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Ramones, cuarenta años de cretinismo ilustrado

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Ramones durante una actuación en Toronto en 1976. Fotografía: Plismo (CC).

¡Esto es lo que yo estaba esperando! ¡No puedo creer que exista gente como ellos! (Alan Vega, a la salida de un concierto de Ramones en el CBGB, 1974).

¡Es esto!, ¡Es esto! (Chris Frantz [Talking Heads], exultante en el CBGB, 74).

¡Me declaro su primera fan! (Debbie Harry [Blondie], mismo sitio y año).

(Yo no te hubiera conocido si no llega a ser por) los Ramones. (Pistones, Madrid, 1982).

En 1974, Arturo Vega, un artista mexicano afincado en Nueva York, se hizo con un stock desechado de camisetas. Había estado fabricando abalorios para los New York Dolls, una catastrófica y fascinante formación de imitadores glam de los Rolling Stones, y ahora se preguntaba qué podría hacer con tanta tela. Sus nuevos compañeros de piso, Joey y Dee Dee, también tenían un grupo que estaba siendo la sensación de la ciudad, con sus primeros conciertos en un tugurio llamado CBGB, donde antes de ellos y un grupo de rock de arte y ensayo, Television, no quería tocar nadie, porque allí solo se hacían lecturas de poesía beatniks y actuaban artistas country. Arturo, entusiasmado con la imagen y el sonido del cuarteto, empezó a decorar camisetas para sus amigos.

Los testigos de estas actuaciones afirman que durante los apenas veinte minutos que duraban, se tenían que agarrar al mobiliario igual que si estuviesen en una montaña rusa, de la onda expansiva que salía del escenario. El grupo, con evidentes limitaciones técnicas, tocaba a una velocidad endiablada. El sonido era una vorágine en la que se encadenaban temas de un minuto y medio, o dos como mucho. Jon Savage los describe en su libro, «canciones tan breves que reflejaban la fragmentada capacidad de concentración de la primera generación de televidentes» (1).

Joey se había pedido ser el batería, pero Tommy, un talentoso ingeniero de sonido que oficia estos primeros años de manager y cerebro del grupo, ha recomendado que sea el cantante, mientras él se queda con los tambores, aunque nunca los haya tocado. La razón es obvia: Joey llama la atención por donde va, ya que aparte de medir dos metros de altura, es un tipo muy especial y su voz es realmente característica, producto de una sinusitis crónica. Joey ha comenzado a variar su imagen de artista glam por una versión más rockera, y de su antiguo look con camisas de raso, guantes y botas de plataforma fucsia, solo conserva el pelo largo y las gafas de miope con cristales de color rojo oscuro. Arturo adora a Joey, como lo vamos a adorar varias generaciones de headbangers, y le ha regalado una camiseta con el logo de la marca de pegamento Carbona.

En 1975, a Dee Dee, el bajista, le serigrafía una camiseta con la foto del príncipe Carlos para llevar la contraria a los Sex Pistols. Si esos ingleses tan arrogantes eran antimonárquicos, ellos serían pro familia real. Dee Dee iba a ser el cantante, pero ha desistido pronto, porque bastante tiene con aprender a tocar un Danelectro que destrozará en pocos meses. Lleva el mismo pelo de Bruce Lee y es toda una personalidad, como la estrella de cine, pero en versión buscavidas de Queens. Tiene auténtico talento para escribir canciones y meterse en líos, trapicheos de drogas y peleas de las que conserva algunas cicatrices. Ha tenido los empleos más dispares, hasta el de peluquero. A veces le corta el pelo a Johnny, el guitarrista, un tipo serio y calmado que luce una cuidadísima melena, muy parecida a la de Keith Relf de los Yardbirds. Esa melena y su primera guitarra Mosrite de cincuenta pavos (como las que tocaban los Ventures) pasarán a la historia. Bueeno, los estilismos capilares de Fred y Dennis de los MC5 también han influido en los peinados de Joey y Johnny.

Estaban en Washington haciéndose fotos, y Arturo se fijó en las banderas y los emblemas, omnipresentes por toda la ciudad. Recordó la obsesión de Dee Dee por la parafernalia nazi —uniformes, soldaditos, esvásticas— de cuando vivió de niño en una base en Alemania por su padre, teniente del ejército, así como la problemática educación de Johnny, que terminó a trompicones la secundaria en un par de academias militares.

Lo vio claro. El sello del presidente, con el águila imperial agarrando las ramas y las flechas, era perfecto para ellos.

Pero había que realizar algunos cambios: «En lugar de la rama de olivo, dibujé una rama de manzano, ya que ellos son tan americanos como el pastel de manzana. Y como Johnny era un fanático del béisbol, puse al águila sosteniendo un bate». Con el nombre del grupo en grandes letras mayúsculas, alrededor del sello estampó los del cuarteto: Johnny – Joey – Dee Dee – Tommy. El lema que sostiene el águila en su pico ya no era «E pluribus unum». Es el lema que medio mundo lleva encima y posiblemente, ahora tiene la misma idea sobre su significado que como si fuera el otro en latín: «Hey Ho, Let´s Go». (2)

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Este es el origen del logo de los Ramones y su camiseta, prenda que ha sobrepasado la música y los hechos de uno de los grupos más emocionantes de la historia del pop. Nunca un logo ha sido tan descontextualizado, tan vaciado de su intención primaria para convertirse en un simple adorno, sin más mensaje que el atractivo del dibujo y el curioso nombre. Este fenómeno es común a otras muchas camisetas que han usado y usan millones de fans para celebrar su devoción por su artista favorito. La de Nirvana, que tiene unas letras muy parecidas, y no por casualidad, va por ese camino, así como las de Guns´n´Roses y otras bandas conocidas. Todas se pueden encontrar en la zona joven de unos grandes almacenes, lugar donde no hace mucho tiempo hubiese sido imposible imaginar uno solo de estos objetos. Pero por encima del resto de prendas tristemente desprovistas de su sentido y su sensibilidad, hemos visto a media humanidad vestida con la camiseta de los Ramones, desde famosos de segunda en Hollywood a personajes de tercera en España. Y el pueblo llano. Lo mismo la luce un candidato a «Granjero busca esposa» que un coolhunter, el vecino o la señora del súper. Se ha fabricado en todos los materiales posibles, la tela en colores flúor, en formato vestido, para bebés y hasta para mascotas… Incluso otros grupos la han remodelado para anunciar su propio nombre, por no hablar de la cantidad de bares y asociaciones que la han usado, con interpretaciones más o menos afortunadas. Ha vendido millones de copias, primero en las tiendas de memorabilia rock, pero ahora lo mismo la ves colgada en los mercadillos de frutas e imitaciones de perfumes que en franquicias de ropa. Dio a su creador, Arturo Vega, que falleció el año pasado, fan acérrimo y amigo leal, royalties para vivir cómodamente hasta entonces. Los discos de los Ramones, evidentemente, no han tenido ni una cuarta parte de ese éxito comercial.

Los fundamentalistas se enfadan porque a los Ramones los lleven en su pecho gente que jamás los ha escuchado ni lo hará nunca; es más, que si lo hiciera, se horrorizaría. La mayoría no sabe lo que significa ese dibujo, si se trata de una agrupación política o una peña de amigos (4). Se enfurece el fan cuando lee en los suplementos de moda articulines sobre la camiseta o ve a un famoso de esos de la tele ataviado con la prenda en una tertulia del corazón. Pero esta confusión sigue siendo igual de divertida y estúpida como cuando el movimiento punk lucía en bloque la camiseta. Un símbolo que tiene un aspecto, reconozcámoslo, marcial, genuinamente americano y no muy airado, poco que ver con los lemas que el avispado modisto Malcolm McLaren hacía lucir a sus criaturas para vender ropa, tipo la camiseta con la cruz invertida y la palabra «Destruye» de su tienda. Sí, imprimirse el sello del presidente de los Estados Unidos con unas modificaciones pop era muy típico de la época y los de Ramones, burlones hasta el final, pero ellos también se ponían otras camisetas en las que se podía leer «Let God Kill´em All», un lema utilizado por los boinas verdes, que podía ser una ironía en el caso de Joey, mucho más distanciado que sus compañeros con las instituciones (como hicieron cientos de artistas de su generación, los primeros en enfrentarse a hechos de la historia reciente desde posturas ambiguas, humorísticas o esteticistas), pero también una declaración de principios de Dee Dee, como en su fabuloso «53rd & 3rd», tragicomedia al estilo Taxi Driver. Junto al nihilismo que compartían con la nueva música, había en ellos otros mensajes que muchos no han querido asimilar, como cuando Johnny declaró, ya de mayor y con el grupo disuelto, su adhesión al partido republicano y la gente se rasgó las vestiduras, como si antes nadie lo hubiese sospechado. (3)

Ahora igual. Provoca bochorno al tiempo que carcajada leer en las webs de moda el apartado «T-shirts de música» (las de AC/DC y Iron Maiden también son un clásico de la descontextualización), como outfit para combinar en un evento (no estoy segura de lo que significan estas palabras). En una de ellas, por ejemplo, y no hace ni un par de meses, leo a una bloguerette que dice que le encanta su T-shirt de los Ramones, pero que no iría jamás a un concierto suyo, salvo «superbien acompañada», supongo que de un criado fornido para una sesión de ultratumba. Con casi todos los Ramones muertos, y todavía hay gente que se asusta de artistas que se vestían de delincuente juvenil hace cuarenta años.

Ramones durante un concierto en Oslo en 1980. Fotografía: Helge Øverås (CC).

A mitad de los años setenta aún era raro ver en los conciertos un puesto con camisetas, sobre todo si el grupo no era Kiss. Pero cuando explota el punk, la camiseta estampada con la foto de un grupo o un lema (muchas veces, escrito a rotulador o boli) adquiere una dimensión tan importante como la propia música. Era un gesto social que te señalaba afecto a unas ideas, demostraba tu malestar y tu gusto. Tenías algo que los demás no compartían y además les desagradaba. Llevabas puesta una (anti)estética, la ropa envolvía y señalaba la idea, tu situación contra el mundo. Los actuales libre-defensores del consumo de camisetas malas de los Ramones, solo porque es genial que ya nadie sepa qué encierran los mensajes que una vez alguien creó con una intención, ya que se ha generado la demanda y eso es lo más sagrado, están defendiendo una ideología muchísimo más agresiva y oscura que la que exhibe el que se pega un demonio en la cazadora, porque le gusta a rabiar el heavy metal, y también, por supuesto, porque combina con su peinado y los pantalones.

En mi seguro que distorsionada percepción de la realidad, creo que se empieza por no tener ni idea de qué va el muñeco que llevas de adorno en el outfit ese, y terminas votando en las elecciones con el mando de la tele, como si mandaras un mensaje para ganar un viaje a Torrevieja. (Sí, creo que necesito psicoterapia. Incluso un tratamiento de shock).

Los Ramones pasaban el rato en la Heladería Jahn en verano y en invierno en las escaleras de los pisos. Para divertirse, iban a los almacenes Alexander´s a ver cómo compraba la gente. (Richard Hell).

Los Ramones no eran revolucionarios de salón. No leían ensayos europeos de tipos que, tras vagar borrachos por la calle, luego se inventaban no sé qué rollo de ir a la deriva. Simplemente invocaban algo que llegaba de forma instantánea a cuantos los escuchaban: el aburrimiento de la adolescencia en la segunda mitad del s. XX, el que te llevaba a dar vueltas por la calle sin saber qué hacer, estar tirado en un sofá viendo la tele, escuchando la radio o leyendo cómics. El sentimiento de ser un rechazado, porque las chicas no te hacían caso y los demás pensaban que eras un idiota a causa de tus pintas y tu comportamiento. Por eso, porque eras raro, había que llevar la contraria, porque esa es la actitud cuando no tienes expectativas y no entiendes nada en un mundo que está, como tú, desquiciado. Ellos compartían una visión inteligente y caótica sobre la realidad, por eso mezclaban las imágenes de la película mondo La locura americana con las de Patti Hearst cuando posaba como una estrella delante de la pancarta del Ejército Simbiótico de Liberación. Patti y las monjas karatecas resultaban igual de absurdas y risibles. La Familia Manson se hilaba con un show de los Ice Capades, y la máquina de soda del Burguer King con el Ku Klux Klan; un universo pop plagado de contradicciones, violencia, locura e infantilismo.

Los Ramones no eran cuatro cretinos sin luces que habían reducido los tres acordes del rock a uno y medio y lo acompañaban de letras que nadie con dedos de frente hubiese escrito. Esa definición se puede aplicar a la mayoría de sus irritantes explotaciones, cientos y cientos de grupos por el mundo, pero no a ellos. Desde 1974 a 1976, fecha de publicación de su primer disco, fueron demoliendo —deconstruyendo, creo que dicen los empollones— sabia y cuidadosamente, como aparentando que no tenían ni idea de nada, la herencia del pop desde los años cincuenta, el beat, el sonido Phil Spector, las baladas melodramáticas de las Shangri-Las y las canciones que salían del edificio Brill, la música high school, el glam, el surf, la psicodelia, el garaje, e incluso manifestaciones de rock adulto como Lou Reed, los Stooges y algunos dinosaurios del hard rock, hasta reducirlo todo a su mínima expresión, temas de menos de tres minutos en un aparente caos de velocidad, ruido y coros sixties, con historias protagonizadas por personajes salidos de La matanza de Texas y de Marvel, detallando la frustración y la rabia de los chicos y las chicas, la insoportable cotidianeidad de la clase media de Forest Hills, donde no nunca pasa nada, pero, a veces, en el sótano puede vivir una encantadora pareja de pinheads.

