a poco las piezas de la fábrica. Las pequeñas las mete en su fiambrera del almuerzo, esas cajas metálicas que utilizaban los obreros en Estados Unidos. Así, a lo largo de más de veinte años, y con la ayuda de los amigos, se consigue su propio y único «Psycho-Billy Cadillac», híbrido de modelos del 49 al 73. Para la promoción, una marca de piezas de coches le fabricó al cantante el Cadillac zombi que indica la letra, el cual se puede admirar en este vídeo.

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«Been Caught Stealing» – Jane’s Addiction (1990)

Del segundo elepé, Ritual de lo habitua, la canción más popular del grupo, antes de que Farrell y Navarro se partieran la cara en el escenario del Lollapalooza. Los noventa se abrían con esta vibrante, rockista y burlona visión del hurto en comercios. Es un cambio en la conciencia social de la música pop. Aquí ya no hay mensajes contra el consumismo o justificación del delito por la pobreza. Es, simplemente, una exhibición de orgulloso egoísmo y regodeo en hacer el malote: «Me gusta robar, es tan simple como eso. Cuando quiero algo, no quiero pagar por ello. ¡Salgo por la puerta! ¡Es mío!». El vídeo, muy inspirado en el cine de John Waters, arrasó en la MTV. Ahora es patrimonio de Grand Theft Auto

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«Pacto entre caballeros» – Joaquín Sabina (1987)

Inspirado en hechos reales o parecidos. Tres delincuentes, caracterizados de quinquis, están dando el palo a un primo con arma blanca pero, de repente, los mendas, aunque van muy drogados, reconocen en la víctima al afamado cantautor. No es que le pidan disculpas y le devuelvan las pelas, unas diez mil de los años ochenta, sino que para celebrar el afortunado encuentro en circunstancias tan cómicas, se van de copas todos juntos. Como hacen los señores, terminan la noche en un local de putas, donde en honor al invitado le dejan los favores de la fulana más cachonda, o algo así. Al final no se especifica si al salir del jolgorio se hicieron un simpa. Admiren al simpar compositor en la época, haciéndose un Rosendo, de su elepé Hotel, dulce hotel.

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«Cops and Robbers» – Bo Diddley (1960)

Pertenece al tercer álbum del maestro, Have Guitar Will Travel. Este famosísimo recitado blues cuenta una aventura con atraco y giro final imprevisto, en una variante muy original y divertida de la interminable lista de canciones sobre cacos y policías. Mr. Diddley va conduciendo camino de casa cuando un tipo le pide que le lleve. Él acepta a cambio de un cigarrillo, pero descubre que el otro es un ladrón que le amenaza desde el asiento trasero con una pistola. El delincuente le indica una dirección, una tienda de bebidas, que va a atracar. El tío le obliga a esperar en la puerta para escapar. Mientras tanto, y con nuestro protagonista temblando de miedo con el pie en el pedal, aparece un coche de policía, obligándole a cambiar de sitio. Cuando el atracador sale de la licorería, abre la puerta del coche… de la poli. Diddley pone las voces de los distintos personajes en una de sus inimitables composiciones que versionaron los grupos de rythym and blues ingleses.

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«Robando cobre» – Francisco Nixon (2015)

Un tema de actualidad e importancia económica de primer orden como es la desaparición del cobre de las instalaciones eléctricas, ferroviarias, etc. de todo el país, para revenderse a mafias que controlan el tráfico de este codiciado metal, es transformado por Fran Fernández en una bella balada, con trasfondo social y sentimental, en su disco Lo malo que nos pasa, con imágenes poéticas y aires andinos. Lo que antes era un negocio ilegal ejercido y controlado por determinados grupos, ahora se ha extendido e internacionalizado. Muchos emplean mano de obra semiesclava, que se juega la vida por una miseria.

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«In The Middle of the Night» – Madness (1979)

El grupo londinense tiene en su amplio catálogo una canción acerca de hurtar cosas («Deceives the Eye»), pero he elegido esta otra, que venía en su primer disco, One Step Beyond, porque entramos en un tipo de robo muy peculiar. Bajo esta balada beat se esconde la historia de George, el vendedor de periódicos recién llegado a la vecindad, que durante el día es un simpático e inofensivo caballero, pero por la noche… se cuela en los jardines para robar la ropa interior femenina que se seca en los tendederos. Suggs y Chrissy Boy firman una letra llena de ironía y costumbrismo social. En España, años después, Gabinete Caligari grabarían otra canción sobre esta clase de fetichismo, en «Lo mejor de ti», pero en plan romántico.

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«I Want My Woody Back» – The Barracudas (1979)

Sin desmerecer el clásico de Manolo Escobar, «Mi carro», he optado por incluir canciones sobre robos de otros vehículos pop. Esta es una de ellas. El debut del grupo de garage y psicodelia en la new wave británica, una anomalía tan extraña y feliz como la de los Ramones en el punk de Nueva York, era un temazo que denunciaba la sustracción del coche para llevar la tabla de surf del protagonista, su «Woody»,  y pedía con vehemencia que se lo devolvieran. Surf & Destroy!

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«La historia de Juan Castillo» – Los Chichos (1974)

Sería imperdonable no incluir esta poderosísima rumba funk del trío madrileño. La ha tarareado medio país desde su edición, y sigue siendo referencia básica de la música pop española. Un atraco de medio pelo se observa desde la traición en el seno de la familia, y su triste desenlace, la prisión para el elemento más débil de la banda, que se enfrenta a una condena de treinta años. Como siempre, desarrollado con maestría por Jeros en la melodía y la letra, al estilo de los romances de bandoleros, y los arreglos de José Torregrosa para la producción de Alfredo Garrido.

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«The Art of Peer Pressure» – Kendrick Lamar (2012)

El mundo se rinde ante Lamar. Sus canciones son espléndidos retratos del mundo que lo rodea, realizados con pasión e sabiduría. En su disco Good Kid, M.A.A.D City incluía esta impresionante narración sobre la vida de los adolescentes de Compton, como fue él mismo, siempre dando vueltas en un coche, como ratones en una jaula, sin otro horizonte que las peleas con otros grupos de chicos, los robos en casas, antes de escapar de la policía o morir de sobredosis. Lamar reflexiona sobre esta ciega actitud grupal y llama a la concienciación del individuo frente a la manada («homies»), aun en las peores circunstancias.

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«Solo por robar» – Sindicato Malone (1982)

En el apartado de parodias castizas de robos y espionaje no me he podido resistir a este clásico del grupo de vida efímera, una escisión de Glutamato Ye-yé y Derribos Arias, que grabó en su primer EP con el sello indie Goldstein este número divertidísimo de persecuciones a nivel internacional, donde colaboraron leyendas de la nueva ola como Patacho o Ulises Montero. Nota: hacía muchos años que no lo escuchaba. Suena hasta un pelín ofensivo para el ambiente actual, me temo.

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«The Heist» – Kate Tempest (2014)

La artista británica crea un ambiente angustioso, tenso, de auténtico noir contemporáneo, en una cruda descripción de la vida en los bares nocturnos, mientras rapea la historia de Leon y Harry, dos delincuentes y amigos («antes de saber decir la palabra “amigo“) que se tienen que enfrentar a un difícil situación con un nuevo e inesperado «socio» en el negocio de las drogas. El tipo les desafía-obliga a comprarlas por el doble. Entonces, ellos «hacen lo que tienen que hacer»: matarlo y robar el alijo. La historia es ampliada en su primera novela, The Bricks That Built The Houses (2016). El disco Everybody Down fue toda una revelación, y la podemos admirar en el siguiente vídeo. Tempest está acompañada por I Am Fya:

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«Ladrones de juguetes» – WAQ (1982)

¿Justicia poética? ¿Discurso sobre el reparto equitativo de la riqueza? ¿El Grinch en la España de los años ochenta? ¿Simple juguete cómico? Algo parecido, lleno de encanto, era lo que cantaba el por entonces dúo de electropop WAQ. Una canción, en un maxisingle producido por Paco Martin para su sello MR, pasaría a la historia por su melodía pegadiza, la original y desenfadada letra, pero sobre todo por el videoclip que grabaron para el programa de TVE Pista Libre, en el que una muchedumbre de niños perseguía a los Reyes Magos por un descampado y luego tenía lugar una pelea entre estos y Papá Noel. La versión era diferente a la que venía en el disco.

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«You and Me, Bess» – Joanna Newsom (2010)

Excepción a la regla de no incluir canciones sobre ladrones famosos. Lo hago porque aquí el protagonista no es el bandolero Dick Turpin, sino su caballo, Black Bess, sobre el que se escribió tanto o más que sobre su amo. Newson imagina una carta de despedida que dedica Turpin a su camarada de aventuras, cuando es apresado y está a punto de ser ahorcado, precisamente, por robar caballos. Una balada folk del tercer disco de la cantautora, Have One On Me, que cuenta esta bella y un tanto alucinada historia de camaradería, sobre la que la leyenda dice que los dos terminaron enterrados juntos.

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«Steal This Album» – System of a Down (2002)

Justo con el surgimiento de Napster, estas canciones, conjunto de descartes y postergadas del periodo de grabación del disco anterior, Toxicity, fueron robadas, perdón, descargadas en internet sin permiso de sus autores. Ante el clamor, tuvieron que publicarlas precipitadamente en forma de nuevo disco. Ya que se había compartido y conocido de esta forma, el grupo decidió darle un tratamiento acorde. Lo titularon como el libro de Abbie Hoffman y le diseñaron una portada como si fuese un CD casero, tostado entre colegas. Fue un gran éxito. La industria musical ya no existía como antes. El ámbito doméstico de cada consumidor, aislado con sus gadgets, firewalls y dinero electrónico, era ahora el bastión a conquistar. A los Metallica les costó entenderlo.

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«Esto es un atraco» – Burning (1984)

Del disco, que no se podía llamar más que Noches de Rock and Roll y abre la etapa de Burning con Johnny como cantante, esta canción es el destilado más puro de una época. Olvídense de lo quinqui y otros clisés coyunturales, que eran y son terribles: el grupo le canta a la idea romántica de saltarse la ley como un músico de barrio, ahora una leyenda. Aquí está todo, el 124 Sport, la chupa de cuero, la gloriosa expresión «gafa de rock», las ilusiones perdidas y la elegancia chulesca de La Elipa.

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«I.T.T.» – Fela Kuti. (1980)

Mientras en Babilonia seguíamos con nuestras carreras por el hipermercado, desde Nigeria, y antes del hip hop y el concepto de globalización, Fela Kuti describía de forma muy expresiva las causas de la pobreza en su país, dando nombres y apellidos responsables: el presidente de la república, Obasanjo, conocido por sus amaños corruptos, y la empresa multinacional I.T.T. (rebautizada para la canción como International Thief Thief), que tenía comprada a la clase política y se dedicaba a esquilmar los recursos naturales del continente. El músico, que fue encarcelado varias veces y organizó su propio partido político, se adelantó en tantas cosas sobre el futuro de nuestro presente en una de sus obras maestras:

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«Caerán los bancos» – Niños Mutantes (2012)

Para no abrumar con tanto delincuente y actos contra la ley, cierro con un himno utópico, de mucho orden, para cantar en los festivales que se avecinan este verano. Y apropiación de un tema de… ¿New Order?

El Terror: cuando el hielo nos alcance

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The Terror (2018-). Imagen: AMC.

La serie de AMC The Terror se ha convertido en la revelación de la primavera, flotando sobre el turbulento océano de las cadenas de televisión de pago y estos productos de consumo. Yo no habría apostado por el éxito de una historia cuya trama y desenlace ya se conocen de antemano, ergo no hay posibilidad de spoiler ni renovación de temporada. Error. Esta articulista olvidaba que los actores que dan vida a al elenco protagónico son muy populares, por series como Juego de Tronos. Además, las aventuras en territorios extremos como el Ártico y la Antártida siguen causando fascinación, a pesar del alarmante deshielo y los satélites. Hay algo en esos lugares que nos provoca un sentimiento ambivalente de atracción y horror. Las superficies blancas, arrasadas por el viento y la nieve, con sus espejismos helados, el sol de medianoche, las temperaturas a más de cincuenta grados bajo cero… se convierten en lo más parecido a extraños e inaccesibles planetas en nuestra propia casa. Como las imaginaba H. P. Lovecraft, portales a otra dimensión. El polo norte y la Antártida siguen siendo imposibles de dominar, salvo con los efectos derivados de la devastación del resto de la tierra. Vamos, que no hay forma de construir allí zonas residenciales. Como mucho, unos tímidos y caros paquetes de turismo, plataformas de estudio y extracción de materiales aparte.

The Terror se basa en la novela homónima del norteamericano Dan Simmons de 2007, autor de best sellers en el género del fantástico. Con los hechos reales de la expedición el escritor fabula con la suerte acaecida a Sir John Franklin, una de las aventuras más enigmáticas del siglo XIX y la empresa más costosa y ambiciosa que hubo emprendido la Marina británica. En 1845 enviaron al océano Artico canadiense dos enormes barcos rompehielos, el Erebus y el Terror, con ciento veintinueve hombres a bordo. Su misión era encontrar el mítico paso del noroeste por esta ruta, la franja marítima que pone en comunicación el Atlántico con el Pacífico, codiciado destino comercial y político que las potencias europeas venían buscando siglos atrás.

Franklin fue el elegido para dirigirla por haber participado en las primeras exploraciones de aquella zona, cuando acompañó a los pioneros del descubrimiento del Ártico, John Ross y William Parry. Sir John era un personaje muy popular, respaldado por el mando de la Marina, y encabezó la travesía con el Erebus. El capitán James Crozier dirigía el Terror. Al cabo de pocos meses de la partida no se volvió a tener noticia alguna sobre ellos. Quince años después, seguían sin saber nada de la misión y el almirantazgo dio oficialmente por muertos a los marinos, y los barcos, perdidos. No solo ellos perecieron, sino una cantidad importante de voluntarios en sucesivos equipos de rescate, que en su busca apenas pudieron encontrar otra cosa que restos de ropa, utensilios y algunos documentos de la primera expedición. No ha sido hasta hace un par de años que una fundación canadiense (que lucha por que la comunidad internacional reconozca la soberanía de ese país sobre el Ártico y sus ricos yacimientos de gas y petróleo) diera por fin con los pecios del Erebus y el Terror en el fondo del estrecho de Victoria, al sur de la isla del Rey Guillermo.   

La desaparición de Franklin y sus barcos, aunque extraña, no es motivo de expedientes X, pero sí de una reflexión política y socio-económica que puede ser incluso más brutal que las hipótesis sobre sucesos sobrenaturales. Hasta el descubrimiento reciente no se sabía con certeza qué pasó a bordo de los barcos y qué motivó exactamente un desenlace tan funesto. Sin embargo, con los datos precisos que quedaron en Londres acerca de la ruta a seguir, los detalles sobre el equipamiento, la naturaleza de las provisiones y el conocimiento de la trayectoria profesional del capitán, los historiadores y expertos en navegación pronto pudieron hacerse una idea muy concreta de cuáles pudieron haber sido las razones de semejante debacle, histórica para la poderosa Inglaterra victoriana.

Cincuenta sombras de hielo

La novela de Dan Simmons es un largo, larguísimo relato, que se intenta componer al estilo de la literatura clásica sobre aventuras marítimas y supervivencia extrema. Los hechos reales se cimentan sobre un motivo recurrente: la manía de los hombres por acometer empresas que les sobrepasan, por mucho que se crean superiores técnica y materialmente. Es, por tanto, la hybris griega su idea principal, esa que sobrevuela el mito de Prometeo que satirizó Mary Shelley en Frankenstein y vuelve aquí en forma de ambiciosa expedición que, con el deseo de gloria del descubrimiento geográfico y las riquezas derivadas de la explotación de la ruta comercial, no mide las consecuencias de enfrentarse a un entorno durísimo sin los medios correctos ni el juicio necesario, despreciando a la naturaleza y a sus únicos habitantes, porque considera a una y a otros inferiores a los hijos de Gran Bretaña. El resultado será el castigo proporcional a este exceso de soberbia: los marinos no solo sufrirán los efectos devastadores de la naturaleza, sino su «némesis», algo monstruoso que se volverá contra quienes han osado comportarse de forma tan imprudente. Simmons se inventa un espíritu demoníaco de los inuits que se parece mucho a la criatura extraterrestre de la saga fílmica de La Cosa.

El nombre de los barcos, Erebus y Terror, ya son una advertencia del doloroso destino. En la mitología griega el primero personifica la oscuridad del mundo, esas tinieblas en las que va a vivir la tripulación la mayor parte de su espantoso periplo, no solo por el sol de medianoche, sino por el encierro forzoso en los barcos. El segundo, un sustantivo bravucón que se vuelve en su contra. El terror será el barco, pero no de otros enemigos, sino de la tripulación, un ataúd de aislamiento y enfermedad. Terror encontrarán en el mar donde navegan: pronto se convertirá en una placa de hielo tan dura que los dos barcos quedarán atrapados a merced de la tremenda presión del agua y el frío, los «vientos salvajes» y una lista de fenómenos atmosféricos que pone los pelos de punta, como las tormentas eléctricas y el fuego de san Telmo. La situación se prolonga durante tres largos años en los que no hay verano, por tanto, ninguna posibilidad de que el hielo se derrita. A su alrededor crecerá una extensión insalvable de murallas, crestas, picos y enormes capas de hielo que se transforma a gran velocidad, cayendo y emergiendo con un sonido horrísono. El hielo se cierne sobre las estructuras de ambos navíos, saltando maderas y clavos, en una sinfonía insoportable. Simmons no escatima recursos ni páginas a la hora de describir el progresivo deterioro de los barcos y tripulación, amenazados además por una criatura inconcebible que los ataca y los va diezmando.

Por entonces las cartas marítimas no estaban completas, no se sabía con exactitud la topografía del archipiélago al norte de Canadá. En otoño de 1845 la expedición encalla en la costa de la isla de Beechey y allí permanecen un año, hasta que se rompe el hielo. Es cuando Franklin decide poner rumbo al sur, pero se encuentra el mar bloqueado. Desobedeciendo las órdenes del Almirantazgo y sin hacer caso de las advertencias del capitán Crozier y los «patrones del hielo» (marineros veteranos en la exploración del mar del polo norte), sigue en esa dirección hasta que las masas de hielo obligan a la expedición a desviarse hacia el norte, creyendo que allí estará el lugar que buscan. Cuando Franklin comprueba que la ruta es imposible, ordena desandar el camino y volver a la isla de Beechy. Pero ya es demasiado tarde: en otoño del 47 el hielo se extiende en todas direcciones y el eje del Erebus se dobla. Están perdidos en el mar Ártico y ya han gastado la mitad del carbón. Crozier y los patrones de hielo le conminan a abandonar el Erebus y unificar a toda la tripulación en el Terror, para intentar una salida hacia el este y alcanzar la costa de la (probable) isla del Rey Guillermo. Pero Franklin se niega a abandonar el Erebus y emprende rumbo con los dos barcos hacia el sur. A los pocos días, la expedición queda atrapada en un glaciar gigantesco, que se desplaza lentamente y en círculos.

El libro detalla los tremendos percances sufridos en ese invierno de tres años, hasta que en 1848 la falta de comida, agua y la enfermedad obligan a la expedición a abandonar definitivamente sus barcos y emprender una marcha, arrastrando en tierra los botes salvavidas en busca de ayuda, confiando en que algunos de los marinos enviados en avanzadilla para buscar auxilio haya encontrado la costa y esté volviendo hacia ellos. Esto no sucede y el descontento de la tripulación, que se ha ido gestando desde el principio, estalla en un motín de consecuencias pavorosas. Habrán de enfrentarse a la luz del ártico, que casi los deja ciegos, y al terror definitivo, ese que los maestros de la literatura han asociado, no con las tinieblas, sino con algo peor. Lo innombrable, aquello que se sale de nuestro marco mental, por lo tanto lingüístico, y va revestido del color de la muerte: el blanco.

Tekeli-li versus Tuunbaq

Edgar Allan Poe lo formula en Las aventuras de Arthur Gordon Pym, libro que contiene todos los elementos de El Terror (motines, violencia extrema, mundo de pesadillas, canibalismo, criatura sobrenatural, nativos misteriosos…), salvo por dos detalles. Uno, Poe hace el recorrido hacia la Antártida. Dos, a diferencia de la plúmbea novela de Simmons, este es uno de los relatos más increíbles de la historia. Tanto, que creó su propia escuela. Julio Verne homenajeó al maestro y su novela en una de sus aventuras (La esfinge de los hielos). H. P. Lovecraft, otro fan fatal de Poe, desarrolló este miedo atroz en las llanuras devastadas de la Antártida, haciendo que las criaturas innombrables gritasen lo mismo que los nativos de Gordon Pym, «Tekeli-li»  (En las montañas de la locura).

El horror blanco se ha plasmado en grandes libros: la ballena albina de Herman Melville, el gusano blanco de Bram Stoker y The White People, de Arthur Machen, además de los cuentos agónicos de Jack London (El silencio blanco). Simmons recoge estas influencias, y menciona otras magnificas referencias literarias, como La expedición de los diez mil, de Jenofonte, así como las tragedias shakespearianas (los marineros más veteranos se presentan en algún momento como las brujas de Macbeth, augurando el final horrible), y se inspira en las descripciones del maestro de los relatos marítimos con trasfondo fantástico, William Hope Hodgson, cuando muestra las montañas negras del polo, rodeadas de inmensas paredes de hielo. Por supuesto, los relatos bíblicos no faltan.

El que huya del grito de terror caerá en la fosa; el que suba del fondo de la fosa quedará atrapado en la red. Ábrense las cataratas en lo alto y tiemblan los fundamentos de la tierra. La tierra se rompe con estrépito, la tierra retiembla, salta en pedazos. La tierra tiembla como un ebrio, vacila como una choza, pesan sobre ella sus pecados y caerá para no volver a levantarse. Isaías 24, 18-20.

El Terror es también un retrato de los protagonistas de la expedición. Simmons, con la información de biografías y registros históricos, establece los motivos por los que Franklin hubiera decidido llevar la expedición a este punto y su enfrentamiento con los otros mandos a bordo. (Recomiendo el libro The Ice Blink, The Tragic Fate of Sir John Franklin’s Lost Polar Expedition, de Scott Cookman). De la lista de la tripulación, elige una veintena de personajes para mostrarnos la vida en un barco del XIX, donde se reproducía la rígida estructura de clases y la concepción del mundo que tenía la sociedad británica. El aristocrático John Franklin era un hombre recto, de profundas creencias religiosas pero de carácter débil, obsesionado por la fama y el dinero, que representa los viejos esquemas victorianos. Frente a él, James Crozier, irlandés materialista y experto marinero, que ha sido relegado sistemáticamente en la escala castrense por su condición social, es la figura de una burguesía activa, dispuesta a saltar ese peldaño. En los funerales que se celebran por los marineros muertos, Franklin amenaza a la tripulación con interminables lecturas del libro de Isaías, y después los consuela con la fábula de Jonás y la ballena. Cuando es Crozier quien tiene que cumplir este papel, también leerá sobre Leviatán, pero no el bíblico, sino el de Thomas Hobbes, y encima, el del capítulo XII, donde el filósofo se desmarca de las creencias religiosas. El tercer protagonista, Fiztjames, comandante del Erebus, resulta a la postre el personaje más interesante del cuadro de mando, por la evolución de su identidad según se desarrollan los acontecimientos.

Pero hay más personajes que nos cautivan: el grupo de médicos que descubre la razón de la misteriosa e indignante enfermedad que sufren; los patrones del hielo, especialmente el Sr. Blanky, capaz de distinguir a simple vista las distintas clases de agua congelada (sedimentaria, en bandejas, rápida, joven…); las diferencias entre los marinos de carrera y los jóvenes sin empleo que se enrolan en misiones como esta porque saben que en un barco van a comer mejor que en la ciudad, y donde encontramos a la figura maléfica que siembra el caos, el Sr. Hickey. Por supuesto, el papel decisivo de los inuits y la muchacha-sacerdotisa, encargada de controlar a la criatura, Tuunbaq. E importante también el papel de la esposa de Franklin, Lady Jane, porque fue ella quien espoleó a su marido para aceptar una misión que le sobrepasaba, además de ser quien animó las expediciones de rescate. Y, por supuesto, la epopeya del capitán James Crozier, que no vamos a revelar en este artículo.

Aquí no hay dragones, ni zombis

Tras el éxito de la serie inspirada en el cómic The Walking Dead, la productora AMC decidió ir a por otra narración terrorífica. En mi opinión, si en la primera el original sigue superando —y con creces— a la serie, aquí han conseguido mejorar la novela de Simmons. Con algunos cambios en las tramas, los diez capítulos sintetizan las casi novecientas páginas del libro de forma admirable. Con ritmo deliberadamente lento, ideal para reflejar la agonía de los barcos y los hombres atrapados, los guionistas se han quedado con los momentos claves de la novela y han profundizado en los retratos de los protagonistas y las relaciones entre ellos, antes de que empiece la expedición (varios flashbacks en Londres que nos revelan diversas claves de la historia, con la aparición de personajes históricos, como los exploradores Ross, padre e hijo, el mismísimo Charles Dickens, y Jane Franklin, interpretada por Greta Scacchi), hasta su desenlace, incluida la emotiva sorpresa final.

Sin embargo, el gran valor de esta propuesta reside en que se trata de algo más que un simple y plano relato de terror. La serie es un wéstern en el hielo, incluso puede parecer en algunos episodios una producción de ciencia ficción, y sobre todo es una historia de grandes aventuras y grandes personajes, sin haberse quedado en los hechos más sangrientos y facilones. Por ejemplo, la criatura es casi un elemento accesorio. Lo que importa son los actos de los personajes, que son quienes la convocan.

La productora de Ridley Scott y los muchimillonarios Alexandra Milchan y Scott Lambert financiaron el proyecto. En el aspecto creativo, el propio Dan Simmons ha sabido adaptar de maravilla su novela, pero los verdaderos responsables del éxito de la serie son, por un lado, la puesta en escena, la ambientación y la fotografía, fiel al ambiente de ese mundo helado, rodeado de amenazas en la oscuridad, aparte de la reconstrucción de los barcos (casi todo con efectos digitales). Nos impresionan las imágenes tenebristas, el aspecto de los marineros ateridos bajo el sol de medianoche, pero también la de las planicies barridas por la luz cegadora del polo norte (para evitar un colapso técnico por el frío, rodaron en la costa de Croacia, pero la magia es la misma), así como las escenas de acción, fruto del trabajo de los directores Edward Berger, Sergio Mimica-Gezzan y Tim Mielants.  

Por el otro lado, la baza del gran trabajo con los actores. Lo que se pierde en el libro entre tantas páginas sin demasiado rumbo, se gana para la serie al presentar unos retratos memorables de estos hombres, solos e indefensos frente a la naturaleza, a los nativos a los que desprecian (que si no, podrían haber sido su salvación), pero sobre todo a sus propios demonios. Como ya he dicho, el trío protagonista es estupendo: Ciarán Hinds retrata con precisión al clasista y obtuso capitán Franklin, y logra que le compadezcamos en su hora final, cuando sale a «hacerse la foto». Tobias Menzies consigue lo más difícil: que un personaje completamente idiota al principio mute en un verdadero héroe. Jared Harris es capaz de hacer del capitán James Crozier el mejor personaje real-de ficción en lo que va de año. Pero no es el único en esta épica de la supervivencia, donde se contemplan los actos más sublimes y también los más detestables de nuestra especie: geniales son las actuaciones de Paul Ready como el compasivo anatomista Mr. Goodsir, y la de Adam Nagaitis como el psicópata Mr. Hickey. Pero de todo el reparto, y son muchos, mi personaje preferido, tanto en la novela como en la televisión, sigue siendo Mr. Blanky, el «viejo» lobo de mar, pata de palo incluida, encarnado en un actor tan versátil como Ian Hart.

El Terror ha tenido tanto éxito que piensan convertirlo en una franquicia, al estilo True Detective. Mientras llega la siguiente, les invito a visitar las islas del Ártico en los mapas tridimensionales de su navegador favorito. Caminen por la superficie de la tundra. Encuentren el Paso del Noroeste.

Grace Morales, diario de a bordo, mayo de 2018.

Música, ¡censura!

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Fotograma del documental The Beatles: Eight Days a Week (2016). Imagen: Apple Corps / Imagine Entertainment / White Horse Pictures.

El control sobre las ideas es una constante en la historia. Con internet nunca hubo más gente ejerciendo el derecho universal a la libertad de expresión, así como también la cantidad de ofensas y ofendidos. Creo que se confunde el objeto cultural con la representación y los códigos elementales de convivencia, igual que el arte se diluye en simple juguete de verbena que juega a la transgresión. Todo ello no sé si es por desconocimiento o porque ya hemos saltado el eje y muchas nos creemos seres virtuales y personajes de ficción. Sea como fuere, la reacción de quienes mandan a este teatrillo de las apariencias y la ofensas, espoleados por los grupos de observadores y vigilantes, no ha sido supertecnológica —un borrado de recuerdos, una policía de Precrimen, chip en la cabeza, no sé— , sino a la antigua: multas, denuncias, cárcel y una intricada red de normas y subterfugios burocráticos, laberinto ideal para fiscalizar y prohibir aquello que no proceda a sus ojos u oídos, incluida la acción de los cuerpos de seguridad, que es favorecida por la promulgación de leyes especialmente duras.

La censura existe en todos los países, más o menos camuflada en sus leyes. El mercado anglosajón, por ejemplo, tiene casos para escribir una enciclopedia de varios tomos únicamente sobre espectáculos, discos y canciones prohibidas (instrumentales incluidos). En España, según dicen los estudios, vamos escalando posiciones en el hit parade de lugares donde más se vigila y castiga la expresión cultural, muy cerca de China, Cuba y la India, batiendo récords, por ejemplo, en la persecución de artistas de rap. En este tema somos una potencia mundial. A consecuencia de la Ley de Seguridad Ciudadana, de 2015, salimos a escándalo diario por la acción de la justicia ante la reacción contra determinadas canciones y espectáculos. Lo primero, el show de los dos titiriteros en Madrid, quienes acabaron en el cuartelillo con aplicación de la ley antiterrorista. Lo último, el juicio y condena de cárcel al rapero Valtonyc y la denuncia de unos números de la Guardia Civil al cantante Evaristo Páramos, por recitar la jota en su concierto. Un lío mediático con olor a verbena y fritanga que no se recordaba desde los ochenta, cuando las Vulpess salieron en la 1 de TVE tocando una versión de los Stooges retitulada «Me gusta ser una zorra» y la Conferencia Episcopal pidió la cabeza de Carlos Tena, director del programa. Al año siguiente acabaría con «La Edad de Oro», de la tristemente fallecida Paloma Chamorro, por incluir vídeos crowleyanos de Psychic TV y la performance de Jordi Valls, con denuncia por blasfemia incluida. Los dos periodistas no volvieron a levantar cabeza en lo profesional.

Esa década también fue testigo de la censura discográfica del grupo Kortatu, a los que cambiaron portadas e incluyeron pitidos sobre varias canciones, como se hacía en los setenta (en algunas emisoras de radio los discos con palabras inconvenientes eran rayados a mano en el surco «maldito»). Pero los tiempos ¿cambian? En los años noventa, los alcalaínos A Palo Seko publicaron su segundo disco con una portada que si entonces fue polémica y tuvo su censura en Japón, hoy habría llevado a sus responsables directos a un tribunal de justicia, como les llevó a otros, recordemos los casos de Negu Gorriak y Soziedad Alkoholika.

Mira que la Iglesia católica lo intenta con los sacerdotes rockeros y el gobierno con sus policías de calendario para adultos, pero desde las altas instancias se sigue condenando con mucha dureza la música popular y con ella cualquier veleidad y comentarios desafortunados a cuenta del dogma o las personas importantes. Aun así, no tengo noticia de quema pública de discos en España, tal y como se hizo en Estados Unidos, cuando los fundamentalistas cristianos protestaron contra los Beatles quemando sus elepés, o la manifestación del 79 en Chicago, donde una multitud de rockeros quemó discos de baile y funky, porque afirmaban que era música de negros para homosexuales. Mi hipótesis es que aquí, con lo que nos gusta condenar cosas y personas, los discos no han ido a parar a hogueras públicas por un simple motivo de dinero. Quizá son/eran demasiado caros para comprar y luego destruir. Una solución mucho más práctica y económica sería contribuir a no publicarlos o entorpecer su divulgación.

De la carrera de disparates cometidos en nombre de la censura franquista (la hubo antes y la hay ahora) sobre los libros, el arte, el teatro y el cine, existen abundantes datos y una extensa bibliografía. No tanta, ni mucho menos, sobre la persecución que la Iglesia y el Estado realizaron sobre la música. La razón es obvia. La música no ha tenido (ni tiene) en este país la suficiente importancia como para dedicarle un minuto, ni siquiera cuando ha sido objeto de represión. En la actualidad, salta a los espacios de entretenimiento que son los telediarios por el gancho de los sucesos penales o el oportunismo, con su torrente de manifestaciones, pero casi nunca desde una perspectiva que implique, además de conocimiento, cierta reflexión. Véanse los más recientes casos de «reapropiación cultural», término que muchos ha abrazado con más pasión si cabe que el de «régimen del 78»: uno, para relanzar la carrera de una solista que le pone letra al himno, emulando el espíritu patriótico de don José María Pemán, y dos, para generar esforzadas polémicas a cuenta del flamenco-pop, utilizando conceptos reivindicativos que tienen un interesante nicho comercial y cuota de influencers.

Las pocas investigaciones acerca de la censura en la música solo se habían centrado en la canción protesta, en torno a la Nova Cançó y el folk en Euskadi; sin embargo, la vigilancia sobre la música pop (el cuplé, el tango, la copla, los boleros, el pop-rock), las presiones políticas ejercidas a los artistas, las discográficas, emisoras de radio, los programas de televisión y promotores de conciertos, fuera del mundo del coleccionismo y los aficionados a la música, han sido consideradas un tema sin interés que tiene, por el contrario, una intrahistoria increíble. Miles de discos prohibidos, mutilados, «reeditados» en formas muy sui generis, conciertos suspendidos por orden de gobernación, artistas obligados a cambiar de imagen y repertorio, cuando no encarcelados, y público dispuesto a salir corriendo, si no querían recibir, como bis extra, un palo de los grises, quienes se empeñaban en esta tarea a título deportivo.  