Hay incontables trazas de la herencia de los Ramones, por desgracia no reconocidas en la mayoría de los casos, a veces por maliciosa omisión y otras por puro desconocimiento. Y lo peor de todo, reducidas en la actualidad a un mal chiste: la imagen, elaborada por ellos mismos contra el look de los hippies (chupas de cuero, pantalones rotos a propósito, zapatillas Keds, camisetas dos tallas más pequeñas, melenas y flequillos pop…), su actitud sin igual en el escenario, la forma esquemática de presentarse ante el público, descolgar guitarra y bajo hasta la rodillas en obstinada declaración de antivirtuosismo, y, por supuesto, las canciones… elementos de un pasado remoto, donde solo permanece una camiseta que nadie sabe qué significa, en un mundo manejado por cretinos, pero ahora de los de verdad. Tommy Ramone decía que no a todos los grupos aficionados les sale un primer elepé como el de los Ramones. Las copias de las copias de las copias son como las camisetas que se estropean a los dos lavados.

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(1) Savage, Jon: England´s Dreaming. Los Sex Pistols y el punk rock. Barcelona, Reservoir Books, pág. 133.

Todas las citas sobre los Ramones son de la biografía escrita por Jim Bessman en 1993, The Ramones: An American Band (Ed. Griffin). También son muy recomendables De gira con los Ramones, escrito por Frank Meyer y Monte Melnick, su tour manager (Ed. Munster, 2009), y Hey Ho, Let’s Go: Story of The Ramones (True Everett, Omnibus Press, 2005), así como los documentales Ramones Raw (BMG, 2004) e It´s Alive 1974-1996 (Rhino, 2007).

* En 1996, Galactus y yo, editores de Mondo Brutto, escribimos un libro sobre los Ramones titulado así, 20 años de cretinismo ilustrado que nunca llegó a ver la luz por razones desconocidas. Auto homenaje, por tanto, en la cabecera del artículo. Y en su espíritu.

(2) El lema y el sello han cambiado. Pintado a todo color, rezaba «Look out below» (frase de Spiderman), y la ramita tenía unas manzanas rojas que luego se pintaron en dorado. El nombre de Tommy fue sustituido por el del nuevo batería, Marky, y también hay una camiseta, rara, con la del breve Richie «Beau» Ramone, sustituto en una mala época de Marky. Poco después, Dee Dee, en un pronto descomunal, dejó paso a C. Jay para comenzar su inexplicable carrera de rapero. El fan sabe qué camiseta es la buena según los nombres que aparecen, si la auténtica con Tommy o la del final con C. Jay. El que nunca llegaría a aparecer en las camisetas es el batería de Blondie, Clem Burke, que tocó varias veces con ellos cuando Richie dejó el grupo y a punto estuvo de convertirse en Elvis Ramone.

(3) Son célebres las broncas entre Ramones, que terminaron por no dirigirse la palabra, pero especialmente sus peleas por cuestiones de ideología. Johnny y Dee Dee, adscritos a un pensamiento que tacharíamos de muy conservador: el primero, por convicción; el otro sospechamos los fans que por chifladura, y Joey en una posición de militante de izquierda, a la americana, eso sí. Los pilares del grupo eran personajes maravillosos en la ficción. Como personas, nunca, nunca quieras conocer a tus ídolos.

(4) Llamarse «Ramones» podría haber sido un homenaje anticipado al enorme éxito que tendrían sus conciertos en países como España, México y Argentina, donde los fans los idolatraban, pero no, es un guiño a los Beatles. Paul McCartney firmaba como Paul Ramone para pasar inadvertido en los hoteles. Apellidarse con el mismo seudónimo es un gesto de estilo incomprensible cuando los músicos se tomaban demasiado en serio y tiene más que ver con telecomedias como los Munsters y grupos como los Bay City Rollers, también reivindicados por los Sex Pistols.


Gram Parsons, la serie cósmica (I)

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Fotografía: A&M

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Si alguien te dice que tiene una colección genial de discos y en ella no hay un álbum de Gram Parsons, dispárale. (Ryan Adams, en plan outlaw).

Gram Parsons fue expulsado de Harvard hace unos años, tras estar solo un semestre. Lleva puesta una camiseta de Snoopy, pantalones de terciopelo, brillantes botas blancas de vaquero con rhinestones, muy puntiagudas, y una chaqueta parisina de piel en azul. Lo que significa que parece una estrella de rock and roll… Siempre hay una docena de personas en Harvard que se esfuerzan en convertirse en estrellas del rock. (The Crimson Harvard, 1969, boletín de la universidad, desdeñoso con la juventud y la moda).

Hace tiempo leí que escribir sobre Gram Parsons era una pesadilla. Lo decía uno de sus biógrafos. Aunque a simple vista no parece difícil relatar la vida de un músico que murió con veintiséis años, frente a las peripecias de artistas con discografías interminables, lo cierto es que no se trata de un personaje como los demás. Si en vida apenas tuvo repercusión, tras su muerte se ha transformado en algo más que una simple leyenda. En los últimos años, desde el revival del «nuevo rock americano» (¿alguien recuerda a The Long Ryders?), hasta el actual movimiento del country alternativo, Gram Parsons es un mito que se aviva con más fuerza cada vez que invocas su nombre. Ya ni siquiera se circunscribe al estereotipo de la rockstar con todos sus complementos, esa quien tras una muerte prematura es elevada a los altares del comercio y los tributos. Parsons es el destilado puro del sueño de California, la visión utópica que planea sobre la música y la sociedad de los años sesenta y, al mismo tiempo, un cuerpo en la cuneta, testigo frágil de las pesadillas que se agazapaban en los callejones más oscuros. Es el hijo sobreprotegido de una cultura alterada, la actualización de las historias de los forajidos del viejo Oeste, cantante perdido de los honky tonks y aprendiz de cowboy en la era psicodélica. Son estas algunas de las interpretaciones, a veces bastante exageradas, que se superponen acerca de una vida que ha pasado a la dimensión favorita de la cultura popular, la de los antihéroes, aquella donde permanecen los que se consumieron en la llama, muy deprisa y muy pronto.

PRIMERA TEMPORADA

Solo con los datos de la vida de Gram Parsons se puede desarrollar una tragedia digna de Tennessee Williams, y las peripecias de su muerte las podría haber escrito el mismísimo Hunter S. Thompson, incluso haber estado por allí de testigo. Esta historia de grandes fortunas sureñas y relaciones desgraciadas da para una teleserie de alto presupuesto, entre Peyton Place y Dallas, con varias temporadas trepidantes. Nuestro protagonista nace a final de los años cuarenta en Florida y crece entre Georgia y Louisiana. Niño mimado con tendencias autodestructivas, es educado como un caballero del sur dentro de una familia disfuncional de libro, multimillonarios que luchan por la herencia del imperio del zumo de naranja. Un padre con severos traumas se suicidará cuando él es pequeño. Después morirá su madre, justo el día de la graduación en el instituto de Gram, a causa de una cirrosis motivada por su afición a la bebida. Entra en escena un padrastro vivalavirgen afecto a la «causa cubana», de quien tomará el apellido Parsons, porque en origen Gram ha sido bautizado como Cecil Ingram Connor III, y con ese nombre, entre mando del ejército confederado y tahúr del Mississippi, ya estás marcado de por vida.

SEGUNDA TEMPORADA

Años sesenta. Tras diversas expulsiones de colegios privados y un semestre en Harvard, el heredero de la dinastía viajará por el país con un rico fondo fiduciario heredado de mamá, porque quiere ser músico desde que era pequeño, y talento, desde luego, no le falta (dinero tampoco: dos veces al año recibe entre treinta y cuarenta mil dólares). Tras haber organizado varios grupos en el instituto (The Legends, The Vanguards, siempre con el folk de Peter, Paul & Mary o The Kingston Trio como referencia), llegará a Nueva York con su último cuarteto, The Shilos, también marcadamente folkie, de los que detestan al Dylan eléctrico. Gram se sitúa a medio camino, no es fundamentalista, aunque admira a Tom Paxton y Fred Neil, pero también venera a los artistas más comerciales del género. Conocerá a su ídolo, John Phillips, además de coincidir en el barrio con los futuros Buffalo Springfield. Para ellos interpreta alguna de sus primeras composiciones. Los deja boquiabiertos. Todos le marcan el rumbo al oeste, la escena musical más importante del mundo en ese tiempo, Laurel Canyon, California, a donde llegará para convertirse en una estrella de rock.

Quemad todos los honky tonks: eso que llaman country 

El honky tonk es un bar típico del sur, con actuaciones en directo, bailes y alcohol, que se montaba a las afueras de los pueblos y cerraba tarde. Una evolución de los antiguos saloons que a veces podía tener un burdel. En casi todos ellos el ambiente se caldeaba hasta terminar casi en bronca diaria. El público era blanco, solía ser pobre, y la música que sonaba era hillbilly, que fue cambiando al western swing de orquestas que practicaban un pop más ruidoso. La razón, habían tenido que electrificar sus instrumentos para poder ser oídos entre el alboroto y los tiros: la steel guitar se volvió proto-rock. Los músicos ejecutaban un western sincopado, añadiendo a los instrumentos de cuerdas baterías y saxofones, incluso el acordeón tex mex, conforme estaban más cerca de Texas y California. Las canciones hablaban de alcoholismo, drogas, traiciones, riñas y todos los mitos del viejo Oeste. Sus intérpretes, genios como Bob Dunn o Hank Penny, fueron los padres de los héroes de Gram Parsons: por un lado, los honkytonkers de los años cincuenta (Porter Wagoner, Hank Snow, Ray Price… grandes figuras que interpretaban canciones de sonidos secos y contenidos poco edificantes), y por otro, los artistas del sonido de Bakersfield.

Situada al norte de Los Ángeles, en un cruce de importantes carreteras, en Bakersfield surgió un estilo de vida con transportistas y tráfico de sustancias ilegales. Allí se estableció un circuito de bares, sellos de grabación y artistas encabezados por dos leyendas: Merle Haggard y Buck Owens, intérpretes alejados de la música digerible del country de Nashville. Ambos componían sus propias canciones, tenían un look y un sonido más agresivos y tocaban con su propio grupo (The Strangers, el primero, donde estaba Don Rich, y The Buckaroos, el segundo, con el legendario James Burton, que después acompañaría al propio Gram). Haggard se inspiraba en el western swing y Owens en el rockabilly.

Pero a pesar de lo rudo de este sonido y lo cercano que estaba al rock en su actitud outsider, ciertamente esa música no era la que escuchaba el público hip de la misma California, porque el country se veía —se sigue viendo— como un residuo de la América más reaccionaria. Si querías ser una estrella del rock, no se te habría ocurrido de ninguna manera tocar acompañado de un banjo y vestirte de vaquero con un traje bordado de pajaritos (o de pistolas, como lucía el gran Faron Young). El folk rock también bebía de las raíces y había muchos grupos interesados en mezclar ambas cosas. Dylan daría la campanada en 1969, grabando un elepé con Johnny Cash, después de haber comenzado en el Festival de Newport ese peculiar sistema suyo de decepcionar a sus fans cada cierto tiempo, tradición que sigue cumpliendo hasta el día de hoy.

Los hippie-billies 

There’s talk on the street, it sounds so familiar
great expectations, everybody’s watching you
people you meet they all seem to know you
even your old friends treat you like you’re something new.

(«New Kid in Town», The Eagles).

Pero antes de que Dylan tuviese uno de sus cambios de humor, Gram Parsons ya quería ser una estrella del rock con los ingredientes de un artista country. Había crecido escuchando rock and roll y góspel, era fan fatal de Elvis desde que lo vio en directo en 1957. Tras escuchar a fondo en la universidad una gran cantidad de discos de country, supo que eso es lo que quería tocar y fundó The International Submarine Band, donde comienza esta historia de country rock, de psicodelia country o de rock hippie country. Es igual, Gram no convenció a ninguna de las partes. Demasiado hippie para el country, demasiado country para el pop, demasiado pop para el rock… Cualquiera de las combinaciones da una proporción no equilibrada, aunque esta misma mezcla se haría mundialmente popular y lanzaría a otros grupos a un estrellato que él no tuvo.

La ISB grabó su primer elepé en 1968, Safe at home, después de dos singles que pasaron sin pena ni gloria y una complicada peripecia (1). Pasó inadvertido en su tiempo y es el menos celebrado de la corta carrera de Gram Parsons. Lógico que en la época del «verano del amor», un disco que se dedicaba a revisitar los clásicos del country se estrellara con sus versiones de «I Still Miss Someone» y «Folsom Prison Blues», mezcladas con «That´s all right, mama» o «I must have been somebody else you´ve known», de Merle Haggard. La versión de Hank Snow de «Miller´s Cave» es prodigiosa y atemporal, además de las propias composiciones, producto del genio de Gram, como «Blue Eyes» o «Luxury Liner», su primer clásico sobre trenes y almas solitarias. Este disco tiene el sonido más puramente country de todo Parsons (fue siempre su disco favorito) gracias en parte a los músicos traídos de Nashville. Estos rockeros aficionados al bluegrass, encabezados por el romántico Gram Parsons, se encuentran con las raíces del country y descubren que tras los tópicos, producto en gran parte del desconocimiento, hay una corriente de música popular que le canta a asuntos mucho más complejos que el melodrama pop, con intérpretes fuera de serie.

Parsons no era un simple enciclopedista, quería mezclarse con la música, por lo que lejos de resguardarse en el ambiente moderno con sus discos, no dudó en frecuentar los bares country «auténticos» de Los Ángeles. Y eso era una aventura, porque entrar en un local de la Ciudad de la Industria, el polígono donde se concentraban marines, camioneros y duros rednecks locales y mexicanos, con aquella pinta suya era jugarse una pelea sí o sí. Sin embargo, él y sus músicos participan en los concursos de nuevos talentos en The Palomino, incluso en el Aces, concentración de Hell´s Angels, donde podían tocar acompañados de un veterano del género. En uno de estos bares, Parsons encuentra en 1967 a Suzi Jane Hokom, cazatalentos y chica del productor Lee Hazelwood. La rubia se prenda de la música de la ISB, pero especialmente de Parsons, y convence a su novio de que les fiche para su sello.

Pero esta historia dura muy poco. No ha empezado la promoción cuando Gram anuncia que abandona la ISB y se une a los Byrds en 1968. Para evitar una demanda, y sin tener en cuenta a sus compañeros, le tiene que vender los derechos del nombre a Hazelwood y Safe at home se publica cuando el grupo ya no existe.

La novia del rodeo

Con todo, The Internacional Submarine Band llamó la atención de muchos músicos. Entre ellos, la del bajista de los Byrds, Chris Hillman, quien se interesó por el tipo que tiempo atrás le había levantado la chica a su excompañero, David Crosby, la conocida it girl Nancy Cross, con quien Parsons ya había tenido una hija en 1967 (2). Hillman le dijo que estaban buscando músicos de sesión, al haberse quedado sin Gene Clark y sin Crosby. Parsons, como teclista, y el guitarrista Clarence White fueron contratados a la vez para grabar en el sexto disco de los Byrds. Al ladino Roger McGuinn, lo de que Parsons no pudiese cantar sus canciones por el supuesto conflicto con Hazelwood le venía de perlas, pero a Gram, deseoso de tocar con un grupo famoso, estos asuntos legales le daban igual. Hubiera tocado con ellos sin ver un centavo.

Sweetheart of the Rodeo fue el primer disco de un grupo pop grabado en Nashville. Abrió el camino del country rock a lo grande. La idea de Roger McGuinn era distinta, él quería realizar un recorrido por la historia de la música americana, desde sus orígenes hasta la electrónica, pero debido al entusiasmo de Parsons se centraron exclusivamente en el country. Así se pueden encontrar, entre otros, brillantes ejemplos de folk de las dos vertientes, la fundamentalista («The Christian Life», un tanto perversa en la voz de McGuinn, de The Louvin Brothers) y la social («Pretty Boy Floyd», de Woody Guthrie); una murder ballad, la escalofriante «Pretty Polly»; country-gospel («I am a pilgrim», popularizada por Merle Travis); country clásico (una revitalizada y enorme «Life in Prison», de Merle Haggard o «You´re still on my mind», de Luke McDaniel), más las versiones del Dylan de las cintas del sótano, todavía no editadas, memorables «Nothing was delivered» y «You ain´t going nowhere». Es una obra maestra, ambiciosa y manierista, que marca en las composiciones de Gram Parsons, las increíbles «One hundred years from now» y «Hickory Wind», la distinción entre el country tradicional y este nuevo estilo, que le despoja de la caricatura y recupera de forma natural las raíces. Parsons no es un rudo vaquero con pelo imposible que canta sobre peleas y se derrumba cuando le deja la mujer, sino un ser casi andrógino de pelo largo y vestido de fantasía, que reinterpreta el peso de la religión, el miedo y la culpa, donde lo mismo cabían cowboys, ángeles caídos o niños perdidos. Y también, hay que decirlo, un punto de ironía bajo el sombrero de vaquero melancólico.

Los aficionados al country no recibieron el disco con mucha alegría, pero su aparición en el sacrosanto Grand Ole Opry tampoco provocó un escándalo. Cuando Gram Parson dedicó «Hickory Wind» a su abuela, el público simplemente escuchó a los melenudos con frialdad y esperó a que saliera el siguiente grupo. Los fans de los Byrds se quedaron desconcertados, el disco fue el menos vendido de su carrera, y hasta que el mundo no se convenció de que aquello era una maravilla, McGuinn estuvo un tiempo disculpándose por la falta de éxito, echándole la culpa a Parsons.

Los Byrds se van de gira a Europa con Doug Dillard, el mejor intérprete de banjo de su tiempo, ante la reticencia de McGuinn. En Londres, Gram conoce a los Rolling Stones y se hace íntimo de Keith Richards. Bajo la influencia, ambos se enamoran al instante. En compañía de Keith, Parsons creerá en su inocencia-inconsciencia que él es también todo un Rolling Stone, mientras que Richards se interesará por sus conocimientos de la old timey music y la facilidad que tiene Gram para componer según la estructura del country. Sea como fuere, los Byrds tienen apalabrado un concierto en Sudáfrica y Parsons, que será muy educado, pero tiene que preguntar qué es eso del apartheid (Anita Pallemberg le explica que es lo mismo que tienen ellos en Mississippi), decide no viajar con el grupo. Aunque hace unas sentidas declaraciones sobre sus hermanos, los criados negros de la mansión familiar en Winter Haven, la verdadera razón no es un gesto político, sino que estaba harto de discutir con los Byrds y desea quedarse con los Stones para seguir la fiesta. La sesión de fotos en Stonehenge, con Jagger y Richards posando entre los megalitos, da fe de esta pasión entre los burgueses de Londres y el rico sureño. Mick enseñará a Gram otros enclaves druídicos en las islas. Él corresponderá invitando a sus nuevos amigos a buscar extraterrestres en el Monumento Nacional del Joshua Tree.

(1) La ISB se formó estando Parsons de estudiante tarambana en Harvard, junto a su compañero de estudios, el guitarrista John Nuese, hacia 1965. Al año siguiente, el cuarteto (con Ian Dunlop, bajista, y Mickey Gauvin, batería) se trasladó a Nueva York. De esa época son algunos conciertos en el área de Boston, como teloneros de Phil Ochs, tocando versiones de música tradicional de los Apalaches, para desesperación de los concienciados fans del solista. Parsons, tras librarse de la mili mediante la ingesta de LSD, decidió mudarse a California, espoleado por la promesa de que el grupo saldría en la película emblema de la psicodelia, The Trip, de Roger Corman. Quien le prometió esta colaboración fue su amigo Brandon DeWilde, el actor que había triunfado de niño con su papel en Raíces profundas y que en esos días hacía los coros a Parsons en su grupo. Al final sí salieron en la película, muy brevemente, pero solo en imagen, puesto que el sonido no es de ellos, suenan The Electric Flag, la banda de Mike Bloomfield. Gracias a este papel en The Trip se hicieron con un nombre, consiguiendo actuar de teloneros, por ejemplo, para unos Doors que acababan de editar su primer disco. Los conciertos eran caóticos por ocurrencias como poner un theremin en el escenario y mezclar clásicos del country con sonidos espaciales… Gram tocó con luminarias como Bobby Keys, el incombustible saxofonista texano, y sobre todo, Leon Russell, una personalidad dentro del pop y el blues rock, que tuvo una gran influencia en Parsons cuando este desarrollaba su propio estilo, aquello de la «música cósmica americana».

(2) La historia de los Byrds es como Juego de tronos en grupo de pop. Pocos han sido tan influyentes en la música y tan maquiavélicos en sus relaciones. Solo se salva el genio adorable de Gene Clark.

Avance de la Tercera Temporada y Season Finale

Tras varios intentos en grupos de leyenda y una música en solitario absolutamente prometedora, salpicados de abandonos, infidelidades, apatía, espantadas, peleas, excesos y un éxito que nunca llega, Gram Parsons emprenderá una carrera contra sí mismo, deseando escapar de un destino inevitable, como si se creyera víctima de una maldición familiar. En un motel de ese camino se quedará para siempre, adicto a la mentira y otras sustancias. Tras su muerte, será una referencia para cientos y cientos de músicos.

(Continúa)

Fotografía: Reprise Records.

Gram Parsons, la serie cósmica (y II)

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The Flying Burrito Brothers. Imagen A&M.

The Flying Burrito Brothers. Imagen A&M.

(Viene de la primera parte)

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El dorado palacio del pecado

Gram Parsons vuelve a Los Ángeles. Los Byrds se han separado. Chris Hillman y él hacen las paces y deciden irse a vivir juntos, componer y reunir un nuevo grupo. Ahora van a ser un cuarteto. Ellos en las guitarras y las voces, Chris Ethridge al bajo, músico de sesión que trabajaría con Ry Cooder o Willie Nelson, y Sneaky Pete Kleinow al pedal steel, un intérprete único en su estilo. Sin batería fijo, este grupo, que tiene uno de los nombres más tontos que se recuerdan —The Flying Burrito Brothers realizará en su debut, The Gilded Palace of Sin (A&M, 1969) la simbiosis más perfecta entre el rock y el country, uno de los discos más importantes e incomprendidos de los años sesenta. Gram y Chris cantan como los Everly Brothers, mientras el pedal steel de Sneaky Pete suena a música espacial, muy diferente de los sonidos tradicionales, como si fuese un Sun Ra country. Las canciones comienzan con la optimista y eterna «Christine’s Tune» para ir oscureciendo el tono según avanzan: en ellas están las contradicciones del chico de campo que no encuentra su sitio en ninguna parte, la tristeza que no se va con las drogas: «Sin City»; la desesperación en la que puede ser una de sus mejores composiciones, «Hot Burrito #1»; así como las dos versiones, extraídas esta vez de la música soul, de la que eran fanáticos en esos días: la primera, convertida en un vals honky tonk, «Do Right Woman», y la segunda, la gospel «Dark end of the street», que en la voz de Gram Parsons se vuelve balada espectral. Para cerrar, una broma: Chris en el papel de serio evangelista, recita un sermón en «Hippie Boy», mientras Gram toca el órgano de forma solemne y se oyen los coros de «Peace in the valley»…

Además de la inmensa joya que es su música, del disco ha quedado para la historia el look del grupo. Parsons tuvo la genial idea de lucir unos trajes como los que llevaban sus ídolos, los cantantes country, recargados de lentejuelas y bordados. Para ello, fue al mismo sastre que los realizaba, Nudie Cohn, extravagante diseñador que había realizado el traje de oro de Elvis o el de las partituras de Hank Williams. Parsons le encarga cuatro Nudies, pero en lugar de motivos «clásicos», para el suyo bordará hojas de marihuana, pastillas, cruces y amapolas… Cada Burrito especificará los dibujos (son tremendos: el de Hillman en azul, con bordado de pavos reales y un sol en la espalda, Ethridge lleva un Nudie cubierto de rosas, y Sneaky Pete opta por un suéter de terciopelo negro atravesado por un pterodáctilo amarillo). Estos trajes seguían la tradición, pero al mismo tiempo resultaban casi dadaístas. Estamos viendo prácticamente a un grupo glam en el 69. Con una imagen tan arriesgada, iba a ser muy difícil acercarse al público pop. Los modernos preferirían otros hippies-country, de barba y melenas, vestidos con simples vaqueros, botas y camisetas. Pero como sabía Parsons, un artista country de verdad nunca saldría a tocar con unos vulgares Levi’s.

Hay un leyenda del rock que cuenta que en las oficinas del sello A&M todavía seguían llegando, al cabo de mucho tiempo, facturas pendientes de la primera gira de los Flying Burrito Brothers. Al grupo no se le ocurrió otra cosa que recorrer el país en tren y dejar un pequeño desastre en cada concierto. Tal era la desorganización y el estado de los músicos, que en Nueva York ni siquiera se presentaron. «Era como una película de vaqueros de Fellini», recuerda Chris Hillman. Pese al buen recibimiento de la crítica y aunque Dylan dijese que era su grupo favorito, la A&M, por este descontrol de la gira del tren, se desentendió muy pronto de ellos y tuvieron que volver a tocar en el circuito de bares honky tonk.

Llegó un punto en que Gram se había transformado en una especie de Keith Richards sureño. Los conciertos en bares frecuentados por el público belicoso del country, que en nada se parecía al de Sunset Strip, con su cantante maquillado de aquella guisa, no era suficiente para obtener dinero ni repercusión. Además, Parsons cada vez pasaba más tiempo con los Rolling Stones, cosa que le recriminaba hasta el propio Jagger, quien terminó por invitarle a abandonar el estudio de Elektra en el que estaban realizando las mezclas de Let it Bleed. Esta performance para televisión es un ejemplo de por qué los amigos le llamaban Gram Richards:

Los Flying Burrito tocaron en el concierto de Altamont. Como curiosidad, su actuación debió de ser el único momento del show en el que ni público ni músicos fueron atacados por los Ángeles del Infierno. Gram Parsons luce mechas rubias y una ropa que nadie en ese momento se habría atrevido a llevar, siendo hombre blanco y músico en un grupo de rock, se entiende. Tras los penosos incidentes, el grupo vuelve a sus actuaciones. Han contratado a Michael Clarke, el exbatería de los Byrds, y a Bernie Leadon, el que luego será fundador de los Eagles, para la guitarra (Hillman vuelve al bajo), y cuentan con la colaboración del violinista Byron Berline, el mismo que toca en «Country Tonk», de los Stones.

Gram esperará en vano a que Keith produzca el segundo elepé de sus Burritos y, sin ganas, comienza la grabación. No tienen canciones suficientes y las que componen no están a la altura. Burrito de Luxe (1970) es como un descarte de Sweetheart of the Rodeo, a pesar de canciones como «Cody, Cody», «Older Guys», y la famosa versión de «Wild Horses», grabada por ellos un año antes por cortesía de los Stones. Los únicos temas en los que Gram parece volver a cantar como antes son en la versión de «Image of Me», de Harlan Howard, perfecta para su personalidad, lo mismo que en «High Fashion Queen». (2)

En sus intentos cada vez más serios de construirse una leyenda de forajido al tiempo que destruye salud y talento, Gram se compra una enorme Harley, y a las pocas semanas tiene un aparatoso accidente que le manda al hospital. Cuando reaparece con los Burritos, Hillman, que ya ha tenido suficiente, lo echa del grupo. No parece que le afecte demasiado: en unos meses se va con los Rolling Stones a Inglaterra con su nueva novia, la modelo Gretchen Burrell. Por recomendación de William Burroughs todos inician una cura de desintoxicación. O algo parecido.

Al año siguiente, la trouppe de los Stones emprende camino al sur de Francia. No son vacaciones, se van por asuntos de millonarios con Hacienda. En una elegante mansión grabarán Exile on Main Street. Para tal efecto llevan equipo, familia y llaman a varios dealers de la zona. También se apunta una serie de amigos. Gram Parsons está, cómo no, entre este grupo. Keith y él pasan mucho tiempo tocando juntos, y son inmortalizados en una sesión de fotos con sus parejas, retratos en los que las estrellas del rock clausuran un espacio-tiempo. A partir de entonces, todo será la mugre y la furia.

Seguramente fueron los días más felices en la vida de Gram Parsons, tocando clásicos, droga en cantidades industriales, aislado del mundo y sus problemas, que por pequeños que fuesen era incapaz de afrontar. Pero aunque los Stones pudieran parecer un caos, tenían (al parecer, tienen) voluntad de hierro. Echaron a Gram y a su novia tras dos semanas de fiestas y peleas.