La curiosa evolución de la censura en el franquismo y otros fenómenos extraños

La Policía de la Moral planeó sobre Televisión Española desde su inauguración en 1956, y fueron las actuaciones musicales las que salieron peor paradas. No estoy hablando de cantantes o grupos de pop-rock, sino de los mismísimos coros y danzas folclóricas que amenizaban los huecos de las primeras programaciones. Antes de que Elvis debutara cortado por la mitad en el show de Ed Sullivan, los técnicos hispanos ya tenían que improvisar formas muy parecidas a la hora de emitir estas actuaciones, puesto que solo podían mostrar a los cantantes y bailarines (ya fuesen de flamenco o muñeiras) de cintura para arriba. En este contexto, las cantantes femeninas casi nunca eran filmadas de cerca. Si era absolutamente necesario, cuando venía una solista importante, se la cubría con uno de los legendarios chales de la casa, grupo de trapos usados y dicen que sucios, con los que los ayudantes del regidor a veces tenían que perseguir a la artista mientras esta cantaba en directo, caso de la primera actuación de Josephine Baker en TVE. La situación rayaba, vamos a decirlo de una forma clínica y suave, en la esquizofrenia: un ejemplo, este texto de la censura condenando la filmación de un cuadro flamenco, donde se puede leer, tras la imposición de la multa correspondiente, esta descripción del clérigo: «… el muslo intensamente moreno, al destacar sobre la inmaculada blancura de la ropa interior, y especialmente de la braga…». El realizador del programa, uno de los pioneros de la televisión, Vicente Llosá, no pudo evitar remitir al devoto censor una carta con estas palabras: «… Y no solo acato respetuosamente la sanción, que considero justa, sino que respetuosamente me permito felicitarle por su texto y manifestarle que creo que ha equivocado usted su camino. Con este tipo de literatura haría usted una verdadera fortuna». (Miguel Pérez Calderón, Las mil y una noches de TVE, Ed. Santafé, 1982, pág. 43).

La «Cruzada de la Decencia» producía estos monstruos. Al respecto, hay que señalar, otra vez, que en la extensa bibliografía sobre la historia de la televisión en España, tampoco existe información en profundidad sobre los programas musicales. Y una curiosidad, mientras la censura se afanaba en supervisar el contenido de estos espacios, un lugar de la parrilla de emisión permanecía, más o menos, al margen de sus garras: la carta de ajuste, programa diario desde 1966 a los años ochenta, fue un inesperado terreno de semilibertad, donde músicos y técnicos de la sección de Ambientación Musical de RTVE emitieron toda clase de estilos, algunos imposibles de creer en aquella época: el jazz, la música contemporánea y el pop-rock.

La música en sí misma carecía del peso suficiente como para tomarla en cuenta, salvo si iba acompañada de bailarinas más o menos ligeras de ropa, haciendo movimientos sugerentes que podían ser criticadas desde una actitud condescendiente o racista, como ya se hizo con los primeros intérpretes de hot jazz llegados a España. Lo que importaba era el texto, y los censores actuaron buscando en las letras posibles ofensas a la moral, el Estado, o lo que ellos considerasen expresiones de mal gusto, indecorosas y «antiespañolas».  

Ahora comenzamos a hacernos una idea de cómo fue el proceso de editar una canción y publicar un disco, además de las sustanciales diferencias que este requirió según la época. Contrariamente a lo que se pudiese pensar, cuanto más nos acercamos al final de la dictadura, más complicado se hizo. A partir de los años setenta, cualquier canción que se quisiese publicar en España había de ser remitida (en dos copias) a la Dirección General de Radiodifusión y Televisión para «su evaluación», aunque los criterios eran desconocidos; es decir, quedaban al arbitrio de los censores y la autoridad. Es concretamente en el año 70 cuando se establece que el Ministerio de Información de Turismo, a través de su Dirección General de Cultura y Espectáculos, será quien establezca los permisos de edición y difusión de los textos grabados. Y todavía más: en caso de haber recibido la aprobación, estas instancias se reservaban el derecho de anularlas en el último momento, por cualquier motivo que se les ocurriese. Doble control para emitir y publicar los discos por medio de instancias diferentes, que a veces no coincidían en el veredicto, con resultados esperpénticos (canciones prohibidas en la radio que se podían comprar en las tiendas, o al revés).

Las razones de este celo musical en los últimos años de la dictadura no fueron, desde luego, una conversión del Gobierno y sus cuadros de mando al pop, sino la enorme demanda del público y las cada vez más numerosas peticiones de las empresas por editar música, tanto nacional como extranjera. Como explica el periodista Xavier Valiño en el libro de su tesis doctoral, Veneno en dosis camufladas (Ed. Milenio, 2012), un concienzudo estudio sobre la censura discográfica en los años setenta, realizado con los documentos que aún quedan en el Archivo General de la Administración, no veríamos a ningún ministro, ni siquiera a un subsecretario, controlando personalmente las letras de Bob Dylan, como sí sucedió con algunos libros, pero se crearon fuertes cortapisas para impedir que el contenido de las canciones llegara tal y como y sus creadores lo habían concebido, en el caso de que los vigilantes las considerasen inadecuadas, siempre con ese afán proteccionista y guardián del Estado sobre los españoles. Sin una normativa dada por escrito sobre qué conceptos eran los que se debían censurar en los discos, los lectores de canciones se limitarían, pues eso, a prohibir lo que no se podía decir o mostrar en una representación musical. Que es un terreno tan estéril como incomprensible, entonces y ahora, si me permiten la opinión. Pero nos podemos imaginar que venía a ser lo mismo que ahora: aparte de las alusiones al sexo, cualquiera que estas fuesen, los mensajes supuestamente contrarios al orden social, familiar y al Estado (la puesta en duda de la unidad nacional era severamente perseguida), y las menciones «malintencionadas» a figuras del Gobierno o conceptos religiosos, cualesquiera que estos fuesen.

En esta cruzada paranoica no se libraba nadie: hasta los discos infantiles estuvieron bajo la lupa de los censores, que no veían con buenos ojos la brutal narración que los hermanos Grimm describían en las aventuras de Hansel y Gretel, pidiendo que se suprimieran y suavizaran algunos detalles en la historia de abandono parental, violencia y antropofagia. Además de los discos de folk, los censores se empleaban a fondo contra las muestras de humor en el pop: los discos de rock satírico fueron muy censurados, el debut de los fascinantes y olvidados La Colitis Vasilona («El caballo Melchor»). Esta es la versión sin cortes:

Lo sorprendente fue enterarnos por el trabajo de Valiño que estos censores musicales no pertenecían a la nómina numerosa y habitual que se disponía para el cine y la literatura, donde había obviamente varios sacerdotes, sino un grupo de cuatro funcionarios que dominaban idiomas y que para casos «extremos» recurrían al clérigo censor. Muchas veces las discográficas «hablaban» con sus superiores, intentando colar sus productos sin que pasara por la censura. A juzgar por los expedientes, el trabajo de la censura operaba sobre las letras pero no escuchaban los discos, lo que provocó situaciones descacharrantes, como publicar el single «Je T´aime Moi Non Plus» de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, eso sí, con la portada cambiada, y tener que prohibirlo precipitadamente, tras descubrirse que no era, desde luego, un simple instrumental.

Los censores destrozaron portadas y suprimieron canciones en más de mil discos y prohibieron la difusión de casi cinco mil canciones. La presión obligó a muchos artistas nacionales a grabar y publicar en otros países. Con las fotos cambiadas, algunas diseñadas expresamente para el mercado español, o mutiladas de forma ridícula, todos ellos son ahora codiciado tesoro para coleccionistas.   

Lo mismo sucedía con los espectáculos, conciertos, obras de teatro, emisiones en televisión… todos pasaban idéntico proceso. Chales y floripondios seguían usándose para tapar escotes y vestidos cortos, así como un surtido de sombreros para recoger las melenas. La autoridad podía cancelar un concierto minutos antes de comenzar o presentarse en medio de la actuación. Un ejemplo, la detención del grupo de rock satírico Desde Santurce a Bilbao Blues Band, ejecutada por el gobernador civil de Guipúzcoa en noviembre de 1975: «Se indica que los miembros del conjunto pronunciaron frases y adoptaron un tono de voz y gestos externos de mofa, contrarios al respeto de las figuras del jefe del Estado, príncipe de España y otras personalidades, instituciones y cuerpos de la nación». Fue unos días antes de la muerte de Franco, y las leyes de la popular Transición, en principio, acababan por fin con la censura sobre la producción discográfica, aunque hasta diciembre de 1978 y la llegada de la Constitución aún hubo normativas que sugerían a los sellos discográficos lo «oportuno de consultar con dirección» en caso de discos «problemáticos». Pero, y esto sigue hasta el día de hoy, la actuación de un juzgado, respaldada por determinadas leyes, puede llevar a un disco o un artista al consiguiente proceso por ofensas apreciadas por un particular o colectivo. Las empresas del disco y los propios artistas decidieron entonces autocensurar sus productos: así se evitaban los pleitos, o algo mucho peor, ver sus canciones condenadas a no ser difundidas. Por ejemplo, en 1979, un cantante tan aparentemente libre de sospecha como Miguel Bosé cambió el título de una canción de contenido enigmático: de «Vota Juan 23» en el resto de Europa, pasó a llamarse «Vota a Juan 26», para no levantar suspicacias con la iglesia, pero entonces todo se vuelve más confuso:

Más revelaciones. Esta, en concreto, me llevó a cuestionarme algunas ideas que yo creía tener más que claras. En el documental que le hizo Fernando Trueba, Mientras el cuerpo aguante (1982), el cantautor Chicho Sánchez Ferlosio decidió, por voluntad propia, incluir un par de pitidos de censura cuando interpretaba la segunda parte de sus «Coplas del Tiempo», dedicadas a los ministros de los años sesenta, cuando apoyaba la huelga de los mineros asturianos. ¿Por qué, si ya había libertad de expresión? El artista confesó que, sencillamente, «no quería herir a personas vivas».

La autocensura de hoy no tiene el estricto sesgo moral que aplicó Sánchez Ferlosio a su música en aquella película. Se rige por los parámetros de la demanda económica, la supervivencia en un mundo que juega con las cartas marcadas y exige contradicciones a cada paso, traiciones a las expectativas, sobre tu propia identidad como individuo. Lejos de asumirlas y ponerlas al servicio del debate, se lleva con orgullo ser necia y bocazas. Reconozco que soy igual de bocas y no he aprendido nada de provecho escuchando pop-rock, a diferencia de nuestros líderes, los que han estudiado metafísica de las costumbres con La Polla (Records). Siempre me acuerdo de esta historia. Eres un joven músico que llega a Estados Unidos para actuar por primera vez en un popularísimo programa de televisión. Tu discográfica te ordena que toques «Less Than Zero», pero como tú crees que el público quizá no la va a entender, porque habla de personajes de la política de tu país y lo mismo se hace un lío con los nombres, prefieres tocar «Radio, Radio». Entonces, la productora de la tele te prohíbe que también cantes esa, porque no les gusta el tono, es ofensiva.

Elvis Costello estuvo doce años vetado en el programa. Esa es la actitud.

Enrique Jardiel Poncela: humor se escribe con hache

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Inverosímil, Jardiel Poncela. Imagen: RTVE.

Enrique Jardiel Poncela tenía en mente la preparación de su autobiografía, de título provisional Sinfonía en mí, cuando le sobrevino la enfermedad. Murió de forma temprana, a los cincuenta y un años, en la ruina económica y el ostracismo de una generación que se había nutrido de él pero le negaba el saludo. Para ese libro, el escritor estaba recopilando el extenso material que poseía, correspondencia, diarios, material gráfico… con el objeto de conformar lo que sería su «Automoribundia», pero a la jardeliana.

A falta de esa sinfonía, existen multitud de publicaciones sobre la vida y la obra de Jardiel, entre estudios, tesis doctorales y monografías, señal inequívoca de su importancia dentro de la literatura post-generación del 98 y pre-generación del 27; mejor dicho, de la «otra» generación del 27, la de los literatos «no serios». Entre las obras más conocidas, las espléndidas biografías que firmaron dos amigos del autor, Miguel Martín (El hombre que mató a Jardiel Poncela, Planeta, 1997) y Rafael Flórez (Mío Jardiel, Biblioteca Nueva, 1966). Otras han sido escritas por sus familiares. Por ejemplo, tenemos el libro de su hija mayor, Evangelina (Mi padre, Biblioteca Nueva, 1999), donde se incluye mucha de la correspondencia que iba a ir en aquel proyecto malogrado. Su nieto, el también escritor Enrique Gallud Jardiel, ha publicado, además de la reedición de un par de volúmenes con textos poco conocidos (El amor es un microbio, Azimut, y El plano astral y otras novelas cortas, CSIC/Ediciones Ulises, 2017), tres libros sobre don Enrique: La ajetreada vida de un maestro del humor (Espasa, 2001) y dos estudios sobre su obra, El humor inverosímil (Fundamentos, 2011) y La risa inteligente (Doce Robles, 2014).

El personaje de Jardiel ha sido sometido a una batería interminable de juicios gratuitos. En su abundantísima colección de textos se encuentran, paso a paso, las huellas de su biografía, pero ambas, obra y vida, han sido sistemáticamente malentendidas o vilipendiadas, sin tener, además, en la mayoría de las ocasiones, demasiado conocimiento sobre ellas. Ya en vida, el autor tuvo sus más y sus menos con la crítica y algunos compañeros de generación. Es cierto que fue muy popular, cosechó grandes éxitos en el teatro y la prensa, pero, por decirlo de una forma diplomática, no recibió el aprecio del mundo literario ni tuvo de su lado a casi nadie en la academia. Mucho menos en la política. Como si estuviesen apuntando ideas para una comedia suya, el reestreno de 1996 en el Teatro Español de Carlo Monte en Montecarlo provocó un debate en el Parlamento de la Comunidad de Madrid sobre si «era o no pertinente» traer de nuevo a Jardiel a la capital. Su vida, que comenzó de forma plácida, se fue complicando poco a poco, convirtiendo al joven ciclotímico, que combinaba episodios de euforia con momentos de depresión, en un hombre taciturno y lleno de amargura. Su personalidad ambivalente se proyecta en lo que escribió, páginas deslumbrantes de genialidad y desafortunadas declaraciones en los momentos más bajos.

La obra de Jardiel es gigantesca para una vida tan breve (cuatro novelas, casi cincuenta comedias y un número inabarcable de textos periodísticos, piezas breves, guiones y dibujos). Pero lo es más por su imaginación, su arrollador dominio del lenguaje y el carácter audaz que abrió en cine y, sobre todo, en el teatro. Por esa fecundidad y la existencia agitada (aunque no tan corta, eso sí), el personaje de Jardiel ha sido comparado algunas veces con el también madrileño Félix Lope de Vega y sus cuitas personales con empresarios, escritores rivales y líos amorosos con actrices. Una obra producto del talento, pero, sobre todo, de la dura y constante disciplina de trabajo, a la que él atribuía el 98% del resultado. Jardiel trabajaba sin descanso en los cafés de Madrid, pertrechado de un equipo más propio de diseñador gráfico que de escritor: varias libretas y cuadernos, papeles de diferentes tamaños y color, plumas y lápices, reglas, tijeras, pegamento, secantes, sellos, recortes de periódicos… Su querencia por el café no era esnobismo, sino refugio en la calefacción y el aire fresco de las noches de Madrid, cosas de las que carecía su casa, el altillo de la calle Infantas. Luego se convirtió en una costumbre, y hasta en los estudios de Fox Film le tuvieron que apañar un pequeño escritorio pegado a la cafetería.

Pese a las numerosas adaptaciones de sus comedias para cine y televisión, la obra, especialmente la narrativa, es «rara» y no muy leída. Los textos de Jardiel están guardados en el cajón del «humorismo», como un género de segunda. Algo que puede hacer cualquiera. Efectivamente, cualquiera puede practicar humor, pero eso no lo convierte en un humorista. Como mucho, diría el maestro, siguiendo la lógica absurda, pero implacable, de su lenguaje, en un cualquiera. El humor era muy importante para Jardiel, un asunto que había que tomarse en serio. Por eso, su primera novela (larga) sostuvo la tesis de que, como todos los conceptos claves de la vida, el humor se escribía con hache. No así el amor, que era una cosa mucho más difícil de creer y de escribir sobre ella sin aguantarse la risa.

Estos son unos breves apuntes acerca de la obra de Enrique Jardiel Poncela, que gira casi exclusivamente en torno a dos temas, el amor y el humor. Adivinen cuál es el que sale peor parado.

El humor, según Jardiel

En literatura, como en política, no existe ningún otro mecanismo que desarme y provoque más hilaridad que expresar la realidad de forma obvia, sin adornos, aunque la intención y los resultados no sean los mismos. Por ejemplo, cuando el vicesecretario general de comunicación del Partido Popular, después de ser preguntado por la trama de corrupción conocida como Gürtel (todo esto, el cargo y la trama, ya serían objeto de chiste en el universo jardeliano), dijo que él, cuando aquello, «estaba en COU, creo», pues causa primero desconcierto y después, carcajada. Contar las cosas así es el recurso más infalible del humor, porque, en palabras del escritor, «resulta increíble, y lo increíble produce un regocijo contaminante». Jardiel escribía verdades tan pasmosas que la gente, asombrada, se partía de risa cuando las escuchaba en boca de sus personajes, o del propio autor, cuando este leía sus conferencias:

Hace dos días recibí una invitación que dice: el presidente del Ateneo de Madrid tiene el gusto de invitarle a la conferencia que pronunciará don Enrique Jardiel Poncela… Por eso estoy aquí.