Cuando vuelve a casa, Gram se casa con Gretchen y se instala en el Château Marmont, un conocido edificio de apartamentos de Sunset Boulevard. Parece que está decidido a empezar de cero con una carrera en solitario. Se inspira en el dúo de George Jones y Tammy Waynette, y quiere una solista con quien cantar. La encontrará, como siempre, por medio de Chris Hillman, una folksinger que actuaba en los clubs de Washington D.C. Emmylou Harris es una intérprete maravillosa que apenas sabe quién es Gram Parsons, pero tras una primera toma de contacto en la que ambos cantan varias canciones clásicas, acepta grabar con él.

Gram Parsons y Emmylou Harris. Imagen cortesía de emmylou.net.

Gram Parsons y Emmylou Harris. Imagen cortesía de emmylou.net.

Gram espera otra vez que el productor de este nuevo disco sea Keith Richards, pero desde lo de Francia no volverá nunca más a tener noticias de su amigo. Entonces pedirá en la discográfica a Merle Haggard. La leyenda del country acepta reunirse con él y en un principio parece que le hace gracia la idea de producir al sureño melenudo, a pesar del desprecio que siente por los hippies. Pero en el último momento, el cantante, como un Parsons cualquiera, decide que no. El destino le devuelve la jugada a Gram y la decepción que se lleva es una de las más grandes de su vida.

Gram se tiene que contentar con el ingeniero de sonido de Haggard y contrata de su propio bolsillo a la TCB de Elvis: el guitarrista James Burton, Ronnie Tutt en la batería y Glenn D. Harlin al piano, más el violinista Byron Berline. Una decisión que, como de costumbre, ningún otro músico rock en ese momento habría tomado, pues significaba tocar con los músicos más poco auténticos del mundo, una horterada, los del Elvis de Las Vegas. Era 1972, ya había salido American Beauty de The Grateful Dead, y estaba a punto de ser disco de platino el elepé debut de los Eagles. Es lógico que Parsons estuviese muy, muy quemado.

Con un verdadero supergrupo, la voz de Emmylou Harris y un Gram Parsons más centrado que de costumbre, el resultado es excepcional. GP (1973) es una cumbre del rock and roll, el country gospel solemne y honky tonk despreocupado, con canciones inolvidables («Still Feeling Blue») y armonías vocales perfectas («We’ll Sweep out the Ashes in the Morning», «That´s all it took»). Tiene versiones muy escogidas, como de costumbre, «Streets of Baltimore», y la impresionante «Cry One More Time», de la J. Geils Band. Letras cantadas con toda el alma, en las Gram expresa su carácter autocompasivo y la necesidad constante de atención («She», «A Song For You», «How Much I´ve Lied»). Parsons encarna a un honky tonker moderno que cae en los excesos una y otra vez y después corre a aligerar el peso de la culpa en la iluminación espiritual, con ángeles, demonios y todo el bello equipo religioso que ha dado tanto juego en la música popular. Las imágenes de la portada, fotos de Gram, muy cambiado físicamente, en su lujoso apartamento, son también propias de un artista que no se pliega a las modas.

Para promocionar su espléndido disco, Parsons reúne un grupo, The Fallen Angels, con Emmylou y antiguos amigos. La gira es, salvo algunos conciertos de leyenda, un fracaso. El viaje en autobús es un tópico rock de broncas y escándalos. Gram, fuera de sí, hasta recibe una paliza de la policía, pero cuando canta con Emmylou, el público olvida que lo está viendo en su peor momento.

El año 73 será el final de todo. Su amigo Brandon DeWilde muere en un accidente de coche. El guitarrista Clarence White, magnífico intérprete de bluegrass, también fallece, atropellado por un camión mientras está recogiendo sus instrumentos. Gram, muy afectado, escribe «In My Hour of Darkness» en su honor, y en el funeral de White, una fría ceremonia católica, él y unos amigos, muy borrachos, entre los que se encuentra su road manager Phil Kaufman (2), prometen que cuando uno de ellos muera los demás quemarán y esparcirán sus cenizas en su lugar favorito. El parque Joshua Tree.

Un Ángel Severo

I wanna live fast love hard die young and leave a beautiful memory
I got a hot-rod car and a cowboy suit and I really do get around
I got a little black book and the gals look cute and I know the name of every spot in town

Faron Young, 1955.

Gram Parsons no vio publicado su último disco, Grievous Angel (1974). Para la portada tenía pensada una foto de él y Emmylou a lomos de una Harley, pero su mujer Gretchen censuró la idea y solo permitió una imagen de Parsons sobre fondo azul celestial. No es un disco tan perfecto como el anterior, pero los duetos siguen siendo escalofriantes (las versiones de los Everly Brothers de «Love Hurts», que Gram y Emmylou siguen casi al pie de la letra; la de Tom T. Hall, un éxito del sonido Nashville, «I Can´t Dance»), las devastadoras «Brass Buttons» y «1000 $ Wedding», y el clásico «Oooh Las Vegas». Es un resumen perfecto del country de Parsons: tradición agitada por una nueva era, desperada y más nihilista.

No se podía haber escogido mejor una despedida que «In My Hour of Darkness» (con Linda Rondstadt en los coros). En ella, con desoladas imágenes, Parsons, además de recordar emocionado a sus amigos muertos, escribe el mejor panegírico que nadie ha realizado sobre él mismo, retratándose de forma muy sincera:

Otro joven rasgueaba con seguridad su guitarra de cuerdas plateadas
Y él tocaba en cualquier parte para la gente
Algunos decían que era una estrella
pero solo era un chico de pueblo
sus canciones sencillas lo reconocían
y la música que él tenía dentro, muy pocos la poseían

Gram decidió moderar su consumo de sustancias durante la grabación del disco. Otra cosa fue cuando esta terminó. Volvieron las fiestas y el exceso. Puestos a empeorar las cosas, Gram decidió tomarse unas pequeñas vacaciones en el Parque Nacional del Joshua Tree con su actual novia, Margaret Fisher, una antigua amiga del instituto que había vuelto a su vida, y otra pareja. Los cuatro se alojaron en el motel Joshua Inn, lugar que adoraba Gram. El pueblo, lleno de bares y casuchas, estaba poblado por auténticos colgados desde los años treinta, cuando aquel sitio se había convertido en centro de peregrinación de aficionados a lo paranormal. Al cabo de un par de días, Gram quiso drogas duras. Pidieron heroína, pero en su lugar les trajeron ampollas de morfina. Parsons se inyectó un par de ellas e inmediatamente se sintió mal. Tras unas decisiones equivocadas, en unas horas ya estaba inconsciente. Llamaron a la ambulancia, que solo pudo testificar que Gram Parsons había muerto.

Hasta aquí, la típica historia. A partir de ahora, el carrusel pintoresco. Después de que la policía interrogase a los testigos, estos llaman a Phil Kaufman para informarle de la triste noticia. El cuerpo de Parsons ya está en el aeropuerto, a punto de ser enviado a Nueva Orleáns, porque lo ha reclamado su padrastro para el entierro. Kaufman coge su furgoneta, y en poco tiempo se planta en la sala de la funeraria con un amigo. De alguna manera engaña al vigilante de seguridad y consigue llevarse el ataúd de Parsons, emprendiendo camino hacia el Joshua Tree. Allí, en un enclave especial, Cap Rock, depositan el ataúd, lo abren, cubren de gasolina el cadáver desnudo de Parsons y le prenden fuego durante unas horas. Con miedo de que llegue la policía, alertada por las llamas que salen del cadáver, lo tapan y huyen de allí. Será encontrado al cabo de poco tiempo por unos excursionistas. La policía no se ha encontrado con un caso semejante, y posteriormente, mientras Arthur Penn está grabando exteriores en su casa para la película La noche se mueve, unos agentes detienen a Kaufman y a su amigo por «robo de cadáver». Más adelante, en el juicio, los dos tendrán que pagar una multa por la ocurrencia. El director de cine le dirá a Kaufman que, sinceramente, estaba rodando la película equivocada.

Grievous Angel se publicó en 1974 a título póstumo. La historia del rock está repleta de muertes como esta, una anécdota absurda y morbosa. Pero hay pocas que se comparen a esta peripecia que ha oscurecido la estrella de Gram Parsons, que aunque no fue tan rutilante como las del club del 27, por obra y gracia de este funeral psico-vikingo y el revival posterior se convertiría en un mito. Él hizo todo lo posible por serlo en vida, y aptitudes no le faltaban. Quiso recorrer muy deprisa la ruta hacia el triunfo mediante excesos en lugar de disciplina, y le faltó la perseverancia de otras máquinas para esto de la autodestrucción controlada, que mudan de piel y sangre como quien se quita un modelito, para seguir y seguir. Fue un músico privilegiado, con una enorme comprensión de la música popular americana, demasiado ensimismado en una tradición que ya nadie entendía, salvo por la vulgarización y el comercio. Si en el principio de los años setenta poca gente soportaba semejante derroche de talento y exposición sentimental, ahora escuchar sus discos, verlo vestido con alguno de sus Nudies, es como si contemplásemos, mudos y asombrados, a los extraterrestres que con tanto afán buscaba el frágil Gram Parsons en el desierto.

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(1) La portada de Burrito de Luxe es muy poco atractiva. Gram creyó que fotografiar unos burritos tachonados de lentejuelas iba a ser glamuroso, pero el resultado queda muy lejos de esa intención. Los extraños trajes que luce el grupo son promoción de una película cuyo metraje ha desaparecido, o quizá ha sido tirado a un volcán para proteger a los implicados: Saturation ´70, en la que participaban Michelle Phillips y Parsons, rodada en el Joshua Tree durante la concentración de amigos de los extraterrestres que se celebra allí cada año.

(2) Famoso road manager de los Stones, Zappa y Parsons, entre otros, que comenzó como actor en pequeños papeles de Hollywood. Fue arrestado por posesión de drogas y coincidió en la cárcel con Charles Manson. Al salir, pasó una temporada con la Familia en el Rancho Spahn. Kaufman grabó las cintas de lo que sería el disco de Manson, Lie: The Love and Terror Cult.

 

Horror folk: miedo y ritual en Inglaterra

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Una escena de Kill List. Imagen: Warp X / Rook Films.

El inglés Ben Wheatley se ha convertido en uno de los directores más importantes del cine europeo. La crítica social, la violencia y un retorcido humor negro son los ejes de sus películas, una de las cuales, Turistas (Sightseers, 2012), tuvo éxito en el Festival de Sitges y hasta se estrenó en las salas comerciales. En ella, unos novios recorrían lugares pintorescos de la campiña mientras mataban a varias personas por el camino, dando con ello un nuevo sentido a las vacaciones en autocaravana y, de paso, salvaban su relación de pareja. Pero para planteamiento radical ya había presentado el año anterior Kill List, una ruta de pesadilla por esos mismos paisajes, carreteras campestres construidas sobre sendas arcaicas, bosques y signos olvidados, donde un angustioso thriller de asesinos a sueldo se iba convirtiendo poco a poco en una experiencia pavorosa, justo cuando el guión añadía elementos de lo oculto y las sectas, con los que la película entraba en un subgénero del cine fantástico: el horror folk.

Kill List es mucho más que un homenaje. Sin entrar en detalles para los que no la hayan visto, se trata, como dice su autor, quien edita los guiones con su mujer, la escritora Amy Jump, de una película cuyo objeto no es el horror, sino lo horrible, una serie de fuerzas que son capaces de empujar a los protagonistas desde la violencia instrumental hacia lo innombrable. Sin embargo, la idea de mezclar una trama tan cercana (relaciones sociales enfermas, materialismo siglo XXI) con cultos primitivos a los que hay que rendir tributo de sangre, conecta esta despiadada película con las producciones de los años setenta acerca de ceremonias antiguas y actos paganos en pueblos fantasmas.

Ejemplos de este revival del terror folk los hemos visto también en otras películas recientes, como el espléndido homenaje de la nueva Hammer Films, Wake Wood, (2010, David Keating) y la abrumadora The Borderlands (Eliot Goldner, 2013), cuyo punto de partida, los miedos del director a un paraje natural de su infancia, en este caso el mágico Dartmoor de El perro de Baskerville, es el mismo que tuvo Wheatley para Kill List. Recordamos el último éxito de HBO, True Detective, serial construido sobre un pastiche de lecturas de maestros del terror y revisión de los cultos paganos. Parece que tras unas décadas comprando ficciones urbanas y frutos del capitalismo, con el enésimo derrumbe del sistema, autores y fandom han decidido que ahora procede volver a la irracionalidad artística, la espiritualidad y la magia. Por supuesto, todo en entornos naturales, tipo festival de quesos ecológicos; neo-hippies que participan en el Burning Man, o directamente organizan un reenactment de The Village of the Dammed en su pueblo.

Volvamos al cine. Tipos diferentes de horror folk se pueden encontrar en clásicos del cine, desde el oriental al nórdico, como la excepcional Sauna, película finlandesa (AJ Annila, 2008) que sacude el género con su guion sobre la guerra ruso-sueca del XVI y unos soldados que se pierden en un peligroso terreno, abrumados por la culpa y aterrorizados por las visiones. Esta historia tiene puntos en común con A Field in England, la última producción de Ben Wheatley, luminosa y siniestra incursión en el terror surrealista, que utiliza como símbolos del destino de la sociedad británica la guerra civil del s. XVII, la ingesta de alucinógenos y un grupo de desertores manipulados por un sádico hechicero.

Hasta el cine español ha tenido sus momentos folk-mágicos, con las recientes El Laberinto del Fauno (2006, Guillermo del Toro) y El Bosc (2012, Óscar Aibar), pero si nos atenemos a la definición, lo acotaremos dentro del cine británico con algunas extensiones muy relevantes en Estados Unidos y Australia. Mientras esperamos, no niego que con cierta ansiedad, el estreno de la adaptación de Rascacielos de J. G. Ballard, por parte de Wheatley y Jump, hagamos un breve repaso a este atractivo y oscuro género.

El horror folk es la manifestación en pantalla de la literatura que se ha volcado en el género fantástico, con sus cuentos ambientados en casas de campo solitarias, aldeas y paisajes románticos de ruinas, páramos y comunidades que todavía observan religiones paganas, las que incorporan el folclore de druidas y celtas, las construcciones megalíticas, las leyendas y ritos de cosechas y fertilidad, etc. Por encima de todo, siempre domina la presencia de la naturaleza como una amenaza literal y metafórica, un lugar que alberga espíritus que acechan al hombre, presencias peligrosas e indefinidas que pueden tener hasta un origen cósmico. Estos elementos formaron un cuerpo formidable de novelas, poesía y relatos escritos por autores como Arthur Machen, Lord Dunsany, el propio Lovecraft, etc., que después se adaptaron o fueron inspiración para guiones de cine o producción televisiva.

Durante los años setenta, época de gran crisis, y con ello otro renacer del ocultismo y los fenómenos paranormales, la tele británica tuvo una época dorada, programando para niños y adultos series fabulosas de ciencia ficción y terror, así como mezcla de ambas, de la mano de grandes autores. Nigel Kneale, escritor fundamental para entender series como la reciente Black Mirror o los realities 24h, fue responsable de joyas como The Stone Tape, película emitida en el especial de Navidad de la BBC de 1972. Es esta una de las cimas del género, ya no del horror folk, sino de todo el fantástico, por su extraordinaria historia, puesta en escena e influencia posterior. Dirigida por el habitual de la productora Hammer, Peter Sasdy, cuenta la peripecia de un grupo de ingenieros y una experta en informática (sí, aparecen ordenadores de los setenta), que están a punto de desarrollar un sistema con el que se podrá detectar el residuo de los fantasmas en los lugares donde se han producido hechos violentos. Para ello se trasladan a una mansión, encantada por supuesto, y efectivamente, consiguen la plasmación del grito de una mujer que se repite en bucle. Pero lo que no esperan es encontrar la huella de algo mucho más antiguo y más terrible en sus cimientos.

Neale también escribió Beasts (1976), para la ATV, seis episodios de terror entre los que destaca «Baby», un cuento para no dormir ambientado en un granja con criatura oculta, y un extra que se incluye en el DVD de 2006, «Murrain», de la serie Against the Crowd, estupendo relato de brujería en los años setenta.

Pero hubo muchas más: por mencionar solo tres, las series infantiles The Owl Service (1969) y de Children of the Stones (1977), aventura de arqueólogo e hijo que se instalan en pueblo muy raro con monumento megalítico muy inquietante, una historia de horror cósmico que remite a Lovecraft. Por último, uno de los ejemplos más bellos del terror folk, el episodio escrito por John Bowen dentro de la célebre Play for Today: «Robin Redbreast» (1971). La trama sobre una mujer y un hombre ajenos a un pueblo donde se celebran ritos de fertilidad, en el que ambos son utilizados para concebir un niño según la ceremonia de sacrificio y ofrenda al dios Herne. Este capítulo causó auténtica conmoción en la audiencia británica.

Cine, druidas, bosques y paganismo

Hay dos ilustres precedentes. El primero es una estupenda película de la Ealing, Dead by Night (Al morir la noche, 1945), formada por varios episodios, cada uno dirigido por un célebre autor de la casa (Cavalcanti, Crichton, Dearden y Hamer). Los relatos (seguro que muchos recuerdan el del ventrílocuo y su muñeco) quedan unidos por una historia escalofriante que sucede en una casa de campo, con sueños adivinatorios y una fatalidad sobre los personajes. La segunda es el antecedente directo del horror folk. Se trata de The Curse of the Demon (La noche del demonio, 1957), una obra maestra del maestro Jacques Tourner, basada en un relato de M. R. James, «El maleficio de las runas» (incluido en Cuentos de Fantasmas, Siruela, 1997). El enfrentamiento entre un psicólogo norteamericano (Dana Andrews), adalid de la ciencia que acude a una convención sobre cultos satánicos, y un brujo inglés que es capaz de predecir la fecha y la hora de la muerte de sus enemigos, y para ello invoca a una criatura que sale de la bruma del bosque y persigue a su víctima, está planificado con maravillosas imágenes de una naturaleza hechizada, incluido Stonehenge, a pesar de la imposición de la productora de tener que mostrar al demonio, que se parece más al dinosaurio de El monstruo de los tiempos remotos, pero con cuernos (1953).

Aunque pudiese parecer que fue en Hammer Films donde se realizaron los clásicos del horror folk, lo cierto es que allí estaban más interesados en temas más cercanos a los monstruos de la Universal, a pesar de tener varias películas sobre magia negra, pero que no entrarían en este grupo. Por ejemplo, de Nigel Kneale son Las Brujas, una película del 66 (Cyril Frankel) protagonizada por Joan Fontaine, que repite por última vez su papel de institutriz ingenua en un pueblo donde se rinden diversos cultos, entre ellos el vudú y el satanismo, y una curiosidad, la estupenda Capitán Kronos (Brian Clemens, 1973), un cazavampiros centroeuropeo con capa y espada que desembarca en Inglaterra con su ayudante, el jorobado profesor Grost, quien que utiliza remedios mágicos para encontrar a los no muertos.

Tuvo la Hammer el privilegio de llevar al cine la figura del científico Bernard Quartemass, el personaje creado por el mismo Kneale para televisión, que tuvo tres películas. La segunda, Quatermass 2 (Val Guest, 1957), es una fantástica historia de horror cósmico con invasión extraterrestre, masas reptantes y boicot al gobierno por parte de los aldeanos.

Cuando Hammer Films entró en decadencia y el terror clásico ya no vendía entradas, fueron otras productoras independientes, con la serie B y el destape, las que se lanzaron, ya entrados los setenta, a la cosa pagana y el horror antiguo:

Tigon British Film Productions fue el estudio que tuvo más éxito a la sombra de Hammer. Suyos son dos de los mejores ejemplos de horror folk: El Inquisidor (The Witchfinder General o en EUA, The Conqueror Worm, 1968). Dirigida por Michael Reeve y protagonizada por un Vincent Price mucho menos autoparódico que de costumbre, se convirtió tras su estreno en una película de culto por la violencia de las imágenes de tortura y la intensidad que alcanzaba al final. Basada en un personaje que al parecer fue real, el inquisidor aprovecha su poder para cometer toda clase de tropelías entre las jóvenes que encuentra en los pueblos. Tras violar a una de ellas y asesinar a su familia, provocará que el prometido (el sex symbol Ian Ogilvy) y sus soldados castiguen cruelmente al inquisidor.

La Garra de Satán (más bello en el original, Blood on Satan’s Claw, o Satan’s Skin 1970, Piers Haggard), es un relato muy recomendable de folclore ambientado también en el XVII. En un pueblo se descubre una extraña calavera y comienzan las desgracias. Los niños se vuelven locos, se arrancan la piel y partes de su cuerpo y a las mujeres les salen garras. El sacerdote del pueblo es castigado injustamente por los crímenes de la secta y se necesitará la ayuda de un libro de brujería para luchar contra la presencia maligna que se está formando físicamente con los tributos de los seguidores.

La productora Tyburn de Kevin Francis solo hizo tres películas, sin mucho interés, entre las que destaca The Ghoul (1975, dirigida por el padre, Freddie Francis), solo por ver a un sublime Peter Cushing en una historia que parece estar inspirada, no sé si inconscientemente o no, en «La estirpe de la cripta» de Clark Ashton Smith. Cushing vive apartado en una mansión a la que llega por accidente una pareja. Esta descubrirá que el anciano guarda una criatura monstruosa en la casa, su propio hijo, producto de una maldición india.

Pero el clásico definitivo del hippismo esotérico pertenece a la British Lion Films. Para realizar «The Wicker Man» (El hombre de mimbre, 1973), Anthony Schaffer, muy popular por sus adaptaciones de La huella para J. L. Mankiewickz, y Frenesí para Hitchcock, decidió llevar al cine un texto que pertenecía a esa corriente de historias de la Inglaterra rural y mágica. Era la novela de un autor desconocido, el también actor de teatro David Pinner, titulada Ritual (1). Shaffer llegó a un acuerdo económico con el productor Peter Snell, el director Robin Hardy y Christopher Lee, y adaptó de forma muy libre la historia de una isla en las Hébridas en donde aún se mantiene intacto un sobrecogedor rito de los druidas para bendecir la cosecha.

Una escena de The Wicker Man. Imagen: British Lion Film Corporation / Warner Bros.

Shaffer quedó tan impresionado, que se documentó acerca de estas tradiciones y quiso que en la película apareciesen referencias a la cultura celta: bailes, objetos y liturgias, con significados asociados a la fertilidad, cultos de muerte y nacimiento, etc. La música también fue escogida con cuidado, recuperando instrumentos folk tradicionales. Querían filmar una película de terror que se desmarcase por completo de los clichés conocidos, salir del satanismo y otras construcciones cristianas, para provocar en el espectador una impresión nueva a través de un miedo más antiguo. Christopher Lee estaba deseando interpretar a alguien que no fuese vampiro, momia o elegante cazamonstruos, y participó con tanto entusiasmo que no cobró por su actuación, dado lo exiguo del presupuesto. Su personaje, el Señor de Summerisle, ha pasado a la historia del cine por alguna de las frases del guion, su imponente presencia y, por qué no decirlo, el estilismo capilar más desatado que ha lucido Mr. Lee. (2)

El argumento lo conoce todo aficionado al fantástico: un policía de Scotland Yard (Edward Woodward) llega a la isla porque ha recibido la denuncia de la desaparición de una niña. Su llegada no es bienvenida, y cuando comienza la investigación, descubre con disgusto que los isleños no son en absoluto como él, un devoto cristiano, sino una comuna de ateos que se entrega a las conductas más licenciosas. Ni siquiera tienen sacerdote, han quemado la iglesia, y exhiben un impúdico proceder: beben un extraño brebaje, la mujer del tabernero le tienta de forma descarada, son irrespetuosos con el poder y no tienen ningún miedo de Dios. Se encuentran en medio de la preparación de la fiesta de la cosecha, niños y mayores van medio desnudos, cantan versos irreverentes, hacer ofrendas a lo que parecen símbolos fálicos, etc. El policía, escandalizado, no encuentra pista alguna de la niña, pero tras varios encuentros con personajes como la maestra, el librero y el enterrador, sospecha que la han secuestrado para sacrificarla en un intento de que los dioses sean más propicios. El Lord de la isla le recibe: con amabilidad y mucha sorna le explica las ideas sobre las que se sustenta el culto de la comunidad. Pero el policía no es capaz de ver el auténtico propósito de su presencia en Summerisle… hasta el final, cuando ya está dentro del Hombre de mimbre. Un final que ha convertido a The Wicker Man en una de las pelis más veneradas, no sé si en plan pagano o simplemente estético, hasta hoy.

Neopaganos de otros continentes

El cine norteamericano tiene muchos ejemplos de terror folk, aunque allí este género ha sido sobrepasado por el de horror en el bosque, el de libros mágicos que transforman al campista en zombi, y las amenazas, más que la naturaleza, son familias disfuncionales de caníbales y asesinos desatados. Pero tienen la adaptación y las secuelas de Los chicos del maíz de Stephen King y el éxito de El proyecto de la bruja de Blair. El director de El exorcistaWilliam Friedkin tiene una curiosidad de serie Z, La tutora (The Guardian, 1990), sobre los ritos de una druida-niñera que utiliza a los bebés que cuida para alimentar un árbol-deidad. Los fans sabrán lo que tiene en común con las imágenes de Anticristo de Lars von Trier y, por supuesto, con el exitazo de La mano que mece la cuna.

De 2010 es una producción canadiense de serie B muy recomendable, The Shrine, el viaje de unos periodistas a un lugar en Polonia donde se supone existe un templo antiguo. Hay una secuela, pero es infame.

El director australiano Peter Weir ha aportado, dentro de una carrera interesantísima, dos obras maestras al género. La primera, su debut internacional, Picnic en Hanging Rock (1975), un relato mágico que utiliza la desaparición de unas colegialas durante una excursión a un macizo montañoso para mostrar un rito de paso, la comunión absoluta con la naturaleza, mediante un uso asombroso de imagen y música. La segunda película de Weir, La última ola (1977) es un paso más allá en el terreno del fantástico y relata, con una impresionante ambientación, un ambiente que te trasmite las mismas sensaciones de desasosiego que los protagonistas, una historia en la que se enfrentan los ritos ancestrales frente a la civilización del hombre blanco. Un abogado (Richard Chamberlain) tiene que defender a cinco aborígenes acusados de un crimen ritual y a causa de ello tiene extraños sueños, hasta que es conducido por el chamán de la tribu bajo la ciudad a un laberinto arcaico de rocas y señales donde encuentra la razón de sus visiones. Esas imágenes oníricas, el miedo de los blancos a los negros, a lo desconocido, y el final, con Chamberlain tras cruzar el pueblo real, de rodillas en la playa mientras ve la gran ola, es el resumen perfecto de ese mundo subterráneo de mitos bajo que el que caminamos y que hemos olvidado. El terror folk, en sus películas y sus libros, nos acerca a lo que somos y no queremos ver.

(1) La novela se ha editado en España en 2014, a través de Alpha Decay.

(2) Hablando de cabellos locos, no he mencionado el remake norteamericano que hace unos años perpetró Nicolas Cage, artista muy interesado en el esoterismo, pero es que no quiero hacer perder tiempo al lector. Es espantoso. Sin llegar a este límite, la segunda adaptación de Hardy de su historia, The Wicker Tree (2012) es muy, pero que muy inferior a la original, pero el director amenaza, aprovechando el tirón, con otra secuela con vikingos y runas para este mismo año.

Enlaces de interés:

http://www.folkhorror.com/

http://www.victoriangothic.org/

http://celluloidwickerman.com/

http://ayearinthecountry.co.uk/

http://www.imdb.com/list/ls003196469/

Coches, canciones y accidentes

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James Dean con su porsche «Little Bastard». Foto: Corbis.