Pero Jardiel no estaba en un cargo político para hacer reír. Desmarcado de la idea del humor como simple entretenimiento, Jardiel abraza el género como una postura existencial. Actitud rebelde frente a la vida que carece de sentido: un arte absurdo, conformado por una serie de viñetas descabaladas sobre la gente y las situaciones de la actualidad. Jardiel es heredero de las vanguardias y del grupo dadá, furioso con la política. A diferencia de los poetas y dramaturgos «comprometidos» en la palabra, Jardiel se zambulle en un lenguaje nuevo para manifestar su feroz individualismo y su desprecio de cualquier tipo de seriedad formal. El humor será su arma y nunca habrá salido tan cara a quien la usa en la literatura española. Bueno, sí, a Pedro Muñoz Seca, que le asesinaron por ser humorista y católico. A Jardiel también le dieron el paseíllo por haber manifestado su simpatía por las derechas, pero se libró del fusilamiento, aunque le dolió más que le confiscaran el Packard, su posesión más preciada. Después, en la posguerra, sufrió un duro boicot de la prensa y la censura revisó las páginas de sus comedias, prohibiendo la publicación de alguna. Grupos de matones acudían a los estrenos para reventarlos y el público se enzarzaba en peleas en el patio de butacas. En 1944, y con gran esfuerzo por reflotar su maltrecha economía, viajó a Argentina con una compañía financiada por él mismo, ayudado en el papeleo por Ramón Gómez de la Serna. Empezó muy bien, pero a los pocos días el público dejó de acudir. Los intelectuales republicanos que se habían refugiado de la contienda le difamaron y boicotearon las funciones. Grupos antifascistas en Uruguay lanzaron bombas de alquitrán contra el escenario. Le llamaban «la embajada franquista». Cuando don Enrique volvió a España, traía una depresión y el principio de un cáncer de laringe que le llevaron a la tumba pocos años después.

Eloísa está debajo de un almendro, 1943. Imagen: CIFESA.

Para Jardiel, el humorista debe mantener un respeto escrupuloso por el público, no tratarlo como si fuese tonto, pero al mismo tiempo olvidarse de las concesiones en aras de la popularidad. Rechaza el casticismo y las figuras recurrentes del humorismo nacional, salvo si es para hacer chanza de los clichés tradicionales del sainete. Este diálogo al comienzo de Eloísa está debajo de un almendro es muy revelador:

ESPECTADOR 4.° —¡Vaya mujeres! (Al otro.) ¿Has visto?

ESPECTADOR 5.° —¡Ya, ya! ¡Qué mujeres!

ESPECTADOR 6.° —¡Vaya mujeres!

ESPECTADOR 1.° —¡Menudas mujeres!

ESPECTADOR 2.° —(Al 1°) ¿Has visto qué dos mujeres?

ESPECTADOR 1.°—Eso te iba a decir, que qué dos mujeres…

ESPECTADORES 1.° y 2.°—¿Te has fijado qué dos mujeres?

ESPECTADOR 3.°—Me lo habéis quitado de la boca. ¡Qué dos mujeres!

MARIDO —(Aparte, al Amigo, hablándole al oído.) ¿Se da usted cuenta de qué dos mujeres?

AMIGO —¡Ya, ya! ¡Vaya dos mujeres!

ACOMODADOR —(Mirando a las Muchachas.) ¡Mi madre, qué dos mujeres!

ESPECTADOR 7.° —(Pasando ante las Muchachas.) ¡Vaya mujeres! (Se va por el foro.)

MUCHACHA 1.ª —(A la 2.ª, con orgullo y satisfacción.) Digan lo que quieran, la verdad es que la gracia que hay en Madrid para el piropo no la hay en ningún lado…

MUCHACHA 2.ª —En ningún lado, chica, en ningún lado.

Madrid es el centro del universo jardielano, pero es un lugar idealizado, solo existe en la imaginación y la curiosa forma de ver el mundo de su autor. Los escenarios de las comedias y las novelas pasan por países exóticos, hoteles de cinco estrellas, safaris o viajes al Polo Norte, castillos medievales y laboratorios con retortas y diseños de mecanismos increíbles… Los argumentos van un paso más allá del simple juguete cómico o la farsa: dentro de la simplicidad del contenido, mantienen niveles de intriga y tensión sobre trasfondos muy poéticos y, en los últimos años, una más que negra visión social y humana. Jardiel usa el humor para volcar sus opiniones, cada vez más pesimistas, sobre las relaciones personales, la política y la filosofía, pero siempre desde una óptica muy elegante a la par que estrafalaria. Aborrece los chistes gruesos y la sátira, porque son ejercicios sangrantes y no sirven como divertimento ni como ejemplo didáctico.

Es fácil expresar estas premisas, lo complicado es desarrollar argumentos sorprendentes y hacer hablar a sus personajes como no se había hecho hasta entonces en el teatro cómico. El humor de Jardiel no es esperpento ni astracán, recursos decimonónicos, es una pirueta más moderna y airada. El resultado es muy similar a lo que hacían los Hermanos Marx y, especialmente, la screwball comedy de Hollywood. La situación anímica del escritor y las circunstancias socioeconómicas se daban en paralelo en ambos países: los vaivenes de la política española y la Depresión en Estados Unidos coincidían con los fracasos amorosos y el enfrentamiento de Jardiel con censores y críticos. El autor, además, bebe de las mismas fuentes que este género cinematográfico: las farsas del teatro clásico y la obra de Oscar Wilde, uno de sus máximos referentes.  

Las comedias de Jardiel hablan casi únicamente de sexo, pero sin decirlo ni mostrarlo. Como en una película de Leo McCarey, los protagonistas masculinos son tipos excéntricos (siempre son trasuntos de su autor, siempre deseoso de encontrar un ideal de amor imposible) que se meten en constantes problemas con personajes femeninos mucho más fuertes y desenvueltos que ellos, estableciendo una lucha por el poder a través de frases cortantes, rápidas, llenas de dobles y triples sentidos y una situación apurada tras otra. Todo ello lleva a desenlaces inesperados o, incluso, incomprensibles. Jardiel fue un maestro en planificar situaciones absurdas que se solventaban de forma aún más rara. Por ejemplo, el protagonista de Espérame en Siberia, vida mía se pasa la novela huyendo de una muy peculiar organización de asesinos que él mismo ha contratado para liquidarlo. Al final, cuando consigue librarse de su perseguidor, va y se mata cayéndose por las escaleras.  Las mujeres de la obra de Jardiel son parodias de la vampiresa de la época, donjuanes femeninas que destrozan las ilusiones del hombre, y en ellas vuelca el autor su inquina, siempre reflejando una experiencia personal que le marcó duramente. Más que misoginia, lo de Jardiel era misantropía galopante, pero, por si queda alguna duda, se puede echar un vistazo a textos como «El sexo débil ha hecho gimnasia».

En Hollywood

En 1932, Jardiel ya había publicado su trilogía sobre el donjuanismo, Amor se escribe sin hache (1928), Espérame en Siberia, vida mía (1929) y Pero… ¿Hubo alguna vez once mil vírgenes? (1930), burla —muy amarga— de las novelas eróticas que aparecían en publicaciones como El Cuento Semanal. La reacción del público fue entusiasta (igual en la posguerra, aunque incomprensiblemente se publicaran censuradas «por inmorales», mientras que las versiones sin tachar se vendían bajo cuerda). Sus colaboraciones en prensa (el semanario Buen Humor) gozaban de gran popularidad y estas novelas fueron recibidas con agrado. La combinación de personajes y situaciones descabelladas, esa abundancia de personajes secundarios que daban un contrapunto divertidísimo a los principales, los dibujos y rótulos ultraístas que salpicaban el texto (obra del propio Jardiel, caricaturista de nivel, además de escenógrafo y figurinista), las inéditas apelaciones al lector que rompían la narración y las notas cómicas a pie de página… las han convertido hoy en un clásico de la literatura del siglo XX. Pero, acuciado por la necesidad económica, el autor había dirigido sus esfuerzos al teatro y tenía estrenadas tres comedias, a punto de llevar a las tablas la versión de su tercera novela, titulada Usted tiene ojos de mujer fatal. José López Rubio lo llamó desde Los Ángeles, ofreciéndole en nombre de la productora Fox un sustancioso contrato para adaptar versiones sonoras y latinas de éxitos de Hollywood, con posibilidad de dirigir las películas. Jardiel hace dos viajes, en 1932 y en 1934, y trabaja con denuedo escribiendo guiones, planificando escenas y decorados. Los medios del cine americano le deslumbran y avivan su imaginación para aplicar estos recursos al teatro español: escenarios polivalentes, móviles, plataformas para iluminación y un sinfín de ideas que él mismo desarrolla en un proyecto, con primorosa maqueta incluida, al que nadie hará caso. Además de la idea de los celuloides rancios, encargo de la Fox de incorporar comentarios hablados a una serie de películas mudas que él decide interpretar con chistes, escribe y dirige Angelina o el honor de un brigadier, opereta ¡en verso! que es recibida con asombro por figuras del mundillo, como Charlie Chaplin, una de las estrellas cautivada por el talento de estos españoles estrafalarios. Otro autor que quedó encantado con el genio de Jardiel fue el dramaturgo Noël Coward. Tanto que su comedia de 1941 Un espíritu burlón era un plagio bochornoso de Un marido de ida y vuelta, que el madrileño le había enviado en 1939 para que el prestigioso autor la tradujese al inglés. Jardiel le escribió pidiendo explicaciones, pero el inglés se hizo el sueco.

Jardiel y el elemento fantástico.

Y en todas las comedias que he producido hasta el presente (…) se encuentra la fantasía —la imaginación, la inverosimilitud— presidiendo el tema, la acción, los tipos y el diálogo, conducta, fin y objeto que pienso guardar asimismo fielmente en el futuro. Pues, ¿valdría la pena sentarse ante una mesa, dispuesto a producir una fábula teatral, sin haber contado previamente con edificarla elevándola hacia lo fantástico?

Además de novelista, Jardiel quiso ser un escritor «serio». Lo fue siempre, pues su humor procedía de un profundo desgarro personal. Pero sobre estas comedias, especialmente las más brillantes, y gran parte de su narrativa, planearon elementos del género fantástico y el suspense. Fantasmas, espíritus y misterios llenaron la obra de Jardiel, no como simples elementos decorativos, sino como poéticos y potentes símbolos del desamparo y la soledad. Más aún, de la penosa situación de la sociedad española tras la Guerra Civil (Eloísa está debajo de un almendro, Los habitantes de la casa deshabitada, Blanca por fuera, rosa por dentro, Las siete vidas del gato…). Su primera nouvelle, El plano astral, se fijaba en las inquietudes del espiritismo y la teosofía. Dedicó varios relatos a convertirse en ayudante de Sherlock Holmes y se atrevió a sugerir una tesis para la identidad de Jack el Destripador. Siguiendo la tradición del teatro clásico, convirtió al demonio en protagonista de una comedia (Las cinco advertencias de Satanás) y desafió al tiempo en una de sus más bellas creaciones (Cuatro corazones con freno y marcha atrás). La tournée de Dios (1932), su cuarta novela, sigue causando asombro. Solo a Jardiel se le podía ocurrir que Dios (un Dios pero que muy particular, por otra parte) quisiera venir a la tierra, eligiendo como lugar de «aterrizaje» el cerro de los Ángeles, en Getafe, y tras unas semanas de visita consiguiera hacer enfadar a todo el mundo, volviéndose a casa completamente solo. Obviamente, fue prohibida por la República (por meapilas). Después, por el franquismo (por anticlerical). Ni don Pío Baroja, que detestaba a unos y a otros, consiguió una cosa semejante.


Do the drag

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Con faldas y a lo loco, 1959. Imagen: United Artists / Ashton Productions / The Mirisch Corporation.

El cine y el espectáculo han contribuido de forma decisiva a la evolución de los roles de género y los cambios en las ideas y conductas sobre la sexualidad. Hace veinticinco años ya del estreno de la comedia Mrs. Doubtfire. El desaparecido Robin Williams se consagró con esta película (en España le pusieron un título que sonaba bien extraño, Señora Doubtfire, papá de por vida). Antes, Williams ya había interpretado a personajes travestidos, como el protagonista de El mundo según Garp (George Roy Hill, 1982), en un registro muy diferente, dramático y rodeado de personajes al límite, como el del transexual que encarnaba John Lithgow. Esta, en cambio, era una película sensiblera; en ella, el actor desplegaba sus ilimitados recursos de comediante. Daba vida también a un actor, esta vez de doblaje y en baja forma, que no quería renunciar a sus hijos tras perder la custodia en el divorcio. Para ello, se transformaba en su improbable niñera, la excéntrica señora de avanzada edad. Con ese disfraz los equívocos y las situaciones cómicas se sucedían, hasta la revelación de quién era quién en el embrollo. Williams y el director Chris Columbus hicieron su propia lectura de la figura drag, excesiva en las maneras ,y de nuevo, empeñados en la ridiculización de la mujer de la tercera edad.

Desde luego, una labor no tan arriesgada como el personaje que Dustin Hoffman llevó al éxito en la década de los ochenta: su Dorothy Michaels, de Tootsie (Sydney Pollack, 1982); de nuevo, el actor veterano y en paro que decide travestirse de mujer para conseguir trabajo en una serie, con idénticos enredos y confusiones. Aquí, sin embargo, venían acompañados de una reflexión muy dura sobre las exigencias del mundo de la imagen y el abuso de poder sobre la mujer en los espacios de trabajo. Ese mismo año, Julie Andrews protagonizaba un memorable remake de la comedia alemana Victor Victoria (Blake Edwards), con trama parecida, la cantante en paro que es convertida en actor travesti para conseguir un puesto en un musical.

Tiempo atrás, dos actores daban vida a un par de músicos, testigos accidentales de la famosa matanza de San Valentín, que para salvar la vida decidían ocultarse en una orquesta de hot jazz femenino, comportándose como si fuesen dos mujeres más. Era Con faldas y a lo loco y nunca fue tan radical la sátira de Billy Wilder y el cambio de roles de género en el vodevil: a falta de uno, eran dos los hombres que actuaban como mujeres dentro de un universo femenino, que a su vez rompía las reglas establecidas en 1959: la orquesta de señoritas se comportaba como una orquesta masculina, pues viajaban solas y vivían de la música. Wilder ponía patas arriba la construcción de la identidad de género, cuando Jack Lemmon/Daphne bailaba tango con el gran Joe E. Brown, que también había encarnado a hombres disfrazados de mujer en diversas comedias.

La Mrs. Doubtfire de Robin Williams fue por entonces la última de una serie de, perdón por el barbarismo, «impersonaciones», realizadas en cine y teatro por actores y actrices, ya fuese en comedia, dramas, musicales o incluso géneros más sorprendentes, como el wéstern y las aventuras infantiles. El número de obras que han incluido a personajes disfrazados de otro sexo nos ofrece un retrato exacto de la percepción social y artística sobre la idea de género y sus cada vez más imprecisos límites. Hasta el día de hoy, cuando ya no queda posibilidad de establecer un patrón concreto sobre lo que sea una mujer o un hombre, si nos atenemos exclusivamente a lo biológico o lo normativo. Tras el boom de las comedias de drag queens de los noventa hay un cine que refleja los problemas diarios de la lucha transexual, el drama de las relaciones sociales en países que prohíben y entornos familiares que no aceptan otros tipos de elecciones.

Ajustándose a las exigencias o luchando contra la demanda de las productoras, el cine ha pasado por tiempos benignos para la expresión de la libertad sexual y otros mucho más encorsetados y machistas. Es el caso de la historia reciente del espectáculo español, en el cual, si bien nunca dejaron de existir los números de drags y cross dressing, hubo que sortear la censura y unas leyes muy peligrosas para quienes los ejecutaban. Por ejemplo, Paco Martínez Soria estuvo entre 1947 y 1967 representando en Madrid y con gran éxito una versión de La tía de Carlos, vodevil británico de finales del siglo XIX, que fue llevado al teatro y al cine en media Europa, pero aquí convenientemente edulcorado y reducido a un cliché de chistes homófobos cuando el actor aparecía en escena disfrazado de señora. No es extraño que la figura del travestido fuese aceptada como vehículo cómico, incluso tolerable en momentos tan difíciles, porque es identificada como una vertiente del fetichismo heterosexual, lo que no entra en colisión directa con la identidad de género masculina ni cuestiona los valores machistas, como sí lo hace el hombre con categorías afeminadas.

La versión de La tía de Carlos para el cine, el trabajo póstumo de Martínez Soria, sin embargo, fue un fracaso comercial. La razón: era 1982 y el país ya había visto las películas de Pedro Almodóvar. Entre estas dos fechas, las de la posguerra y las del famoso mundial de fútbol, hay una tradición de artistas que, con menos facilidad y papeles de mayor compromiso, actuaron travestidos para la ocasión o tal y como eran en su vida cotidiana. Aunque hasta la fecha en el cine español apenas se ha realizado un cine queer especialmente radical, más preocupado de no ofender al público hetero y por ello redundar en la vena cómica o exagerada, están los ejemplos aclamados del tardofranquismo: José Luis López Vázquez y su impresionante creación de Adela Castro en Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1971) o José Sacristán, en Un hombre llamado Flor de Otoño (1978), la película de Pedro Olea inspirada en la vida de Luis Serracant, el abogado travesti. Por encima de todos nos conmueve la figura del pintor y cantante José Pérez, Ocaña, a quien Ventura Pons dedicó su primera película, el documental Ocaña, retrato intermitente (1978), que este no era personaje de ficción, sino la propia realidad deslizándose en el margen de las ficciones:

La posición de hombres y mujeres en el mundo del espectáculo siempre ha sido un síntoma del estado de las cosas y un asunto a debatir. Después de años de problemas por hacerse un hueco en los escenarios, las mujeres coparon papeles en los teatros, incluso con personajes masculinos. Las artistas femeninas eran omnipresentes a comienzos del siglo XX. Tras la llegada de los intérpretes de tango, que devolvieron al artista masculino, aparecieron los primeros imitadores, hombres que se transformaban en mujeres y replicaban las voces, el vestuario y los movimientos de las más famosas cupletistas, bailarinas y actrices. El transformismo tuvo una época de plenitud en la España de entreguerras, con figuras como Edmond de Bries, Derkas o Escamillo, quienes seguían las directrices de aquel coloso de la imitación que fue Fregoli, antes de la llegada de las dictaduras y las leyes de peligrosidad social. También hubo transformistas femeninas, como Teresita Saavedra, que daba vida al protagonista masculino en El Príncipe Carnaval, en 1916. Tras el franquismo, aunque no desaparecieron (artistas como Johnson, el «rey del Molino», y el Gran Gilbert, en la Bodega Bohemia, desafiaron a la censura con sus lentejuelas y pestañas postizas durante años), volvieron con más fuerza y perfeccionaron el modelo. Algunos eran tan increíbles que las artistas originales se reconocían más genuinas, más ellas, en esas imitaciones espectaculares que les rendían. Es el caso de Lola Flores y Juan Gallo, uno de los zarzarmoras, o transformistas especializados en la Faraona.

Sabemos que la costumbre de disfrazarse con ropas de género distinto no es patrimonio del teatro o el cine. Es tan antigua como la humanidad y está presente en todas las culturas, con significados religiosos y ceremoniales. Las obras con personajes travestidos son una tradición en Europa que se remonta por no irnos más atrás al teatro del siglo XVII, motivada irónicamente por la Iglesia y su prohibición a las mujeres de pisar los escenarios. Con este afán moralizante y ganas de ridiculizar a los que se atreviesen a desafiar la norma se escribieron comedias en las que aparecían mujeres disfrazadas de soldado y hombres vestidos de damas para provocar la risa en el público, al tiempo que advertían a quienes osaran salirse de la vestimenta y la conducta predeterminadas. La palabra «drag», de hecho, se utiliza con ese significado alternativo de hombre vestido de mujer por el momento en que los actores aparecían en escena, arrastrando (drag) los largos vestidos femeninos.

Ya muy entrado el siglo XVIII las actrices volvieron al teatro haciendo lo que los actores: interpretar personajes masculinos. Los historiadores apuntan que esta vuelta de las actrices travestidas no se hizo, precisamente, con una intención noble, sino solo para que estas ellas, en un momento dado de la actuación, revelaran su condición sexual mostrando una parte muy concreta de su anatomía tras el disfraz. Aparte de la picardía, grandes figuras como Sarah Bernhardt, Lola Membrives y Maude Adams dieron vida a Hamlet, Peter Pan, Rostand… El cine mudo incorporó esta práctica, que venía del teatro y los musicales, donde triunfaron Vesta Tilley, Della Fox y Kathleen Clifford (ella se anunciaba como «el chaval más listo de la ciudad», igual que Celia Gámez cantaba «El pichi», vestida de tunante castizo).

La cómica Judy Holliday se transformó en un hombre asombroso para La costilla de Adán, de George Cukor, lo mismo que Anne Heywood interpretó a un transexual en I Want What I Want (1972, John Dexter), sorprendente película británica basada en el best seller de Geoff Brown. Ahora bien, las perspectivas del cross dressing son muy diferentes si las protagonizan las mujeres. Cuando ellas se travestían era con la intención de acceder a una esfera laboral, social y artística que les estaba vedada por su condición sexual: militares, aventureras, estudiantes universitarias o clérigos (recordemos a Barbra Streissand y su oscarizado Yentl, en la que se disfrazaba de hombre para poder estudiar el Talmud y ordenarse rabino, y a Marlene Dietrich, desafiando a la comunidad de expatriados, cuando aparece con esmoquin y chistera en el escenario de Marruecos (Josep von Sternberg, 1930) y termina besando a una espectadora, con el público entre incómodo y fascinado).

En el caso de los hombres, la impersonación de mujer ha sido casi siempre un recurso cómico para divertir a la audiencia y provocar malentendidos subidos de tono, cuando no una forma de burlarse directamente de determinados tipos femeninos. Hombres disfrazados de mujeres que no pertenecen al canon de belleza o social establecido: imitar a señoras mayores y anticuadas, brujas, gordas, raras, etc., siempre en una divertida situación de enredo para conseguir 1) los favores de la chica guapa, 2) una suma de dinero —ese Jeff Bridges, en Un botín de 500.000 dólares, broma de Michael Cimino—  y 3) una forma de burlar a la ley o salir de una situación difícil. Siguiendo el clisé de la tía de Carlos, recuerdo, por ejemplo, a doña Croqueta, la criatura del cómico Simón Cabido: una turista estrafalaria, en sus duelos cómicos con Juanito Navarro (doble ridiculización, porque este le daba la réplica interpretando a un paleto de pueblo). Papeles muy difíciles de ser creíbles o medianamente respetables, siquiera por las supuestas risas.

Estoy pensando en los personajes de Esta abuela es un peligro, de Martin Lawrence, la tristísima bufonada de Jack y su gemela, de Adam Sandler, o ya, en un tour de force que habría que dejar para un estudio aparte, el minstrel al revés de Dos rubias de pelo en pecho, de los hermanos Wayans, célebres comediantes negros que aquí se travisten de mujeres blancas, con un resultado tan terrible, que se acerca, aunque no sé si de forma consciente,  a uno de los pocos medios en que el hombre travestido funciona en el cine, que es mediante la mascarada de terror: la madre asesina en que muta Norman Bates para Psicosis (que copia Brian de Palma en Vestida para matar), el desdichado ocupante de El quimérico inquilino (Roman Polanski as himself), la abuela psicokiller de Muñecos Infernales (Tod Browning), interpretada por Lionel Barrymore, por no entrar en otros personajes de travestis conectados con el crimen, como Helmut Berger en La caída de los dioses (Visconti), el asesino de El silencio de los corderos (Demme) o el fantasma travesti de Insidious 2 (Wan).

Por supuesto hay honrosas excepciones a este estereotipo del actor disfrazado de señora rara y, curiosamente, casi todas pertenecen al drama bélico o carcelario, los únicos lugares donde lo femenino es —a  veces— representado fuera del trazo grueso y la caricatura. Destaco la adaptación de la novela de H. E. Bates, The Triple Echo (1973), el debut como director de Michael Apted, donde un soldado desertor (Brian Deacon) se refugia en una granja y allí la dueña (Glenda Jackson) lo hace pasar por su hermana, o el estupendo papel de Jamie Farr en la serie MASH, siempre vestido de mujer para que lo expulsen del ejército, sin conseguirlo. Volviendo a la comedia, tengo que hablar del actor español Brays Efe y su creación del personaje Paquita Salas, la serie que ha conquistado al público con su primera temporada en el canal web de Antena 3 y ahora se ha lanzado con la segunda en la todopoderosa Netflix. Las aventuras y desventuras de la representante de artistas, mujer madura que intenta sobreponerse al fracaso personal y salvar su negocio en cada episodio, ha traído una más que curiosa visión sobre la actualidad y el brillante trabajo de su protagonista.

El apolillado personaje de La tía de Carlos cambió drásticamente cuando el actor Danny La Rue lo convirtió en un personaje vitalista, lleno de glamur e ingenio, en su versión para la BBC. En los años setenta del siglo pasado los actores y actrices gais volvieron del revés este recurso de la comedia, utilizando envoltorios de mujeres y hombres con físico y conductas «alternativas» a la normalidad imperante, pero ahora de forma consciente y belicosa: el musical The Rocky Horror Picture Show y el artista Divine fueron dos puertas que abrieron el mundo del espectáculo a una nueva dimensión, más desprejuiciada y libre, en todos y cada uno de sus términos. Gracias a ellos sería o debería ser tremendamente complicado que el público actual disfrutara con una película o un show de televisión en el que los protagonistas fueran disfrazados de mujer sin más propósito que el de hacer reír a costa de la gansada de que llevan la peluca torcida o se les cae el postizo del sujetador, tipo fiesta de despedida de soltero. Aunque, ahora que lo pienso, cada vez hay más fiestas de despedida de soltero y soltera en este estilo.  

Estas comedias han quedado superadas, como otras tantas cosas en el terreno sobre las relaciones e identidades de género. Pero eso no significa que el mundo y el mundo del espectáculo vayan a mejor o hayan asumido estos cambios. De hecho, las cosas se ponen, definitivamente, mucho más complicadas. El colectivo de actrices y actores transgénero protesta porque un papel de transexual se lo adjudican a una mujer hetero. Ha sido el caso de Scarlett Johansson, quien ya tuvo otra marea de quejas en internet por dar vida a la protagonista de Ghost in The Shell.

Ahora la superestrella ha tenido que dar explicaciones por aceptar el papel protagónico en Rub & Tug, sobre la biografía de Dante «Tex» Gill, una mujer muy conocida por sus locales de prostitución que siempre iba vestida de hombre y se «casó» con una mujer. Los artistas y el colectivo trans han manifestado su disgusto porque hombres y mujeres cisgénero (hablando en términos generales: que nunca han sentido una ruptura o disconformidad entre su sexo y su identidad sexual) interpreten a personajes transgénero. Pero Hillary Swank hizo un gran trabajo en Boys don’t cry, sin ser gay. Jaye Davidson bordó su personaje en The Crying Game siendo gay, pero no transexual. Hay artistas transgénero que tienen una carrera cada vez más conocida y respetada. Son los casos de Jamie Clayton, Alexandra Billings, Ian Harvie o Trace Lysette. Si bien es comprensible que el colectivo trans luche por sus derechos, también lo es que este oficio consiste en interpretar a otro/a, a alguien que no tiene forzosamente por qué identificarse con la identidad sexual del actor o actriz. Lo ideal sería que todos tuviesen la misma oportunidad a la hora de presentarse para un papel, cualquiera este fuese, y cualquiera que fuese el género del artista. Pero esto no ha pasado nunca y lo que manda no son los derechos, ni siquiera la valía, sino la cantidad de dinero que puede reunir una película con una estrella como Johansson, ya sea haciendo de mujer que se considera hombre (y unas hechuras bien diferentes) o de cíborg japonesa.

No todo está ganado, ni muchísimo menos. Hablando de ganado, no sé a ustedes, pero a mí me da mucha vergüenza cuando se dice de un personaje popular masculino, de avanzada edad, «que parece una señora mayor», o cuando de una mujer que se ha hecho la cirugía estética, «que parece un travestí». No por los parecidos, sino porque las dos afirmaciones implican cuatro juicios de valor dignos de que se nos aparezca una pesadilla de Michael Caine con peluca.

Jeanne Moreau en el set de Jules et Jim, 1961. Fotografía: Cordon.

Elvis Comeback Special 68

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Imagen: NBC.

Priscilla Beaulieu lo sabía todo sobre Elvis. Cuando las maniobras de su mánager lo llevaron a hacer la mili en la base americana de Alemania, la adolescente de catorce años se convirtió en la novia secreta del recluta más famoso del mundo. De vuelta en Memphis, siguió siendo su pareja de juegos en aquel parque de atracciones para chicos que fue Graceland. Priscilla era la novia oficial, pero no publicitada, durante los meses que pasaba recluido en la mansión, entre los rodajes de las películas en Hollywood. Tres por año, solventadas en pocas semanas de trabajo (todo el presupuesto era para Elvis y su representante). Ella lo sabía todo sobre el apetito desmedido de Elvis y su dependencia de las píldoras para adelgazar y el catálogo de anfetaminas disponibles. De sus cada vez más constantes cambios de humor, sus reacciones infantiles y violentas (algunas, sufridas en carne propia), sus caprichos de estrella, las visitas nocturnas a la morgue con examen de los cadáveres, y las gamberradas que causaba en casa y en la ciudad, peleas incluidas —a Elvis le encantaba demostrar sus conocimiento de kárate—, espoleadas por la docena de amigos de la adolescencia, ese séquito conocido como la Mafia de Memphis. Sabía la historia de la familia de Elvis y las penosas circunstancias en que vivieron hasta que se hizo rico. Por mucho que él lo negara, llorando y de rodillas, «Cilla» estaba al tanto de sus affaires; algunos muy sonados, como el de Ann-Margret, y de la enorme decepción que suponía para Elvis esa carrera en el cine. Películas en las que siempre tenía que cantar y hacer de un estereotipo de sí mismo, pero mucho más tonto, cuando él había soñado con ser otro Marlon Brando o Robert Mitchum.

En descargo de Elvis hay que decir que la carrera de Brando tampoco es que al final terminase siendo muy brillante. Y Mitchum… esa incursión en la música de calipso para turistas fue un poco descorazonadora, en mi opinión. Pero Elvis habría dado cualquier cosa por trabajar junto a él en Thunder Road (Camino de odio, 1958). Por otra parte, el coronel Parker no habría autorizado bajo ningún concepto papeles de forajido, villano, perdedor… ni lo más levemente disfuncionales para su protegido. Siempre que Elvis protestaba por el bajo nivel de los guiones, Parker le recordaba el «pinchazo» de Flaming Star (1960), el wéstern de Don Siegel donde Elvis demostró sus dotes dramáticas y que el público recibió de manera poco entusiasta. Tenemos, por tanto, una filmografía de más de treinta películas, y todas malas. Se salvan quizá cuatro, entre las del principio (Love me Tender, King Creole, Flaming Star) y una del final (Charro), pero porque yo soy fan y no crítica experta…

Priscilla conocía las inseguridades de Elvis, quien tras la muerte de su madre se sentía absolutamente perdido. Sabía que era sonámbulo desde pequeño, sabía de su carácter obsesivo y muy enraizado en la tradición religiosa de su entorno, conservadora y cristiana. Estaba al tanto de sus derivas en el pensamiento místico de los gurús de Los Ángeles, y de cómo tuvo que intervenir el coronel Parker para cortar la relación con aquel peluquero, Larry Geller, porque creía que le estaba hipnotizando para manejarlo como un pelele. Allí solo podía haber un svengali, acreditado y con los papeles en regla. Elvis se tendría que contentar con mangonear a Priscilla: de la colegiala de día, que iba a un instituto católico de Memphis porque así lo había dispuesto el cantante, para asombro de la familia Beaulieu, a la criatura de noche, con pelo teñido de negro azulado y kilos de maquillaje, vestida como una starlet de Sunset Strip, que protagonizaba las películas privadas y fantasías sexuales de su novio, posando en ropa interior y luciendo armas de fuego, pero eso sí, manteniéndose virgen.

Tras diez años de relación, Priscilla Presley, casada con Elvis y con una niña recién nacida, sabía todo de su marido, menos lo más importante en esta historia. Ella conocía a la estrella del cine, el caprichoso millonario que disfrutaba haciendo carreras de karts, que montaba un rancho de caballos sin tener la más mínima idea o disparaba a la tele cuando echaban el show de Mel Tormé. Pero apenas era consciente de que Elvis había sido el cantante más portentoso de su generación y, que sin haberlo pretendido, había cambiado el rumbo de la música popular, y con ella, el de una sociedad profundamente clasista y rancia.

El regreso

El contrato de la MGM se acababa en 1968. Nadie se alegró más que el propio Elvis, pero su mánager ya había empezado a maquinar nuevos proyectos, siempre a la vieja usanza. A finales de 1967 firmó un contrato, antes de saber Elvis nada al respecto. Era un paquete con la productora NBC, que incluía la inevitable película y un especial para televisión que se emitiría en diciembre de ese año, en el cual, había dejado claro el coronel, tendría que haber muchos villancicos y felicitaciones navideñas.

Hacía casi siete años que Elvis no actuaba en directo. Primero, por la dejadez del artista, recluido en Graceland y ajeno a lo que sucedía en el mundo; segundo, por las condiciones leoninas que la editorial y el coronel habían impuesto a aquellos temas que Elvis incluyese en su repertorio: un porcentaje disparatado para el intérprete (y su mánager) que se conocía como el «Impuesto Elvis» y que había hecho desistir a muchos músicos de ofrecer sus servicios. Era una artimaña del coronel para que Elvis no volviese a recurrir a los compositores que le habían convertido en el rey del rock and roll, música que el mánager detestaba. Como consecuencia, la discografía de Elvis Presley en esta década es una sucesión de recopilaciones de éxitos de la primera época, más las canciones de las películas: un rosario de despropósitos.

Salvo excepciones. En otoño de 1967, Elvis entra en los estudios de la RCA en Nashville para terminar la grabación —interrumpida por una serie de percances ajenos a Elvis y orquestados por el coronel— de un disco en el que ha puesto todas sus esperanzas, su elepé de góspel, How Great Thou Art, con otras canciones que van en la inevitable banda sonora de turno. Esta vez el propio Elvis ha escogido un tema recién grabado por su compositor, el artista de country Jerry Reed. «Guitar Man» es una excelente canción al estilo del hillbilly blues, e invita a Reed a tocar la guitarra en el estudio, en una versión menos cursi que la cantada para la película. Junto a esta hay más temas que reconcilian a Elvis con la tradición, gracias al trabajo del productor Felton Jarvis. Este, como había hecho Sam Phillips en los años de Sun Records, obliga al cantante a concentrarse en la música y dar todo de sí mismo.