James Dean con su porsche «Little Bastard». Foto: Corbis.

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Aquí, en mi coche, me siento a salvo de todo. Puedo bloquear las puertas. Es la única manera de vivir. En coches. (Gary Numan, «Cars», 1979).

El mundo adora los coches. Representan la juventud, la independencia y la libertad. Cuando ya no se es joven y hemos comprendido que la libertad es un eslogan publicitario (de coche), entonces remiten a otras ilusiones, como sexo por el precio de la carrocería y exhibición del estatus social. Sobre todo, individualismo. Ultraegoísmo cultural, el coche es la representación de Occidente: brillante, metálico, dispuesto para envolver tu cuerpo y el de tu familia en un exoesqueleto de acero y plástico, y al mismo tiempo, chatarra, basura herrumbrosa lista para ser abandonada o apilada en un cementerio de recambios.

Amamos la velocidad, desafiamos a la naturaleza con los motores sobre las autopistas. La ficción de nuestra vida se amplifica en la panorámica de las lunas del coche. Seguimos dentro de ese asiento, en la misma alucinación que el futurismo escribió en 1909, la belleza de la velocidad en un coche de carreras lanzado contra el porvenir. Los coches están implicados en nuestras vidas desde que nacemos, por lo que el accidente en la carretera es un acontecimiento religioso y estético: es la celebración del fallo, la sublimación de lo terrible y también la democratización de la muerte. Porque todos podemos vivir deprisa y morir en un coche, como los actores de Hollywood y los miembros de la realeza. Lo de hacer un bonito cadáver ya queda al gusto de cada temporada. En plena «nueva carne», no quedará antiestético sino romántico formar un híbrido de sangre, huesos y piezas de chatarra, como le sucede al héroe Tetsuo, a RanXerox en Nueva York y a los personajes de J. G. Ballard en Crash, deseando morir en un accidente mientras alcanzan el orgasmo.

Lo de las motos es igual. Si en algún momento fueron un vehículo reservado a rockeros y outsiders, ahora, como el coche, abarcan toda la horquilla social. Desde amas de casa a bordo de grandes monovolúmenes para hacer la compra y amantes del tunning en macrobotellones del motor, el universo de la motocicleta lo mismo tiene fans en consejos de ministros que en concentraciones de rockeros calvos.

La música popular ha cantado al coche y a las motos en formas de himnos a la libertad, a una marca determinada y a la vida cotidiana desde la carretera. También ha glosado las desgracias de sus accidentes en multitud de temas y perspectivas distintas a medida que ha pasado el tiempo. Como hizo el folk con sonados hundimientos de barcos o descarrilamientos de tren, las death songs han evolucionado desde estas catástrofes al pop y sus historias de amor y muerte a lomos de una moto o dentro de un coche.

Ya en 1938 tenemos una gran canción country sobre un accidente de coche, un clásico a cargo de Roy Acuff y sus Crazy Tennesseans, versioneando el original de los Dixon Brothers, «Wreckage on the Highway». Aquí no hay chicos corriendo salvajes ni historia de amor, sino un accidente en el que se ve implicado un camión que transporta botellas de whisky (ilegales) y un conductor borracho, además de la advertencia de no conducir bajo la influencia, si no se quiere acabar mezclando sangre con licor y cristales

Con el mismo título, Sprinsgteen incluyó un tema en The River (1980), pero no es versión, aunque sí está inspirada en la de Dixon. Aquí, la sensible estrella pop rock presencia un accidente mientras conduce por la carretera. Luego, cuando llega a casa, ve a su hija durmiendo y reflexiona gravemente sobre estas cosas.

Dejando a un lado las miles de recopilaciones de «Rock para el coche», «Música para el coche», «Dad, don´t run, vol. XIII», etc., siempre con los mismos hits, es tan fuerte la atracción entre música, coches y motos, que en los años cincuenta, un subgénero pop, la tragedia adolescente, se especializó en baladas de accidentes, a cuál más trágica y sangrienta, con sus correspondientes parodias. Fue la muerte de James Dean en 1955 el suceso que marcó un antes y un después en el curso de la necrofilia por las estrellas del espectáculo, porque en él se unieron dos conceptos tan atractivos para el público como sex symbol y coche deportivo a toda velocidad. Inmediatamente comenzaron a publicarse las canciones sobre rebeldes sin causa que se estrellaban contra otro coche, o rizando el rizo de la tragedia real, contra un camión, como en el clásico de Leiber y Stoller «Black Denim Trousers and Motorcycle Boots» («and an eagle on the back»), donde el protagonista cambiaba el Porsche de Dean por una moto y adquiría el look de Marlon Brando en The Wild One, «el terror de la autopista 101». La canción, original de The Cheers, ha sonado en muchas versiones, desde la de Chris Speeding a la de Edith Piaf, que transformaba al «salvaje» en un blouson noir parisino («L´homme a la moto»).

No eran tiempos de campañas de seguridad y sillitas especiales para niños, ancianos y mascotas. Durante los años de bonanza económica y producción masiva de coches, los americanos escuchaban, cuando las autoridades lo permitían, estas baladas melodramáticas, un poco cursis, con letras truculentas y final espantoso. La pareja de novios, atrapados en un lío Romeo-Julieta, veía terminar su relación con el chico rompiéndose la crisma en el asfalto, o en un canto al suicidio pactado, como en «Star Crossed Lovers», de The Mystics, donde la pareja, como sus padres no aprobaban su relación, se escapaban en coche y al final lo estrellaban contra otro.

Claro que para tragedias, las de «Teen Angel» y «Tell Laura I Love Her». La primera, un n.º 1 en 1960, después de haber sido prohibida su difusión en la radio durante el año anterior, cantaba a los novios que se encontraban acaramelados en un coche, aparcados por alguna razón desconocida en las vías del tren. El chico saca a la novia del vehículo porque teme que se acerca el tren, pero la chica vuelve al coche y es arrollada por este. Luego descubren que el cadáver lleva el anillo que se había dejado dentro… Mark Dinning habla con el espíritu de la novia en esta balada que sonaba en la banda sonora de American Grafitti.

Laura, la de Ray Peterson (1960, composición de Jeff Barry), también sufría por un anillo, pero aquí el que moría era el novio, quien, para poder comprarle uno de compromiso, se apuntaba a una carrera de coches, pero el coche se incendiaba, aunque aún tenía tiempo de declararle su amor. (También, por alguna razón desconocida, es un fetiche de José Luis Garci, y en su película Solos en la madrugada de 1977, aparecía el propio Peterson cantando la canción en directo en unas imágenes muy duras).

Con un estilo menos empalagoso, el cantante de pelo indescriptible Wayne Cochran escribió «Last Kiss» a partir de un accidente real en el que habían muerto varios adolescentes. Esta canción describe los últimos momentos de la chica tras el choque y cómo se despide del novio con un agónico beso. Fue un éxito en la versión de J. Frank Wilson & The Cavaliers en 1964 y, mucho más tarde, en una de Pearl Jam. Del mismo año es «Terry», la versión inglesa de estos poemas al accidente juvenil en moto, a cargo de la cantante Twinkle, que sufrió el mismo proceso de condena en las radios y éxito en las listas.

Las bromas sobre tan intenso subgénero surgieron casi a la par. No solo ridiculizaban el dramatismo de las Shangri-Las cuando estas actuaban en televisión, sino que hubo parodias musicales, como la contestación de la Laura de Peterson, «Tell Tommy I Miss Him» (1960), por Marilyn Michaels, y algunas directamente novelty, a lo Abrahams, Zucker & Zucker, como el número del disc-jockey Jimmy Cross en «I want my baby back», en la que mezclaba el accidente de «Last Kiss» con el de «The Leader of the Pack» (la pareja, que venía de un concierto de los Beatles, no solo chocaba contra otro coche, sino también contra un grupo de motos). El chico, desesperado por la pérdida de su novia, que se ha desmembrado en el choque, la saca de su tumba y se la lleva. Más disparatado es este himno a la sangre de Nervous Norvus, quien popularizó en 1956 «Transfusion», la historia de anticipación ballardiana en la que el conductor tiene diversos accidentes, solo para recibir la inyección posterior.

La parodia más famosa es la de Magical Mystery Tour, el programa de televisión de los Beatles, donde los Bonzos (The Bonzo Dog Doo Dah Band), deliciosa orquesta de músicos-humoristas, interpretaban «Death Cab for Cutie», en la que el genial Viv Stanshall imitaba a Elvis en una teen tragedy donde Cutie cogía un taxi y moría tras saltarse un semáforo en rojo. Pocos meses después, lo repetirían en el show de los pre-Monthy Python en 1968.

La era hippie ha dejado docenas de himnos a la moto, pero pocas historias de accidentes. Salvo, por ejemplo, «Motorcycle Irene», del segundo elepé de Moby Grape, Wow (1967) un guiño de Skip Spence a la teen tragedy, donde el rebelde de la moto es ahora una chica que conduce una Harley, luce tatuajes, fuma grifa y su cuerpo termina desperdigado por varios sitios.

La new wave, enamorada de los sesenta, rescató la balada trágica, y Blondie («Suzy & Jeffrie») o los Ramones7-11») hicieron sus propios tributos, pero desde una distancia aún más irónica, como Devo en «Come back, Jonee» (de su elepé de debut del 78), donde un guitarrista se estrella en su Datsun y le deja a la novia su guitarra como único recuerdo. In memoriam Bob Casale:

Los Specials describieron de forma brillante la vida urbana británica. En «Stereotype» (More Specials, 1980) criticaban esa figura recurrente del juerguista («Se bebe su edad en pintas»), quien tras estar recluido varias semanas en casa por prescripción facultativa, sale como un loco de fiesta y estrella su coche contra un poste de la luz.

Los Beach Boys comienzan los homenajes a los famosos muertos en accidentes de coche con «A Young Man is Gone» (Little deuce couple, 1963) por James Dean. Unos Siouxsie and The Banshees de 1991 recordarán a la actriz Jayne Mansfield, quien perdió literalmente la cabeza en su descapotable, con su canción «Kiss Them For Me» (del elepé Superstition). The Clash, en London Calling (1979) escribirían este homenaje a Montgomery Clift, «The Right Profile», quien aunque no murió en un coche, sí sufrió un gravísimo accidente cuando estaba en lo más alto de su carrera, que afectó de manera dramática al resto de su vida:

La sombra de J. G. Ballard

Dos de los escritores más influyentes en la música pop (anglosajona) son Phillip K. Dick y J. G. Ballard. El segundo parece ser responsable, muchas veces a su pesar, de una larga lista de temas inspirados en su universo inexorable, donde tecnología y ficción se funden con los instintos humanos, en una sucesión de imágenes perturbadoras. En especial, la novela Crash, que mencionaba al comienzo del artículo, ha dado canciones y looks en portadas y videoclips de gente narrando experiencias extremas en coches. Desde David Bowie («Always Crashing in the Same Car», de Low, 1977) a Manic Street Preachers («Mausoleum», de The Holy Bible, 1994, donde se puede escuchar un sampler del propio Ballard hablando de su novela). Sin duda, el ejemplo más parecido en tono y actitud al propio libro, deshumanizado y clínico, sería esta canción del productor Daniel Miller, fundador de Mute Records, quien en 1978 publicó un single bajo el nombre de The Normal con la canción «Warm Leatherette», grabada en su casa con un sintetizador, que resumía el contenido de la novela en su letra «Hay una gota de gasolina en tu ojo / El freno de mano penetra en tu muslo / Rápido / Hagamos el amor / Antes de que mueras».

Himnos motofunerarios

El grupo teen neoyorkino de chicas The Shangri-Las se hizo muy popular en los sesenta, gracias al contrato con el sello Red Bird y las grandes producciones de George «Shadow» Morton. Su segundo single con la casa, «The leader of the Pack», composición de Jeff Barry y Ellie Greenwich, sigue siendo la canción más espectacular de la teen tragedy, y una de las más vibrantes de los sesenta, acerca del héroe motorizado y rebelde que muere en una noche de lluvia, mientras la novia, una adolescente que estaba dispuesta a llevarlo por el buen camino, llora con sus amigas ante la desaprobación de los padres. La conversación del principio entre Mary Weiss, la solista, y las gemelas Ganser, la impresionante orquesta, el ruido de la moto (y la leyenda urbana de que subieron una moto al estudio para grabar el sonido), los efectos de choque del final, la letra y los coros, han pasado a la historia.

Como el vídeo que queda es de un programa de televisión donde sale Robert Goulet haciendo el indio con las chicas, he elegido esta versión muy gamberra de Twisted Sister:

«Dead Man´s Curve» – Jan & Dean.

Los padres de la música surf y muy influyentes artistas en estilos posteriores, grabaron en el 64 uno de sus singles más populares y sombríos, una gran canción acerca de una carrera entre dos coches, el Sting Ray y el Jaguar XKE por la ciudad de Los Ángeles, que termina en accidente en un estrechamiento de Sunset Boulevard. Contado en primera persona por el conductor del Corvette, la mala suerte se combinó en este caso con la ficción, puesto que dos años después, Jan Berry tuvo un choque real, además muy cerca de la curva del hombre muerto, del que se recuperó tras años de dura rehabilitación, con la ayuda de su compañero, Dean.

«Maldito cumpleaños» – Los Nikis.

De entre los temas del pop rock español, entre monjitas rancias y coros dabadás, Cadillacs estereotipados y niñas bien que corren en Spyders, elijo el Alfa Romeo de la chica de los Nikis y esta historia descacharrante, que solo podían haber escrito ellos, de su segundo elepé, Submarines a pleno sol (1987). No sé si llega a incumplir alguna ley ciudadana, pero seguro que insulta a diversas sensibilidades.

También es muy recomendable esta aproximación de los Punsetes, de su primer disco, sobre la atracción irresistible de contemplar coches espachurrados:

«Accidentes».

«1952 Vincent Black Lighting» – Richard Thompson.