Pese a todo, iba a ser muy difícil presentar a Elvis en televisión sin el lastre de parodia que ya llevaba consigo. Para el público en general, no digamos para los jóvenes, Elvis había sido domado y digerido. Estaba a años luz del personaje amenazador que sacudió el país entre 1954 y 1958. El chico sureño que provocaba un tumulto en cada ciudad. El chaval con acné que se ponía de puntillas cuando arrancaba a cantar, todavía agarrado a la guitarra de juguete que le regalaron sus padres. El cantante condenado por congresistas, reverendos y asociaciones de padres de familia, quien, con los ojos pintados, vestido con una chaqueta rosa y acompañado por sus dos músicos, Bill Black al contrabajo y Scotty Moore a la guitarra, consiguió rendir el Festival Hayride de Luisiana en 1954 sin tener ninguna experiencia, ante el asombro e indignación de los veteranos del blues blanco, y que con la locura que generó entre la audiencia, a punto estuvo de hacer un bis, algo que Pappy Covington no permitía a nadie (bueno, salvo a uno: pero fue Hank Williams, cuando cantó «Lovesick Blues». Fueron siete bises).

El programa de la NBC suponía un verdadero problema para Elvis. Aterrado por las ideas del coronel Parker de sacarle en prime time, quizá vestido de Santa Claus u otra bufonada en la línea de su carrera cinematográfica, no estuvo muy receptivo a la hora de hablar con el productor del programa, Bob Finkel, que para mayo ya tenía sponsor: la empresa de máquinas de coser Singer, donde habían recibido con agrado la propuesta de combinar su nombre con el de Elvis: dos marcas americanas de innovación y éxito. Finkel era un directivo con mucha experiencia en el mundo del showbiz televisivo y vio enseguida que su especial Singer Presents Elvis necesitaba a alguien que actualizase al ídolo. Eligió al director Steve Binder, que tenía veintitrés años y ya era un veterano de los programas musicales. Binder dijo no al principio, sobre todo después del incidente en el show de Petula Clark, en 1967. La cantante, mientras hacía un dúo con Harry Belafonte, había rozado el hombro del artista, y los orgullosos patrocinadores blancos de Chrysler exigieron que la grabación se suprimiera del show, ante la rotunda negativa de Binder, quien, por primera vez, difundió por la televisión americana a dos cantantes, una blanca y otro negro, que se tocaban por casualidad.

Por suerte, Binder trabajaba entonces con el ingeniero y productor Bones Howe, nombre imprescindible en el pop de los años sesenta, quien ya había colaborado con Elvis durante la realización del Stereo 57, e insistió en que llevara adelante el programa. Tras muchas llamadas de teléfono y diálogos de besugo con el coronel, Binder decidió reunirse directamente con el propio Elvis (y Parker, claro). El peculiar mánager, además de confundirse en el nombre y llamarle «Bindle», seguía insistiendo en tener todo el control sobre el programa y en hacerlo «muy navideño». Cuando Elvis le preguntó a Binder cómo veía su carrera en aquellos días, le contestó: «Elvis, se está yendo por el váter». Se temía un golpe de kárate, pero Elvis sonrió y dijo que sí, pero se mostraba decidido a cambiar. El productor se había ganado su confianza, mientras el coronel, que no escuchaba a nadie, seguía haciendo números.

Singer Presents Elvis

Hasta la fecha, los programas de televisión dedicados a un músico se formaban en torno a unas pocas actuaciones, alguna entrevista, quizá un sketch cómico y la aparición de músicos invitados. Nunca se había planteado la idea de hacer un programa (y largo, de más de una hora de duración) sobre un solo personaje. Además, de forma narrativa, utilizando las canciones para ilustrar la vida y los diversos pasos de su carrera. Binder consideró que Elvis merecía ese trato y mucho más.

El show se dividió en tres partes. Habría una actuación del cantante en directo, un set acústico, y diversos clips coreografiados con baile, donde se mostrarían las influencias de Elvis en su música y su vida (el góspel, el country, Las Vegas…). El programa utilizaría como hilo conductor la canción «Guitar Man», de Reed, porque reflejaba bien los esfuerzos de un chico del sur que había empezado conduciendo camiones. Habría de terminar a lo grande, con otra canción, inédita, que resumiera el espíritu del artista.

Los ensayos y las grabaciones se realizaron en el mes de junio, en los Western Recorder de Burbank y en el estudio de la NBC, largas sesiones de trabajo en las que Elvis se aplicó con diligencia y un entusiasmo que en su entorno apenas se recordaba. Pero el cantante estaba realmente aterrado. La última vez que había aparecido en televisión fue en el 61, tras volver de la mili, en el show de Frank Sinatra. Para muchos ese fue el comienzo del fin, cuando cantó vestido con un esmoquin ante quien le había criticado de forma feroz. Por eso, el comienzo del programa tenía que ser algo realmente inolvidable y contundente. Gene McAvoy diseñó los decorados y la puesta en escena para devolver a Elvis a su esencia más pura. Un primer plano del cantante abría el show. Desafiante y con un pañuelo rojo anudado al cuello, Elvis recitaba las frases de la canción de Mike Stoller, «Trouble», para después, abrir el foco y presentar a un Elvis de negro, con guitarra, delante de una estructura con las siluetas de ochenta y nueve figurantes que imitaban los movimientos del Rey, mientras comenzaba «Guitar Man». Cuando la canción se iba terminando, Elvis quedaba solo y en segundo plano, mientras se revelaban las letras gigantes y en neón rojo de su nombre.

Para que Elvis se sintiese cómodo Binder empezó el trabajo con las tomas del set acústico, reuniendo a Elvis con el guitarrista Scotty Moore y el baterista DJ Fontana, los dos músicos de sus comienzos en la Sun (tristemente, Bill Black murió en 1965), más el guitarra Charlie Hogde, respaldados por los percusionistas Alan Fortas y Lance LeGault, amigos y colaboradores de confianza de Elvis. Ese grupo, sentado sobre una alfombra, se adelantaba veinte años a los Unplugged de la MTV. Scotty Moore tocaba sus baquetas sobre una guitarra, «como solíamos hacer al principio», y Binder, que le ha entregado a Elvis un pequeño guion para que haya un breve diálogo sobre los viejos tiempos, se da cuenta enseguida que la comunicación y la alegría por reunirse provocan que surjan muchos temas, como la famosa actuación en el show de Ed Sullivan, bromas privadas del trío, recuerdos de Sam Phillips… y el humor de Elvis, persona llana y burlona, que se ríe de sí mismo desde el primer minuto: de la mueca que hace con el labio superior, «Ha vuelto, mirad», «Tiene vida propia», de las letras de sus canciones más conocidas, del efecto en las chicas que gritan y cómo sabe hacer que griten, de lo mal que lo que está haciendo… Las cuatro horas de grabación quedan reducidas a una y en ella se condensa el espíritu del Elvis veinteañero:


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Habrán notado que Elvis, además de parecer un poco alterado, no sabemos si por los nervios o la química, lleva un traje de cuero. El diseñador Bill Belew, encargado del vestuario, creó para la actuación un dos piezas de pantalón recto (no ajustado a la manera Jim Morrison, sino versión vaquera), y chaqueta con el cuello napoleón que tanto gustaba a Elvis, porque decía que le disimulaba un cuello demasiado largo. Elvis quedó encantado con los trajes de Belew, que son espectaculares (de hecho, los monos y las capas que luciría en los setenta casi todas son suyas), pero cuando se vio con el famoso traje, pensó que estaba ridículo y además iba a sudar a chorros. Pero, qué demonios, estamos hablando de Elvis, quien se pone de pie para cantar esta versión de «One Night of Sin», y con la letra sin censurar del original de Smiley Lewis. Cuando se da cuenta ya es demasiado tarde, se le desenchufa la guitarra, y entendemos por qué Elvis fue todo:

Esta toma de «One Night of Sin» se encuentra en el DVD de 2004, The Comeback Special, reedición de lujo con tres discos, donde se incluyó casi todo el metraje que se rodó para el programa. La que se emitió originalmente es distinta, pero sigue siendo extraordinaria. Esta edición de 2004 incluía tomas falsas, toda la grabación acústica y el concierto en directo (dos actuaciones, en realidad), además de aquel fragmento que la marca Singer prohibió emitir en 1967. Se trata del número del burdel. Elvis, en su caracterización como el debutante «Guitar Man», se adentraba en un escenario en rosa y rojo, más parecido al salón de un bar del oeste, habitado por señoritas que fuman y bailan, ninguna de ellas más agraciada que el cantante, salvo la starlette Susan Henning, e interpreta «Let Yourself Go», un tema de una de sus películas, pero aquí con la versión del grupo de músicos escogido del Wrecking Crew, que participaron en la música del programa, una reunión absolutamente memorable, con los guitarristas Al Casey, Mike Tedesco y Mike Deasey, el batería Hal Blaine y Charles Berghofer al bajo, entre otros nombres de quitarse el sombrero, aparte de toda una orquesta de cuerda y metal.

Mención especial para estos números musicales, coreografiados por dos artistas que ya habían trabajado en Hollywood con Elvis: Claude Thompson y Jaime Rogers. El primero aparece bailando en el apartado dedicado al góspel, un fabuloso homenaje a las raíces de la música de Elvis, con la participación de Darlene Love y las Blossoms (Fanita James y Jean King), el grupo de Phil Spector, con quien Elvis pasó aquellas semanas cantando en los descansos. Son ellas las que ponen las voces femeninas. Las bailarinas y el coro de cantantes seleccionadas eran blancas, y Binder y Elvis tuvieron que insistir en producción que, por motivos obvios, había que incluir a artistas negras. Este fragmento, que vemos en un ensayo de la canción de Leiber y Stoller, «Saved», sirve como muestra de uno de los momentos más vibrantes del especial:


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Se incluyeron, por fin, los villancicos, pero el especial debía terminar con una canción que Binder había encargado a Walter E. Brown, en la que se reflejaran las inquietudes de Elvis por los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy. En especial el del primero, que había afectado mucho a Elvis, pero el coronel impidió que este se manifestara públicamente al respecto. «If I Can Dream» es una balada de hermanamiento, pero, sobre todo, es el grito de un artista queriendo renacer por encima de su propia leyenda. Greil Marcus escribió que nunca había visto sangrar la música hasta ver a Elvis en este programa. Yo creo que son lágrimas. Cuando se despide del público y mira a cámara, creo que él ya se estaba preparando para el final. En 1968 había pasado una década de sus triunfos, pero era como si un siglo le hubiese atravesado. Elvis había visto su estrella.

Parpadeo: la pantalla sobrenatural

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Metrópolis (1927). Imagen: Universum Film (UFA).

El protagonista de la novela Flicker («Parpadeo») se llama Max Castle. Es un cineasta maldito en el sentido más literal de la palabra, porque se ha atrevido a filmar aquello que no se debe mostrar. La elección de este nombre no es por casualidad. El autor del libro, Theodore Roszak, utiliza para su héroe el mismo apellido que el de aquel director que divirtió al público con películas de terror de serie B aderezadas con trucos escénicos muy parecidos a los de las antiguas atracciones de feria. Años antes de que las ambulancias llegaran a recoger a la gente que salía con ataques de pánico de El exorcista, el pícaro William Castle ya situaba coches fúnebres y actrices disfrazadas de enfermeras cerca de los cines donde se proyectaban sus películas. En los pases de Macabre obligaba a firmar a los espectadores una «póliza de seguros» valorada en mil dólares, por si durante la proyección «fallecían de miedo».

Cuando estrenó House on Haunted Hill, gastó parte del dinero de la producción en la publicidad del efecto «Emergo». No era otra cosa que un muñeco de plástico fosforescente con forma de esqueleto que volaba por el patio de butacas mientras el público reía y gritaba. En 1959 lanzó el sistema «Percepto» para Escalofrío; de nuevo, con Vincent Price en el papel protagonista. El actor daba vida a un médico que experimenta con LSD y descubre que el miedo genera una reacción orgánica, un gusano gigantesco en el interior de la médula espinal. Como en una película barata y anticipada de David Cronenberg, Price extirpa el cuerpo extraño y en ese momento, cuando el bicho salía en pantalla, los operadores de los cines debían pulsar pequeñas descargas eléctricas en las butacas.

Pero, además de los sustos, Castle echó mano de un recurso antiguo del cine y la pintura: las imágenes conocidas como «subliminales». El director las hizo suyas, como si las acabara de haber descubierto, convertidas en el sistema patentado «Psychorama», que no consistía en otra cosa que insertar cartoons de monstruos y mensajes amenazadores de una fracción de segundo a lo largo del metraje. El ojo no las veía claramente, pero captaba su presencia y sentía cierta molestia ante lo que acababa de ver, pero sin verlo del todo. Este es el tráiler de Terror in The Haunted House, editado para que se puedan descubrir esas imágenes coladas a gran velocidad:

Castle utilizó «su» invento de la cuarta dimensión en el cine, no para condicionar a la audiencia y transformarla en una masa sin voluntad, sino solo para vender localidades y que los espectadores se lo pasaran muy bien pasándolo mal. Dicen los estudiosos sin demasiados estudios que este truco de las imágenes insertadas sobre otras, pasadas a mucha velocidad para aparecerse por sorpresa, se ha utilizado con más frecuencia en la publicidad y la propaganda, para que el espectador, esta vez sí, se lanzara a comprar cosas como un poseso, pero sin saber por qué. La fiabilidad del uso de estas tácticas flaquea al compararse con otros recursos, tales como la repetición ad nauseam del mensaje, la asociación de ideas y las nuevas estrategias de manipulación.

Pero, aparte de los ingenios técnicos para marear al público, en el cine existe una corriente volcada sobre el mundo de los sueños y el poder de los signos y las imágenes, que ha ilustrado los miedos y deseos más profundos de la sociedad, bajo tramas aparentemente inocuas de detectives, terror o ciencia ficción. Y este uso del cine es lo que conecta al William Castle de los cincuenta con el Max Castle de Parpadeo. Una novela arrebatada de Theodore Roszak, publicada en España por la editorial Pálido Fuego en otoño de 2017, veintiséis años después de su primera edición. Aquí, Max Castle se erige como representación de los artistas que han entendido el cine como algo que está muy lejos del entretenimiento. Castle es una figura imaginaria, pero construida con elementos de cineastas reales, con la que se homenajea a los directores que han comprendido el cine como una ceremonia sagrada, un rito de anunciación, intento de romper la cuarta pared y hacer que las ideas y las criaturas fílmicas salten al patio de butacas, mientras los espectadores quedan atrapados en los fotogramas. Y estos no son nombres ficticios: Ozu, Vértov, Dreyer, Lang, Bresson, Murnau… Podríamos añadir algún español, por ejemplo, José Ruiz y José Val del Omar.

La tesis de la novela se sustenta en la definición primitiva del cine, que sería el proceso de desvelar la realidad física y transformarla en arte y conocimiento, trasposición tecnológica de las sombras que se ven en el antiguo mito de la caverna. En el acto de filmar y proyectar, a través de la lente que las refleja y la velocidad con la que el ojo procesa las imágenes, se puede desvelar la realidad definitiva, otra realidad que no vemos a simple vista, por sublime o terrorífica que esta sea. Gracias al parpadeo de la luz y del ojo, que hace posible la ilusión del movimiento, es cuando el artista envía al espectador sus mensajes, los que interpretan el mundo, terrible o maravilloso. Y esto nos remite, entre muchas teorías sobre qué es la sustancia fílmica en relación con el ser humano, a la existencia de un dualismo óptico que se expande al bien y el mal, la luz y las tinieblas.

En Parpadeo se declara una guerra entre el cine «puro», de esencia humanista, aquel que busca la redención por el arte, y el cine de la «nueva carne», donde entrarían no solo los productos del entretenimiento, sino también los géneros hiperviolentos del porno y el gore, en los que se desvelaría otra clase de rendición. La propia experiencia fílmica, permanecer a oscuras frente a una pantalla iluminada, es por sí misma transgresora, porque cambia el sentido habitual de nuestro comportamiento y, por ende, de nuestros valores. Por eso, la idea de imágenes capaces de capturar el alma de quienes las hicieron y de quienes las han visto recorre el cine. Es el rostro perdido en sus recuerdos de Gloria Swanson, a punto de quedar fijado para siempre en Sunset Boulevard. Es el sueño dentro de la pesadilla del personaje doble de Naomi Watts en Mulholland Drive. Es John Malkovich interpretando a Murnau en La sombra del vampiro, cuando le dice a Max Schreck (Willem Dafoe): «Lo que está fuera de cuadro no existe». Es el ojo de Karlheinz Böhm, el asesino en El fotógrafo del pánico, obsesionado por capturar con su cámara el instante de la muerte.

Todas las que somos fans, sin excepción, hemos pasado por el trance. La experiencia de haber sido arrebatadas ante una película o una escena en concreto. Esa epifanía que cambió nuestra forma de ver el mundo y de vernos a nosotras mismas. Pudo ser el despertar sexual reflejado en una secuencia erótica, o cualquier otra situación que nos proyectó la pantalla. Cada espectador, cada espectadora, ha vivido ese instante de transformación ante las imágenes de una película que no olvidará nunca. Ese momento, casi siempre en la infancia o primera adolescencia, cambia la percepción, nuestro entendimiento, y comienza el verdadero relato de nuestra memoria que, como escribía Rafael Argullol, será siempre «inquietante y subversivo, verdadero en esos términos»  (El cazador de instantes. Cuaderno de travesía 1990-1995, Ed. Acantilado, 2007). El cine, tal y como lo conocemos y entendíamos, tiene ese poder inmediato de transformarnos, para bien o para mal.

Con esta premisa y sobre la historia del enigmático director Max Castle, Roszak despliega poco a poco una historia de la conspiración mundial a través del cine, tan amenazadora como entretenida. La comunicación visual y sus posibilidades de manipular la mente con mensajes ocultos, poderosas imágenes que llaman a una revolución o a la pasividad total, sería la herramienta perfecta para adoctrinar y mantener cautiva a la audiencia, antes de que se produzca la destrucción de la especie, que es lo que pretende la orden religiosa que está detrás del complot a lo largo de Parpadeo.

Pero ¿por qué el cine antes de una batalla militar o tecnológica? Pongámonos en antecedentes. Theodore Roszak fue profesor de Berkeley y estudió en los años sesenta los fenómenos juveniles supuestamente revolucionarios. Su libro, El nacimiento de una contracultura (Kairós, 1970), sigue siendo una referencia para entender aquella marea burguesa de protestas, que acabó en marca de camisetas, discos y helados, y que Roszak ya analizaba como tal: exposición y compraventa de mercancías. En el capítulo final del libro, «Ojos de carne, ojos de fuego», el autor defendía la posible solución al determinismo científico y capitalista al que la sociedad quedaba abocada. Como la mayoría de intelectuales de su tiempo, muy influido por las tesis psicoanalíticas, el movimiento psicodélico y el misticismo, esta no sería otra que la elección del pensamiento irracional contra el discurso político y las tecnologías reduccionistas. La defensa del hermetismo, el derecho a mirar el mundo con los ojos de los alquimistas, de conceder validez a esta interpretación de la realidad, no como bella pero imposible metáfora artística elaborada por gente desequilibrada, sino como lo que es en sí. La capacidad de la mirada de la imaginación frente a la voluntad ciega. La única posibilidad para entender el mundo como una materia grandiosa y sobrecogedora. En lugar de aferrarse a la visión cerrada y tecnológica, acudir a los medios de expresión del arte y la nueva ciencia. De servirse del cine como canal para acceder a otra realidad. Aunque, como medios omnipresentes y sabedores de su influencia, las plataformas audiovisuales, cada vez más sofisticadas e implantadas en la vida cotidiana, pueden utilizarse con propósitos muy siniestros, ayudando a consolidar el sistema que Roszak criticaba. De ahí el inevitable duelo entre el cine al servicio de un modelo social determinado, o como médium de la verdad desnuda, a la que muy pocos «pueden mirar sin pestañear», como decía Marlow, el personaje de Joseph Conrad.

El cine como médium de una realidad lanzada sobre otra realidad y las complejas relaciones entre quienes lo crean y el público, criatura voraz que demanda emociones cada vez con mayor rapidez y truculencia, son temas apasionantes que se han tratado con exhaustividad en la ficción. John Carpenter dedicó su episodio para la serie Masters of Horror a una búsqueda muy parecida a la que realiza el protagonista de Parpadeo, pero aquí, en lugar de un director, es en torno a una película, que es capaz de causar algo peor que la muerte en aquellos espectadores desdichados, pero anhelantes, que la ven. El estupendo mediometraje, titulado Cigarette Burns, en alusión a las antiguas marcas en el celuloide que avisaban para cambiar de rollo al proyeccionista, es el viaje de un cazador de películas extrañas, interpretado por Norman Reedus (antes de cazar zombis), a sueldo de un inquietante coleccionista, a quien da vida —¿quién si no?— el siempre magnífico Udo Kier. Uno de los personajes de la trama dice algo que apoyaría Roszak: «Una película es magia y, en buenas manos, un arma», antes de caer en una dimensión inconcebible, que recuerda a las categorías de Lovecraft y a la aproximación del propio Carpenter al genio de Providence (su excelente In The Mouth of Madness, 1995.)

Igual que sucedía en épocas anteriores con el libro o los cuadros, los reproductores de imagen y sonido, incluso la conexión a internet, pueden servir como portales para la entrada en este mundo de entidades de otra dimensión, seres nada recomendables, y no estoy hablando de los muñecos Disney o los tertulianos, sino de las cosas que surgen en películas como Ringu (Hideo Nakata, 1998), Demons (Lamberto Bava, 1985) o Angustia (Bigas Luna, 1987). Hay videojuegos que utilizan las cámaras como armas: por ejemplo, el conocido Fatal Frame (Project Zero) o el viaje por el tiempo de un peculiar necronomicón en el ya legendario Eternal Darkness, de Nintendo. Novelas como La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski (2000) remiten a grabaciones hechas desde un abismo fuera del espacio, o las obras de Ramsey Campbell, concebidas sobre la era del cine mudo en Hollywood y los terribles rastros de ese pasado en los fotogramas: Ancient Images y The Grin of the Dark.

En el cine, la sombra es más importante que la luz. El cine es el lenguaje de las sombras. Mediante la sombra, lo oculto y las fuerzas oscuras se hacen visibles. (Albin Grau, director artístico de Nosferatu y fundador de la productora Prana).

Parpadeo es el relato de la enésima conspiración, orquestada por la red esotérica de turno, que se ha infiltrado en todos los estamentos del poder, desde las escuelas a los consejos de administración. Aquí, los Illuminati de Robert Anton Wilson que operan en las sombras son los herederos de aquellos cátaros que lograron sobrevivir a la escabechina de la Iglesia católica, convertidos para esta novela en una organización gnóstica radical que busca la destrucción de los seres humanos. Con su plan esperan liquidar, y de forma espantosa, el envoltorio corporal para devolver al mundo el espíritu, el fantasma tras la naturaleza. Para mí, esta trama de la dominación y el apocalipsis es lo menos interesante del libro. Lo que me fascina es la búsqueda de Max Castle, el director cuya pista y obras se han perdido en Hollywood, y la panorámica que sobre la historia del cine realiza Roszak en esta investigación. Aquí se funden personajes reales con ficción, acontecimientos inverosímiles que, sin embargo, sí sucedieron, y juegos especulares y círculos en torno a nombres y conceptos con los que los lectores, si son apasionados del cine, disfrutarán muchísimo. Aparte, claro está, de ciertas profecías del autor sobre el futuro de la industria, que han resultado ser dolorosamente ciertas, como la lenta desaparición de las salas de cine en favor de los reproductores individuales y los canales digitales de televisión, ya casi implantados en el cerebro.

Max Castle es el Sr. Kurtz de esta inmersión en El corazón de las tinieblas o Divina comedia invertida. La emprende un profesor de cine en la universidad de UCLA, criado en la oscuridad de las salas, con una percepción personal y filosófica que está sustentada, como la nuestra, sobre las imágenes en movimiento. Jonathan Gates comienza su historia describiendo su primer éxtasis con una película. Es el mismo que narraba Víctor Erice en El espíritu de la colmena, el que abre los ojos al personaje de Ana Torrent cuando ve Frankenstein y le revela un mundo hasta entonces desconocido. Película, por otra parte, completamente arrebatada en el sentido de Parpadeo, y que nos recuerda a otras tantas que han abordado el tema de la posesión del individuo por la imagen fílmica, de forma figurada o no, cuyo paradigma es Arrebato (Iván Zulueta).

Las epifanías se van sucediendo a medida que el personaje descubre en un local de cine de autor las distintas escuelas: el neorrealismo, la nouvelle vague, las vanguardias, el cine independiente… todo ello de la mano de Clarissa Swan, una implacable estudiosa que se convertirá en la crítica de cine más importante del país (en clara referencia a Pauline Kael). Swan actúa como Beatriz guiando a Gates/Dante por el paraíso de las obras más significativas, de Jean Renoir a Pasolini. Tras la proyección de una película de Castle, Gates rodará por el Purgatorio de críticos, técnicos y directores en pos de su obra y sus innombrables secretos. Porque tras ver esa primera película, en apariencia un simple film de serie B, el personaje ha cambiado: ha sido arrebatado por algo que jamás había visto antes. Algo que no se ve, pero espera, acechante, detrás de los planos. Por supuesto, la novela terminará como la Divina comedia, pero al revés, en un peculiar Infierno de los fanáticos religiosos y los cineastas posapocalípticos.

Esta deriva por Occidente buscando rastros de los celuloides del director Max Castle permite a Roszak zambullirse en los momentos más brillantes y sombríos de la historia del cine. Los cineclubs de los años sesenta, antes del formato digital, cuando se trabajaba con materiales muy delicados y peligrosos. El autor aprovecha para hacer un emocionado homenaje a los equipos de proyección, las cámaras y el nitrato de celulosa de 35 milímetros. Como no podía ser de otra manera, el imaginario Castle ha comenzado su carrera trabajando en los míticos estudios de la productora UFA durante el periodo de entreguerras, y allí ha aprendido los recursos del expresionismo. Las obras gestadas en ese momento han pasado a la historia como los trabajos de un grupo de artistas «visionarios», que supieron filmar el miedo y la paranoia colectiva de un país, tras haber sido derrotado de manera humillante en la Gran Guerra y el inminente desenlace a esa tensión social y política, más dramático aún si cabe, por medio de historias de asesinos en serie, guerreros medievales, vampiros y doctores chiflados, empeñados en hipnotizar a las masas para vengarse de sus enemigos. El territorio de las sombras sobre los decorados de la pesadilla, casas fracturadas y rostros desencajados tenía que ser el punto de partida de Parpadeo, cuando el cine se fundió con el psicoanálisis y el ocultismo, creando imágenes solo alcanzadas en un momento posterior, con la mayoría de aquellos cineastas trabajando en el Hollywood de los años treinta: el género negro, que transitó en las calles sin salida del sueño americano. Desde entonces, sigue el pulso por manejar la tecnología de la imagen. Hacerlo sin conciencia o ahondando en los infinitos mundos que esta permite, y verlos con los ojos cerrados de par en par.

(Enter The Void, de Gaspar Noé, 2009).


(Tráiler de The Green Room. Guy Maddin rinde tributo a los fantasmas de las películas perdidas.)

Narcocine: la vida en la frontera

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El culto al fuera de la ley no es un fenómeno reciente, pero Hollywood ha propiciado un género completo dedicado al gánster. La muerte del capo Tony Montana en Scarface es un ejemplo de sublimación de la violencia, de rebeldía, definitivo. La película de Brian de Palma causó una gran impresión en todo el mundo, pero marcaría un antes y un después en el cine mexicano. El narcotráfico ya era tema central en la sociedad y en su música, los corridos, que llevaban décadas contando historias sobre contrabando. El narcocorrido se hizo tan popular como los jefes de los cárteles de la droga, que también eran protagonistas de estas canciones. El cine no tardaría mucho en llevarlas a la pantalla, dando lugar al narcocine, en el que nunca la ficción se ha metamorfoseado tanto con la realidad de un país. La situación límite en que viven muchos territorios ha sido volcada en películas donde se honra la figura del capo como héroe local. No solo eso, sino que más de un capo y más de dos han aparecido en pantalla o en los créditos. Todavía recordamos las noticias sobre el Chapo Guzmán y su deseo de protagonizar su propio biopic tras fugarse de la cárcel.

El traficante de drogas, tal y como cantan los narcocorridos, quería ser retratado como un héroe de leyenda que hacía el bien a los más necesitados, como San Jesús Malverde. A comienzos de los ochenta, la dura política de Reagan contra el narco provocó una reacción positiva de la opinión pública a favor de estas bandas. Fue cuando el «cine de frontera» y los narcocorridos tuvieron años de esplendor y enorme favor del público, tanto en México como en el sur de Estados Unidos. El mercado del narcocine siguió imparable a través del vídeo, ahora el DVD y las distribuidoras que lo llevaban al mercado hispanohablante de Estados Unidos. Se hacían más de cuatrocientas películas al año, y el interés y la simpatía del público por las correrías de los narcos no parecían decaer. En el año 2006, en una decisión propia de sainete, las autoridades mexicanas prohibieron la venta de estas películas, así como de los discos de narcocorridos. Desde entonces solo se pueden comprar en el sur de Estados Unidos y en copias piratas en mercadillos locales. Mientras, en la televisión por cable se ofrecen las películas y series americanas creadas sobre la idea del narco (Breaking Bad, The Cartel, Narcos, The Counselor…).

Existe un enorme mercado de narcocorridos en Colombia, tan fiero como el mexicano. Su cine, sin embargo, va por derroteros muy distintos. Es un cine que ha sorprendido en más de una ocasión por sus propuestas acerca de la miseria y la marginalidad centradas en la figura del sicario. El clásico mercenario es ahora un forajido adolescente cuyos códigos de conducta son una mezcla entre los antihéroes de la cultura pop y los personajes de los narcocorridos, unidos en el más auténtico mensaje nihilista que una generación haya podido entonar. Algunas de las mejores películas del cine del continente se han hecho sobre este particular. Brasil tiene varias, y son de las más crudas y sobresalientes. La proliferación de este cine es una muestra de que la situación, a causa del aumento de las diferencias económicas y de los efectos globales de la comunicación, ha extendido más el problema. Lo hacen visible, ideal para el mercado de consumo, pero completamente invisible para su solución.

1. La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, Colombia-Francia, 2000)

El director franco-iraní Barbet Schroeder pasó parte de su infancia en Bogotá, y ya en los setenta escribió un guion sobre la violencia en aquella ciudad titulado Machete, que resultó premonitorio. Cuando conoció la novela homónima de Fernando Vallejo (1994), no se lo pensó dos veces. Esta película concentró la atención del mundo por la fama de su director y el arriesgado argumento. Vallejo revela su peripecia al volver a Medellín tras una ausencia de años. Donde estuvo la localidad provinciana de su juventud hay una monstruosa urbe devastada por la violencia. El protagonista solo encuentra consuelo en la relación amorosa con un joven sicario, quien, como los demás niños, frecuenta la iglesia de la Virgen de Sabaneta para que le bendiga y le sirve de guía en un descenso a los infiernos de las comunas (las barriadas que se apilan en las colinas de Medellín), los asesinatos y la muerte. Los monólogos hastiados del escritor encuentran un contrapunto en los silencios del adolescente, mientras la pareja deambula por la ciudad, camino de un destino trágico.

2. Rodrigo D: No futuro (Víctor Gaviria, Colombia, 1990)

Primera obra del aclamado Víctor Gaviria y rodada con actores amateurs, era un falso documental sobre la escena punk de las comunas del norte de Medellín que causó gran escándalo al ofrecer una cara de la ciudad que nunca se había puesto en pantalla: unos críos que tenían sus propias reglas, hasta su propia jerga (el parlare) y no dudaban en utilizar la violencia. Es escalofriante por la verdad que contiene: los inútiles esfuerzos por hacerse con una batería para tocar en un grupo del protagonista (interpretado por el cantante Ramiro Meneses, músico de Mutantex), que solo llega a conseguir las baquetas fabricadas en una carpintería. Los planos vertiginosos sobre las calles del arrabal, las carreras en moto, el ambiente de tensión y absoluta pobreza… Solo canciones punk para gritar unos días. La tragedia salta de la pantalla, pues algunos de los protagonistas, como ya sucedió con algunos actores del cine quinqui español, murieron antes de cumplir los veinte años.

3. La banda del carro rojo (Rubén Galindo, México, 1978)

En 1976, Producciones Potosí ponía en imágenes uno de los primeros éxitos de Los Tigres del Norte, «Contrabando y traición», dirigido por Arturo Martínez, sobre la historia de Emilio Varela y Camelia la Texana. La canción estaba inspirada en un hecho real, el romance trágico entre dos narcotraficantes de marihuana. El taquillazo tendría numerosas y populares secuelas. Poco después, Filmadora Chapultepec, una de las productoras más veteranas del país, especialista en wéstern norteño, adaptó otro hit de los Tigres, «La banda del carro rojo». La película es un drama sobre las desventuras de dos hermanos y sus dos amigos, obligados por las malas cosechas a llevar varios cargamentos de drogas al otro lado de la frontera. Los protagonistas, el director Fernando Almada y su hermano, el actor Mario Almada, son dos instituciones en el cine de aquel país e interpretan con solvencia los papeles, acompañados, entre otros, del hijo de Pedro Infante. Recoge elementos de los wésterns de Leone y Peckinpah, además, por supuesto, de la aparición estelar de los Tigres del Norte.

4. Miss Bala (Gerardo Naranjo, México, 2011)

Dos amigas de una barriada pobre de Tijuana son aceptadas como aspirantes al concurso de Miss Baja California. En una fiesta clandestina donde participan varios agentes de la DEA se produce un ataque de sicarios. Una de las chicas consigue escapar del tiroteo, pero al denunciar su situación a la policía es entregada a los pistoleros. El jefe del grupo la usará como objeto sexual, correo de dinero y cebo para atraer a otros rivales, mientras ella gana el concurso por orden de los sicarios, pero en estado de shock entre tiros y persecuciones. El final, mucho más que si hubiese acabado con la muerte de la protagonista, resulta estremecedor. Las mujeres no tienen demasiado protagonismo en este género, salvo como adornos o en la modalidad de líderes de narcos (siguiendo la novela La reina del sur), y si aparecen es como en esta tristísima película, que las retrata como seres indefensos y sumisos ante una situación fuera de control. Miss Bala tuvo mucha repercusión tras su paso por el Festival de Cannes y por estar inspirada en el caso de Miss Narco, la modelo Laura Zúñiga, que fue detenida junto a varios narcos en una operación de la policía.

5. Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, Brasil, 2002)

Nunca una película brasileña había llegado a tanta gente, incluso estuvo nominada a los Premios Óscar de Hollywood. Esta preciosista recreación de la vida de un grupo de niños en una favela a lo largo de tres décadas fue vista por millones de personas, dentro y fuera de su país. Puede que fuese la ambientación en los años setenta de la primera parte lo que atrajo al gran público, siempre ávido de tendencias kitsch, aparte de la historia de amistad, las dosis de violencia y unas actuaciones, como siempre, extraordinarias, al ser los actores meninos da rua escogidos no por la dirección de la película, sino por los propios sicarios, que exigieron una serie de condiciones para el rodaje. Más allá de las obvias virtudes de la película, resulta paradójico contemplar su influencia en Brasil. El documental de 2013, Ciudad de Dios, diez años después (Luciano Vidigal), narra el destino de sus protagonistas y cómo los terrenos de la favela y alrededores subieron «milagrosamente» de precio, obligando a sus habitantes a mudarse a otras infraviviendas. En su lugar hay casas nuevas para familias de clase media con conciencia.