Esta es, posiblemente, la canción más bella escrita sobre el mito de las motos, el amor y la muerte. El genio de Thompson nos cuenta una preciosa historia sobre James, el joven delincuente que es tiroteado por la policía en un atraco y, antes de morir, le regala su tesoro más preciado, la Vincent Black Lighting, a su chica, Red Molly.

«A Day in the Life» – The Beatles.

Aquí hay dos canciones mezcladas, dos historias que se cruzan en una teoría de la conspiración que, de ser cierta, explicaría algunas cosas sobre la trayectoria de los Beatles tras su separación. Pero verdadera o no, la canción que canta John Lennon es una burlona visión acerca de un accidente de coche en la que irrumpe Paul McCartney, quien no sabremos nunca si realmente fue el protagonista de ese suceso. Psicodelia, costumbrismo, humor y muerte. Extraordinaria.

Post Trauma

La lista no ha terminado. Puede que el rock y el pop ya no existan como los conocíamos, pero el tema sigue fascinando. Grupos como The Flamings Lips han dedicado canciones a la fatalidad del accidente («Mr. Ambulance Driver», 2006) y otros han debutado en la música narrando su experiencia con la mandíbula aún cosida («Through the wire», Kanye West, 2002).

Precaución a todos.

Kate Bush: clave de música y magia (I)

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Imagen: EMI.

Imagen: EMI.

El regreso de Kate Bush a los escenarios ha sido uno de los acontecimientos de 2014. La artista no había actuado en directo desde 1979, y gracias a estos conciertos, por primera vez en la historia de la música pop, una cantante femenina ha visto ocho de sus discos en el Top 40.

Que Kate Bush no haya ofrecido una actuación hasta el presente es tan peculiar como el resto de su mundo artístico. Hay diversas explicaciones sobre esta decisión, por ejemplo, el shock que le produjo la muerte accidental de un técnico de luces durante su primera y única gira, un ambicioso espectáculo que tenía una planificación muy parecida a lo que se ha podido ver en los conciertos del año pasado.

Pero hay más rarezas. Con el estatus de estrella pop, su discografía es muy escasa. Apenas diez discos oficiales. Alguno se ha hecho esperar décadas y, de momento, es una de las pocas cantantes cuyas grabaciones siguen igual que cuando se editaron. No hemos tenido que asistir al desfile de cofres, remasterizaciones y versiones expandidas interminables. (Solo publicó una caja, This Woman´s Work, 1999, con caras B de singles y los seis primeros elepés).

Conocemos a los músicos excéntricos. Sin embargo, una cantante pop muy rara era asunto complicado en el panorama de los años setenta. Qué decir ahora, donde ya no se sabe si las mujeres que triunfan, quienes por otra parte son las que ocupan los números uno y las grandes ventas, son quizá hologramas u objetos prefabricados en una factoría de androides. Kate Bush era una debutante que componía sus temas, escribía las letras, tocaba varios instrumentos, bailaba de forma poco ortodoxa y añadía a su música, anclada entre el rock de los setenta pre y post punk, un corpus muy personal de elementos alejados de las tendencias de entonces. Reivindicaba la cultura victoriana (historias de apariciones y jardines encantados, la música de Gilbert & Sullivan…), el folk anglosajón (las canciones tradicionales y los grupos del revival de los setenta), el esoterismo (entre Gurdjieff y las brujas celtas), el mimo, el guiñol… Y un elemento inédito, la forma en que abordaba las relaciones sentimentales y sexuales, no como se acostumbra en el pop rock, marcado por los tópicos masculinos, sino de forma muy desinhibida, y a veces, explícita. Esto último le acarreó muchas críticas y la incomprensión de parte del público y de los medios, masculinos en la mayoría, que la han tratado hasta el día de hoy como una mera curiosidad, sin querer concederle el valor que merecen su talento y su trabajo («Esa chica hippie a la sombra de Peter Gabriel», es una de las definiciones que más se usa, y con más desprecio). Una razón más para que la mujer introvertida que es, sin muchas habilidades sociales, diese la espalda a los focos. Hace lustros que no concede entrevistas, lo que ha avivado leyendas de todos los colores. Por eso, los conciertos de este verano se esperaban con impaciencia de décadas, aparte del vil elemento de la nostalgia y la fiebre retro comercial.

Kate Bush ha creado un universo propio y un camino por el que transita gran parte de la música actual. Hay una legión de cantantes y músicos que han escuchado con adoración sus discos. Incluso, si no son fans, han estudiado al personaje y sus decisiones como artista autónomo, desde The Knife a Lykke Li, pasando por Amanda Palmer o Björk. Hasta la propia Lady Gaga, pero es difícil equiparar a alguno con su música, delicada y terrible, onírica y sensual. Su discografía es ejemplo contradictorio, como toda su personalidad, de la voluntad de conducir esta música desconcertante al público mayoritario. Las canciones son sinceras y profundas, pero al tiempo producto, juego y delicia pop que no quieren plegarse al estándar. Son el destilado de su música preferida (de los Beatles a Captain Beefheart, de Alan Stivell a Zappa, pasando por Bowie y Pink Floyd). Equilibrio difícil, que empieza en el rock progresivo y la psicodelia, aderezado en demasía por el pop dulzón, se interna en el postpunk y los sintetizadores, y lo culmina con la imaginación portentosa de sus letras y la búsqueda incansable de nuevos sonidos y efectos chocantes. Rareza. Belleza y humor, lo sublime y lo grotesco. Temas que empiezan de una forma pegadiza y de repente se adentran por un camino imprevisto, con arreglos sorprendentes. Por encima de todo, la voz de su intérprete, capaz de alcanzar octavas que pocas cantantes se atreven a acometer en el pop. No se encontrará en sus composiciones la huella del rock norteamericano, pero sí la de los clásicos de Hollywood. Hay elementos muy importantes del rock sinfónico, el glam… Kate tiene una gran deuda con el folk inglés, con sus raíces irlandesas y celtas. Pero también hay menciones a músicas en el margen: los ritmos africanos, brasileños, el reggae… hasta toques flamencos.

Pero lo principal está en el fondo: Kate Bush es una de las primeras artistas que ofrece música comercial sin filtro masculino. Es ella la que escribe y canta sobre sus obsesiones, en un mundo lleno de referencias que escapan al esquema tradicional. En él, ella se transforma, según su deseo, en un hombre, un bebé, un fantasma, un ser asexuado o un animal, adelantándose a otras propuestas poliformas más o menos chocantes. Con el uso del baile tan particular y las coreografías teatrales, se niega a ser encasillada como chica pop, y se siente libre para escribir a partir de películas, leyendas, historias fantásticas, transformándose en el personaje que canta en cada tema, como lo haría una actriz. Ya no es la eterna chica del cliché pop que ama y se deja amar, sino un sujeto activo que es capaz de parir hijos o matarlos, ser perversa o una mujer bondadosa, líder de una revolución o testigo del fin del mundo. Eso es lo que la convierte en una referencia constante para las artistas desde los años ochenta. Como las mujeres del punk, pero con su imagen tan peculiar, entre hada victoriana, como un personaje de Mary de Morgan, y estrella del vodevil británico, Kate Bush ha animado a varias generaciones a cantar y componer siguiendo sus propios instintos, rompiendo tabúes de la música popular respecto a la mujer.

Sin ningún miedo al ridículo, este talento precoz llegó al n.º 1 con su primer single en 1978. «Wuthering Heights», canción hipnótica, fue la primera de una larga lista, y un gran éxito en todo el mundo.

Cumbres borrascosas. La  trilogía del debut 

Había adoptado como nombre artístico Kate, pero aquí se transfiguraba en otra Cathy, que volvía de la tumba para golpear la ventana de su gran amor, Heathcliff. Con la ayuda de su profesor de mimo, Lindsay Kemp, Kate ponía en escena un baile que no tenía nada que ver con la coreografía pop. Era una danza ritual, como la cuarta vía o los giros derviches. Mucha gente se reía, (ya no digamos en España), no entendía las volteretas ni el falsete, pero no podían dejar de mirarla, aquella chica menuda de ojos inmensos que cantaba en el tono en el que ella había imaginado que tendría que sonar el grito de un espíritu. Kate no había leído a Emily Brönte cuando escribió la canción. Solo había visto el final de la adaptación para la tele, y quedó impresionada por el personaje femenino, tan fuerte, capaz de volver de la tumba y reclamar a su amante.

Una personalidad así no nace de la nada. La familia de Kate es crucial en su carrera. El típico grupo de bohemios de clase acomodada, apasionado por la era de acuario, vivía en una granja del s. XVII a las afueras de Londres, con bosque y terrenos donde cultivaban sus propias verduras. Los Bush apoyaron sin reservas a la pequeña en su deseo de hacerse artista, incluso cuando renunció a los estudios. Mientras que Kate aprendía a tocar el piano con la ayuda de su padre, sus hermanos, más mayores, tuvieron una gran influencia en su afición a la música tradicional. El mediano, Paddy, es lutier profesional, y tanto él como Jay, el mayor, participaron en la escena del revival folk en Londres. Los dos han tocado en los discos de su hermana, asesorando con mano de hierro, no solo en lo musical. Kate firmó en 1976 con EMI, después de escuchar las maquetas que le había pagado David Gilmour, quien apostó por la voz de la niña en 1973, a través de un amigo de Jay.

Para la grabación de The Kick Inside (1977), el famoso productor, Andrew Powell, reclutó músicos de los grupos Pilot y Cockney Rebel. Así consiguió un resultado soft rock, pero ella no responde a este sonido, ni al estereotipo de cantautora. Kate Bush es como las artistas de su generación, masculina en su propuesta: con su voz aguda, punteada por el piano, expresa el despertar sexual femenino con todo su poder, dentro de corrientes místicas («Strange Phenomena», «Them Heavy People»), historias de forajidos («James and the Cold Gun»), la maternidad como grandeza («Room for the life») o instrumento de terror, como en el tema que le da título al elepé, «The Kick Inside», una murder ballad de incesto, embarazo y muerte. Kate realiza polémicas declaraciones de amor: por los hombres más mayores que ella («The Man With The Child In Their Eyes») o por el sexo a través de un rito indio y los objetos de lencería («L’amour looks something like you», «Feel It»).

El lado teatral se refuerza en el segundo disco, Lionheart (1978). Kate posa como en El mago de Oz, con un disfraz de león y el pelo frito. También de Andrew Powell, este elepé entra de lleno en el AOR. Las letras mantienen la tensión entre el mundo de fantasía («In Search of Peter Pan»), las influencias de la niñez («Symphony in Blue») y un toque de ópera brechtiana («Coffee Homeground»), pero con reflexiones mucho más negativas en torno al mundo del disco («Full House»). Los dos éxitos de este elepé son canciones mágicas. El single «Wow» es un número dedicado al mundillo del espectáculo con un subtexto claramente sexual. En el segundo, «Hammer Horror», Kate relata la historia de un actor poseído por otro. Inspirado en «El hombre de las mil caras», donde James Cagney daba vida a Lon Chaney, tiene un famoso vídeo.

Muy influida por «The Wall» de Pink Floyd y por Peter Gabriel, a quien había hecho coros en su tercer elepé, Kate escribió Never for Ever (1980). En la portada, un dibujo de Kate, quien se levanta el vestido y debajo de este sale una cascada de animales fantásticos, algunos angelicales y otros monstruosos. Es el primer paso en la transformación de Kate Bush en una autora que va a controlar todo el proceso de elaboración de su música, sin necesidad de la ayuda de celebridades. Con un comienzo duro —docenas de tomas en el estudio de Abbey Road— es esencial el descubrimiento de los sintetizadores. De la mano de los componentes de aquel grupo, Landscape, expertos en programación (Richard Burgess y John Walters) con quienes produce, Kate Bush descubre las posibilidades de hacer música con máquinas. El primer single, «Breathing», es un tema sinfónico, sobre un feto en el vientre de su madre que se niega a nacer en un mundo devastado por la guerra nuclear. Sin embargo, el siguiente single, «Babooshka», la devuelve a los primeros puestos de las listas, canción pegadiza de traiciones y asesinatos, inspiración de la balada tradicional. Más popular si cabe gracias al vídeo, donde Bush aparecía bailando como guerrera divertida y extravagante en unas imágenes que deben parecer a estas alturas, efectivamente, de otro siglo.

Fue un hito: el primer número uno de una solista femenina. «Never for Ever» tiene más definición. Entre arreglos de sintetizadores y piano, se muestran, como siempre, elementos biográficos: su pasión por la historia del compositor Frederick «Delius», un recuerdo al técnico que murió en la gira mundial («Blow Away»). Son estupendas las dos canciones inspiradas por el cine: La novia vestía de negro de «The Wedding List», y «The Infant Kiss» (escrita tras ver Suspense de Jack Clayton. Kate, que no es una artista pedante en sus referencias, no conocía entonces el texto de Henry James). Entre una y otra, una canción sobre espíritus, «Violin». Cierra el disco «Army dreamers», otro gran éxito, vals sobre la guerra desde el punto de vista de la madre que pierde al soldado. Kate despliega sus dotes, no solo de cantante, sino de actriz: canta con acento irlandés para enfatizar el tema.

La reacción de los medios fue desmesurada. La prensa se cebó con la jovencita que respondía de forma ingenua sobre las experiencias paranormales, que reconocía que fumaba más de un paquete de cigarrillos al día y se alimentaba de café, al tiempo que defendía las recetas vegetarianas. Los papeles criticaban su origen de clase, y el hecho de no tener un bagaje más contestatario que otros músicos de éxito de su misma edad. En aquellos años de thatcherismo, las firmas de NME o Melody Maker incidían en que Bush era una cantante atontada con sus cosas de fantasía, sin contacto con la realidad, y se lo echaban en cara constantemente. Ella, en su bisoñez, contestaba que lo suyo era el arte, no la política. Pero el hecho diferencial era el género. Tenía un potencial enorme y no era (o no parecía ser) consciente de la carga sexual de su presencia y su música, que estaba en quienes la diseccionaban y la fotografiaban, empapelando la ciudad con pósters de Kate en leotardos y camiseta transparentes.