6. Pixote: a Lei do Mais Fraco (Héctor Babenco, Brasil, 1981)

Pixote es un recorrido infernal por São Paulo, y podría ser un documental acerca de los niños que pasan el tiempo entre la calle y los reformatorios, donde son maltratados y a veces ejecutados. El argentino Héctor Babenco, también de adolescencia problemática, preparó Pixote durante un par de años en las favelas de la ciudad, primero, con un casting para escoger a los actores. De entre mil y pico críos salió el protagonista, Fernando Ramos da Silva, un niño de diez años que compone un Pixote que sabemos que es su propio personaje, igual que el de los demás actores, magnífico. La película provocó entusiasmo y escándalo a partes iguales. Fue un gran éxito en taquilla y de crítica, pero generó gran polémica al mostrar escenas que, hoy en día, aunque han sido superadas en el cine, siguen siendo muy difíciles de contemplar, porque no abusan de efectos violentos y se muestran en toda su crudeza. Fernando, el niño que daba vida a Pixote, como en la ficción-realidad, terminó sus días volviendo a las favelas porque no pudo seguir en el cine (apenas sabía leer) y murió acribillado por la policía en un incidente todavía sin aclarar.

7. Heli (Amat Escalante, México, 2013)

No hay duda de que un tema reservado casi al consumo clandestino y realizado por la serie B y Z de su país ha traspasado el interés del público local para convertirse en objeto de culto por las minorías de festivales, críticos y aficionados. El último ejemplo, esta película que ganó el premio al mejor director del festival de Cannes y que traza un brutal barrido sobre la realidad mexicana, implicando a los cárteles de la droga y los militares, que apenas se diferencian en las formas de actuación y en sus demostraciones de hiperviolencia. Al lado de Heli y sus imágenes sobre el entrenamiento de adolescentes y las torturas que sufren los protagonistas, películas como La chaqueta metálica y el género del torture-porn se quedan en una broma ridícula. Las víctimas, siempre los hijos de la pobreza, una generación de niños y jóvenes perdida en manos de los cárteles, los asesinos institucionales y la absoluta desidia de la autoridad. El indecible sufrimiento por el que pasa la familia de la película ya no es un símbolo del narcocine, sino del narco-Estado: la disolución absoluta del sistema, el caos a pleno sol, para goce del primer mundo, que aplaude desde lejos estas demostraciones de brutalidad a lo Bruno Dumont.

8. La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, Colombia, 1998)

Víctor Gaviria tiene hasta la fecha su mayor éxito en esta libre adaptación del cuento de H. C. Andersen, sobre las terribles penalidades que unos niños de los arrabales de la ciudad sufren desde la noche de la víspera al día de Navidad, sin otro recurso que matar o morir. En la película, como ya había hecho en Rodrigo D: No futuro, solo actúan chicos de las comunas. La protagonista huye de su casa para vender rosas por los bares de la ciudad, acompañada de un grupo de niños y niñas que inhalan pegamento y roban coches. Gaviria escribió este guion sobre la historia real de Mónica Rodríguez, la cabecilla de una red de niños ladrones a la que seleccionó como protagonista para la película. Por problemas de presupuesto el rodaje se pospuso un par de años y el director prefirió para el papel a Lady Tabares, la amiga de Mónica, que demostró tener un asombroso talento para la interpretación. Mónica murió en un tiroteo a los pocos días de comenzar el rodaje. Lady corrió mejor suerte; solo ha estado, de momento, doce años condenada a prisión.

9. El infierno (Luis Estrada, México, 2010)

En La ley de Herodes (1999), Estrada demostró gran talento para la comedia negra. En El infierno vuelve sobre el mismo tema, pero utilizando los códigos del género de narcotraficantes. Las peripecias de un deportado mexicano de Estados Unidos que vuelve a su pueblo tras veinte años, en el año del bicentenario, y lo encuentra peor que cuando lo dejó, sumido en una guerra de cárteles encabezados por una familia esperpéntica que maneja el dinero y controla todo el poder. El pueblo se llama, irónicamente, San Arcángel Gabriel y el protagonista ve cómo su vida se convierte en una pesadilla de balaceras, traiciones y abusos, transformado él mismo en un sicario vestido de opereta. Los momentos de comedia son hilarantes (la escena del cementerio, en la que el sacerdote, exhausto, oficia entierros a toda velocidad por la cantidad de muertos del día) y ayudan a soportar el recorrido sobre la espantosa realidad, de la que el narcotráfico solo es una consecuencia. Grandes interpretaciones, música de Los Lobos y una puesta en escena violenta, autoparódica y con claro mensaje.

10. El velador (Natalia Almada, México, 2013)

Documental sobre el cementerio de Culiacán, donde reposan muchos de los jóvenes narcos. México encuentra el penoso equilibrio social a través de la muerte, bien en unas construcciones ostentosas, que parecen como pequeñas villas de vacaciones, palacetes de fantasía, o bien en la zona de las fosas con lápidas de plástico y faldones. A pesar de todo, sigue siendo una zona de guerra, atravesada por las noticias de ejecuciones y desaparecidos, siempre con los retratos de los muertos, que posan como héroes de acción en compañía de sus armas. Las mujeres limpian las tumbas y el horror se intercambia con el silencio de las noches, donde solo se escuchan los tiros a lo lejos, y el estruendo del día, cuando el cementerio es como una feria ambulante con familias, entierros, orquestas y pícnics. El guardia nocturno (el velador) recorre este paisaje extraño con respeto, pero también con la seguridad de que allí no va a encontrar ninguna aparición peligrosa.  

Sonidos del futuro: la ciencia ficción a través de la música

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El hombre que cayó a la tierra (1976). Imagen: British Lion Film Corporation / Cinema 5.

Hollywood nos enseñó que en el espacio no se oyen los gritos. Esto es verdad, pero la escuela pitagórica ya había concebido una deslumbrante teoría sobre el movimiento de los cuerpos celestes. Según ellos, este podía ser traducido en frecuencias aritméticas y musicales. Por desgracia, la armonía de las esferas no puede ser captada por el oído humano, como nos pasa con todo lo que suena a trascendente, pero eso no ha sido impedimento para imaginar cómo debe de ser esa escala que vibra en el cosmos.

Igual que la filosofía antigua, la ciencia ficción encuentra una relación con la música. No en la misma medida que el género fantástico, pero sí aparece en numerosos textos. Desde el siglo XX y en paralelo al desarrollo tecnológico de instrumentos y sistemas de audio y grabación, la música también ha recorrido el camino hacia la nueva era, pero en unos sonidos que nosotros sí podemos escuchar, aunque a veces tampoco entendamos. En sus diferentes estilos lleva reflejando el impacto de la ciencia y la técnica sobre nuestras vidas, desde la admiración, la parodia, el miedo, la crítica social, o incluso el anhelo inmediato de algunos músicos por transformarse en un cíborg o directamente en una máquina. El pop comenzó ridiculizando la polémica sobre viajar a la Luna del siglo XIX, antes de la obra de Verne. Después se publicaron multitud de canciones sobre los usos y nuevas costumbres que iba a traer la electricidad, y esta práctica alcanzó el culmen con el descubrimiento de la energía atómica y la amenaza de la guerra nuclear. La posibilidad de mandar naves fuera de la órbita terrestre y el sueño (o pesadilla) de encontrarse con otras civilizaciones han agudizado el ingenio de compositores de rock and roll, tecno, jazz, corridos y rumbas. Cada década le ha cantado a la bomba atómica, los platillos volantes y los marcianos. Los viajes en el tiempo, la cibercultura, las nuevas teorías físicas, etc., son ideas que llegaron a la música después, e, igualmente, lo mismo se encuentran en discos para bailar que en sesudas obras conceptuales, algunas de ellas interpretadas con instrumentos que parecen salidos de la imaginación de un novelista de sci-fi. Instrumentos musicales que dejan el órgano de tubos que tocaba el Capitán Nemo en un juguete de niños. Boris Vian, músico y lutier, inventó el «piano cóctel» para su novela fantacientífica La espuma de los días. Hugo Gernsback, padre de la ciencia ficción, fue un prolífico creador de objetos electrónicos; entre ellos, un instrumento musical: el staccatone, protosintetizador de lámparas.

Los compositores de música electrónica se sumaron a la carrera espacial con la misma energía y entusiasmo que los astrofísicos y los fabricantes de armas del siglo XX. Sus cacharros de última generación competían por imitar el hipotético zumbido de las naves espaciales y de los rayos cósmicos. El cine pronto incorporó el theremín, un instrumento de aspecto extraño y sonido inquietante, patentado por el músico soviético Serguéyevich Termén. Las películas de ciencia ficción de los años cincuenta lo hicieron popular en todo el mundo. Nacieron bandas sonoras prodigiosas, como la que Bernard Herrmann escribió para Ultimátum a la Tierra (1951) y la que el matrimonio Barron desarrolló para Planeta prohibido (1957), la primera BSO realizada exclusivamente con instrumentos electrónicos. Fueron años de osciladores, Ondiolines, Pianorads, Trautonios, los inventos de Raymond Scott

El lanzamiento del Sputnik provocó un boom de aficionados a la moda, el diseño y los productos del espacio: había nacido la space age music, sucesión de discos instrumentales realizados por directores de orquesta y productores que se servían de los últimos adelantos técnicos de la alta fidelidad: Les Baxter, Sid Bass (From Another World), Jimmie Haskell (Count Down), Joe Meek (I Hear a New World)… El compositor Attilio Mineo ambientaba con los sonidos marcianos de su disco Man in Space with Sounds los paseos del Bubbleator, un ascensor con forma de burbuja con el que los visitantes hacían el tour por la Feria Mundial de Seattle de 1962. Este lounge exótico se prefiguraba como la economía del momento: llena de optimismo, plena en mercados de futuro. La space age music, como el entusiasmo social ante la aventura del espacio, tuvo una existencia muy breve, pero no así la interconexión entre escritores y músicos.  

¿Sueñan los escritores con discos eléctricos?

Philip K. Dick había trabajado de jovencito en una tienda de discos y era un gran aficionado a la música clásica. Poco tiempo antes de morir, confesó también su admiración por el rock de los años sesenta (lógicamente, Jefferson Starship), los grupos de punk rock californiano de esos días, además de la música electrónica y experimental. Tampoco es extraño que entre sus películas preferidas estuviese la epopeya del alienígena El hombre que cayó a la Tierra, protagonizada por David Bowie.  

El nunca suficientemente recordado Robert Sheckley había tocado la guitarra en un grupo cuando estuvo destinado en Corea. Luego fue habitual de la escena del folk neoyorquino. En una de sus obras, Los viajes de Joenes, parodia el mundo de los beatniks y, de paso, toda la civilización moderna. Años más tarde, Peter Sinfield (fundador de King Crimson) y Brian Eno se encontrarían con él en Ibiza. El resultado: un disco de coleccionista (mil copias en edición de lujo con libreto) realizado en una galería de arte de la isla sobre un texto del autor, Robert Sheckley’s in a Land of Clear Colors (1979).

Anne McCaffrey quiso ser soprano. Tras años de participar en funciones y unas clases demasiado exigentes en las que perdió los tonos más altos de su registro, decidió centrarse en su otra pasión, la literatura. El conjunto de relatos La nave que cantaba (1969) y sus secuelas, la serie La cantante de cristal, describen en parte esta decepción. En esta saga, la autora narra un mundo futuro donde los seres humanos que nacen con defectos físicos y cerebros ultradesarrollados pueden ser preservados en cápsulas. Helva, la protagonista, tiene el don de la música.

Michael Moorcock compagina su vasta obra de autor de ciencia ficción y fantasía con sus colaboraciones musicales. Primero con el grupo de rock Hawkwind, formación especializada en temas cósmicos y ritos psicodélicos, para quienes escribió letras y en cuyas actuaciones incluso participó. Tras romper con ellos, formó su propio grupo, The Deep Fix, con el también escritor Graham Charnock. De 1974 es el álbum New Worlds Fair, donde el escritor puso música y voz a las aventuras de su personaje, el detective apocalíptico Jerry Cornelius.

El ejemplo más preclaro de autor de género que se formó en el campo de la ciencia y hoy es conocido mundialmente como una estrella del espectáculo es el del británico Arthur C. Clarke. Físico y matemático, especialista en astronáutica y satélites, comenzó escribiendo ciencia ficción, justo después de la Segunda Guerra Mundial. Uno de sus relatos fue adaptado por él mismo para el cine, 2001: Una odisea del espacio (el director, Stanley Kubrick, no encargó la banda sonora a ningún artista de la época, sino que escogió una composición de Richard Strauss de finales del XIX, más en consonancia con las tesis del escritor británico). En los años ochenta, su novela Cánticos de la lejana Tierra fue objeto de otra adaptación, la que el músico Mike Oldfield hizo en su disco de 1992, The Songs of Distant Earth.

En otra dimensión, pero muy simpática, se encuentra el fenómeno FILK (una broma o error de tipografía con «folk»). Son los devotos de la ciencia ficción que coincidían en las primeras convenciones y no dudaban en ponerse a cantar e interpretar canciones pop pero con las letras cambiadas en honor a un tema del espacio. Fueron los propios autores los primeros filkers (Poul Anderson, Frederik Pohl, Asimov, Heinlein…). Ahora es un movimiento con sus propias estrellas amateur que giran alrededor de películas, series de televisión y memorabilia diversa. No, los discos que grabaron William Shatner y Leonard Nimoy están en una categoría aparte…

¿Sueñan los músicos con libros de ciencia ficción?

Es ingente la cantidad de músicos que han escrito no solo canciones, sino obras enteras sobre el espacio. Ahora han cambiado las perspectivas. Salvo nostálgicos o músicos vintage, pocos vuelven con lo de los marcianos y la guerra de los mundos, pero hay multitud de artistas que siguen obsesionados con el control de masas mediante la tecnología, los cambios derivados de la bioingeniería, el poder de las armas químicas y las catástrofes medioambientales que la ciencia ficción ya había descrito en sus libros.  Vamos a escoger unos cuantos ejemplos, fuera del más que obvio campo del pop y el rock.

En un lugar de honor se encuentra la obra de Terry Riley, y no solo por estar relacionada con lo fantacientífico. Su infatigable talento como compositor le ha llevado a una vida dedicada a desentrañar justo aquello que buscaban los pitagóricos, las claves ocultas en el espacio y el tiempo mediante la música. Tiene en su haber discos memorables, como A Rainbow in Curved Air (1969), o la colaboración con el Kronos Quartet y la NASA para poner en partitura los sonidos que la sonda Voyager trajo de su periplo, Sun Rings (2003). Otros compositores como Stockhausen (Sirius, 1968, y la serie de óperas Luz) o John Cage (Atlas Eclipticalis, 1961) dieron título a alguna de sus piezas con ese mismo interés

Afrofuturo

Una de las aplicaciones más felices que ha tenido el género de la ciencia ficción es lo que se conoce como afrofuturismo. Como movimiento abarca otras influencias, pero en lo musical se trata de una serie de estilos compuestos e interpretados por artistas negros, quienes se han servido de los elementos del género para crearse un mundo de belicosos exploradores, outsiders o extraterrestres que luchan contra un gobierno del planeta, policial, hostil y blanco. En los años cincuenta, la figura del músico Sun Ra inauguró esta corriente, con un discurso plagado de ironía sobre su origen cósmico (el artista afirmaba haber sido abducido y transformado en un ser procedente del planeta Saturno, sin ninguna relación con su pasado como ciudadano nacido en Alabama. Había abandonado «su cuerpo de esclavo»). Sun Ra ejecutaba una música híbrida entre el jazz, el bebop y la psicodelia, además de lucir él y los componentes de su grupo la Arkestra, unos espectaculares trajes de príncipes del antiguo Egipto.

Mientras tanto, el músico y productor jamaicano Lee Perry construía las bases del dub en su estudio, The Black Ark. El visionario artista mezcla los mitos de su pueblo con un sentido trascendental y cósmico de su música, como en el disco de 1997, Space Dub.

En el camino de Sun Ra, George Clinton estableció su fecunda carrera de P-Funk, música de baile sideral, muy influida por el rock, con elementos del jazz y los sintetizadores, además de letras satíricas sobre política, sexo y drogas, y un look que no es de este mundo, en Parliament y, cuando no le dejaron, en Funkadelic. Desde entonces, el afrofuturismo es la realidad más excitante del panorama musical «extraterrestre». Por él han pasado figuras como Afrika Bambaataa (Planet Rock) y los DJ que llevan desde los años noventa utilizando las ideas de la sci-fi para canalizar sus protestas sociales en samplers y mezclas. Por ejemplo, colectivos como Underground Resistance (Mike Banks y Robert Hood, clásicos del tecno de Detroit, como Galaxy 2 Galaxy), de donde surgió Jeff Mills, un apasionado del género (su último disco, The Planets, 2017, está inspirado en la obra de Gustav Holst), el desaparecido Drexciya, grupos de hip hop como Deltron 3030, o las recientes aventuras de la androide Janelle Monáe (The ArchAndroid).

Estamos lejos de los ejemplos del pasado, la interminable lista de canciones, bandas sonoras, sintonías de series de televisión, etc. En la era digital, todos los contenidos de la fantaciencia están siendo constantemente reescritos en loop. Cerrando el círculo, una máquina los cifra en lenguaje de programación y los devuelve al vacío.

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