Esta presión publicitaria, además de la desgraciada experiencia de la gira, provocó que Kate Bush tomase una decisión radical. Salvo apariciones como invitada en conciertos de otros músicos o en alguna gala benéfica, no volvería a actuar hasta este verano pasado. Pero eso no influyó en su deseo de componer. Aunque algo debió resentirse, porque tras Never for Ever sufrió un bloqueo que tardó meses en superar.

The Dreaming

Kate barajó la posibilidad de realizar su siguiente disco con la ayuda de Tony Visconti, pero decidió que prefería las posibilidades que ofrecía la consola SSL 4000 B de los Estudios Townsend, un superordenador que podía hacer prácticamente de todo. Con este cacharro y la ayuda del ingeniero de sonido Nick Launay , un veinteañero que venía de producir Flowers of Romance a Public Image Ltd., ambos disfrutaron como críos, creando ruidos y efectos. Kate quería seguir repitiendo tomas y añadiendo colaboraciones inesperadas, como la del grupo de música irlandesa Plantxy, algunos miembros de The Chieftains, y la ayuda de Paul Hardiman, que había trabajado en discos de EL&P y de Wire, y que puso el broche final en esta grabación.

The Dreaming (1982) es un disco enrevesado y muy coyuntural (la obra de Byrne y Eno, My life in the bush of ghosts, está omnipresente). Surcado de efectos de Fairlight, duelo de instrumentos y máquinas, es un despliegue acrobático de voces y coros que frasean, gritan e impostan personajes. También aparecen ecos primitivos —muy de moda también—, como el sonido de instrumentos exóticos junto a los violines irlandeses. Pero por debajo de este castillo de artificio hay diez canciones redondas, más sombrías y dramáticas que lo que habíamos escuchado antes en ella. Kate suma su experiencia como autora a sus progresos en la programación, y el resultado es brillante, ecos de la tradición con arreglos futuristas, resumidos en dos historias: la que titula del disco, un recuerdo a los ritmos aborígenes de un viaje infantil a Australia, y la otra, la vida del escapista Houdini y su relación con el espiritismo, una pieza que, como toda su música, da sonido a una pequeña película en movimiento, y la lleva a la portada. Kate se fotografía abrazada al mago, y enseña en la lengua la llave con la que Houdini abría las cadenas, tras recibir el beso de su mujer.

El deseo de alcanzar la felicidad y, a cambio, verse atrapada en un laberinto sin salida, se repite en el baile indio de «Suspended in Gaffa», en los ritmos exóticos de «Leave it Open» y en la plegaria del soldado vietnamita de «Pull Out The Pin». La fantasía se descontrola en «All the love» (una conmovedora canción de despedida, salpicada con mensajes de contestador) y «Night of the Swallow» (esta incursión en la música irlandesa se adelanta a los Waterboys varios años). «Get Out Of My House» es un tributo a El resplandor desde una pesadilla ochentera, convertido el cuerpo de Kate en una casa poseída por los demonios, que cierra el disco con un coro de chimpancés.

Esas voces de monos que imitaba Kate fueron el colmo para la discográfica. Tras dos años y una fortuna invertida, no tenían un mal single para lanzar, sino un trabajo conceptual que no podía competir con los éxitos saltarines y frívolos. The Dreaming se encuentra en ese grupo de música que en el año 82 estaba más interesada en la experimentación, como los discos de The Cure o Siouxsie and The Banshees. Es curioso que Peter Gabriel, cuya carrera entonces iba por un camino muy similar, fuese honrado (lo sigue siendo todavía) como un supergurú de la mezcla de world music y tecnología, mientras que a Kate Bush se la considerase una especie de histérica. The Dreaming es una obra maestra, por las canciones, la ambientación y el empeño de su autora. Un disco que siempre se queda fuera de las listas que los archiveros del rock hacen de los mejores discos de los años ochenta.

Serían necesarios más de dos años para volver a saber de Kate Bush. Arrasada física y psíquicamente por The Dreaming, nadie imaginaba lo que estaba por venir.

(Continuará)

Imagen: EMI.

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Kate Bush: clave de música y magia (y II)

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Imagen: EMI.

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Viene de la primera parte.

The hounds of love

Cada músico llegaba y tocaba su parte por separado, lo que aportaba una atmósfera casi futurista. Por entonces era bastante raro, solo Kraftwerk y Can estaban haciendo cosas más lineales. Ella es una visionaria y tiene una idea muy clara de cómo quiere dirigir el asunto en todo momento… (El elepé) es casi druídico. Tiene una cualidad mística, de juglar, parte de nuestra tradición británica antigua. Fue un gran honor trabajar con ella. (Youth, sobre Hounds of Love [Graeme Thompson, Under the Ivy, Omnibus Press, 2012, págs. 212-213]).

Kate abandonó la ciudad. Compró una casa cerca de la granja de sus padres y allí construyó su propio estudio de grabación. La perspectiva de tocar en un lugar con grandes ventanas, sin luz artificial, fue decisivo en el cambio de actitud. Después de la angustia en The Dreaming, agravada por el encierro en el estudio y la lejanía de su familia, llegarían canciones más abiertas, en las que los elementos de la naturaleza romántica serán los protagonistas, pero siempre con las mismas obsesiones oscuras. En The Dreaming, los sentimientos negativos dominaban en la música, aunque estaban atravesados por el amor y el anhelo de sabiduría de las historias. En este quinto disco es al revés: la música es exuberante, positiva, pero la pulsión de muerte, lo desconocido, corre bajo las canciones. Kate escribe en primer lugar «A Deal With God», una canción firme sobre el eterno problema de los roles femeninos y masculinos, de hacer un trato con la divinidad para cambiarse el género y así poder entender al otro. El título fue sustituido por la discográfica para no herir susceptibilidades religiosas en países como el nuestro, donde no se puede utilizar el nombre de dios en vano. «Running Up That Hill» se convirtió en el número 1 que EMI esperaba.

Este disco ensambla música y letras de manera armoniosa y muy digerible, en un estilo que utiliza tecnología punta al tiempo que envía mensajes sobre las relaciones humanas. Kate cuida hasta la exageración cada sonido, con el deseo de plasmar sus ideas de forma perfecta. Ella corta y pega con su Fairlight y las cajas de ritmos las colaboraciones de los músicos como una alquimista —aquí sí vale el tópico, nunca mejor que en este caso—, porque utiliza instrumentos clásicos del pop rock y los hace sonar como antiguos. A los antiguos, violines, flautas, tambores, etc., los hace pasar por máquinas. Y la máquina es el lienzo donde se desarrollan las dos caras de Hounds of Love. La cara A son cinco singles, canciones pop perfectas con imágenes de terror, devoción amorosa, ecos familiares…

Hounds of Love (Kate posa en la portada con sus dos perros, Bonnie y Clyde) se abre con el sampler de una de las películas preferidas de Kate, La noche del demonio (J. Tourner), esa idea recurrente en ella del amor como un perro de presa que persigue implacable al que lo disfruta o lo sufre. La ambivalencia ante un sentimiento que no queda claro si mueve a la felicidad o a todo lo contrario. «The Big Sky» es un himno al paraíso, que en la letra nos dice que «se parece a Irlanda», y adonde subirán todos los incomprendidos. La emocionante «Cloudbusting» está inspirada en el libro de Peter Reich, A Book of Dreams, una lectura de adolescencia de Kate sobre el psicólogo Wilhelm Reich, inventor de la máquina para modificar el clima, que murió de forma trágica en una cárcel en Estados Unidos. El célebre vídeo, dirigido por Julian Doyle, editor de La vida de Brian, es uno de los mejores de su época, con Donald Sutherland en el papel de Reich. Kate subraya el amor de este hombre por su padre, igual que demuestra su devoción por la figura materna, en «Mother Stands For Comfort», la que es capaz de perdonar y proteger a sus hijos de cualquier cosa, hasta la más horrible.

La cara B es una obra conceptual que se titula «La Novena Ola». Kate posa en la foto del interior como una Ofelia de los ochenta y relata la historia de una mujer abandonada de noche en el mar, que sueña dentro de otros sueños, con su propia muerte («And Dream of Sheep», «Under Ice»), con sus antepasadas, las hechiceras («Waking The Witch»), con su vida pasada y futura («Watching You Without You», «Jig of Life»), hasta que consigue llegar a tierra («Hello Earth», «The Morning Fog»). En este lado del disco se desata la orquestación, los instrumentos de percusión, los efectos de sonido… Todo es desmesurado, dramático.

El éxito fue enorme. En los días de sintetizador y hombreras, este disco es el Sgt. Peppers particular de Kate Bush. Ventas millonarias aparte, los críticos alabaron el derroche de talento, excepto algunos que no perdonaban a Kate su excentricidad, que no tocase en directo y que apabullase de esa manera. En Estados Unidos fue un fenómeno capaz de desbancar de las listas a la Madonna debutante, cuyo soniquete y mensajes de soft porn abrieron el canal para la serie de artistas que se venden ahora. Mucha gente seguía empeñada en juzgar a Bush por su aspecto físico, el erotismo y todo aquello con lo que se supone se puede criticar a una artista femenina por el mero hecho de serlo. Kate ya había escarmentado de aquellas primeras entrevistas en las que se mostró tan entusiasta, y contestaba con frialdad a las exhibiciones de condescendencia de los presentadores de televisión y los críticos musicales. Su trato con la EMI, donde desde luego le habían dado una libertad increíble, había sido cumplido: ella les había ofrecido un gran resultado y ahora se retiraba. Hounds of Love no es una despedida, pero no volvería a realizar un disco semejante. Al menos, hasta 2005.

Sí, fue cuando se lanzó el dúo con Peter Gabriel, «Don´t Give Up», otro superventas y rumores de romance con Kate, pero que a juzgar por los comentarios de Sinead O´Connor, que sí fue pareja de Gabriel, nunca se produjo. Kate estaba con Del Palmer, bajista de su grupo desde el 78, y permanecerían juntos hasta entrados los noventa. Más interesante fue el single «Experiment IV», canción pop que venía con un vídeo muy divertido. Esta canción era el adelanto de la última concesión a EMI, una recopilación de sus singles, «The Whole Story», donde hay una versión nueva de «Wuthering Heights».

Molly Bloom en el Mundo Real

Paddy Bush introdujo a su hermana en una música que se puso muy de moda a finales de los años ochenta, gracias a la reedición de la recopilación suiza El misterio de las voces búlgaras. Esta forma de cantar impresionó sobremanera a Kate, quien quiso que alguna de estas extraordinarias mujeres participara en su nuevo disco. Tras muchas negociaciones, Kate viajó a Sofía, conoció al Trío Bulgarka y volvió con ellas en una peripecia de telón de acero hasta Londres para grabar varias canciones.

El proceso de The Sensual Work (1989) fue muy arduo. La tecnología se volvió demasiado barroca, no llegaba la inspiración, y para colmo, los problemas se sucedían uno tras otro. Tras completar la delicada «This Woman´s Work» para la banda sonora de la película de John Hughes, La loca aventura del matrimonio, Kate adaptó en una pieza de piano varios fragmentos del soliloquio final de Molly en el Ulises. La canción, «The Sensual World», había quedado redonda, cuando fue avisada de que el nieto de Joyce, heredero de los derechos, se negaba a dar el permiso. Kate tuvo que reescribir el texto. La afirmación sexual de Molly se convierte en una celebración de la Kate más consciente de su género, tal como aparece en la foto de la portada. Este «Sensual World» conserva ese «Yessss» del original, más otras frases tomadas de diferentes autores, como poemas de Blake.

Estas canciones están más adornadas que nunca de sonidos irlandeses, conectadas con las tradiciones europeas. Así son «Love and Anger» y «The Fog». Las historias extrañas también están presentes: «Heads We´re Dancing», sobre conocer en una fiesta a una persona encantadora que resulta ser el mismo Hitler, o «Rocket´s Trail», un cuento surrealista con transformación de uno de los personajes en cohete, con solos de guitarra de Gilmour y las voces del Trío Bulgarka. Kate se adelanta a las relaciones virtuales en «Deeper Understanding», una historia de amor entre un hombre y su ordenador. Para los fans fue un buen disco. Como siempre, Kate seguía siendo una anomalía, incluso cuando empezaban los noventa y las cantantes solistas ya eran muchas y las había muy raras, y cantautoras, desde Björk a Suzanne Vega.

Las zapatillas rojas

Kate Bush entró en la treintena y por primera vez, la hipersensible cantante se enfrentó a varias muertes seguidas de familiares y amigos. Primero fueron algunos de sus músicos y después, su madre. También rompió con su pareja, Del Palmer, y comenzó una nueva relación con otro de los músicos de sus comienzos, Danny McIntosh, guitarrista del grupo de hard rock Bandit. La idea inicial, del 90, de grabar por fin un disco que se pudiese llevar a los escenarios, se fue desechando a medida que Kate escribía nuevas canciones. The Red Shoes (1994), inspirado en la célebre película de Powell-Pressburguer, es igual de recargado, pero está realizado sin el entusiasmo de los anteriores, metiendo aires rock que no vienen a cuento, y el compromiso con una serie de invitados que tampoco aportaron nada, caso del artista conocido como Prince. De entre las canciones me quedo con «Moments of Pleasure», un melodramático y maravilloso discurso de despedida hacia sus seres queridos.

Para terminar este periodo, Bush escribió y dirigió The Line, The Cross and The Curve, mediometraje que incluía seis canciones del disco, integradas en una historia con la leyenda de las zapatillas rojas y un rosario de elementos simbólicos. En él ella interpretaba y bailaba, acompañada por la actriz Miranda Richardson, Lindsay Kemp y sus músicos. La película es un exceso, incluso para ella, pero insisto, la pieza donde interpreta «Moments of Pleasure» es sublime.

Versiones e iniciativas raras

La caja This Woman´s Work, un recopilatorio carísimo y difícil de encontrar, tiene entre otros atractivos el haber recopilado las caras B de los singles en dos CD, donde aparecen también rarezas, una serie de versiones del folclore británico, y otras de éxitos pop, como las reinterpretaciones de «Rocket Man» y «The Man I Love», para sendos tributos. Lo que pocos conocen son sus composiciones para publicidad; en concreto, la campaña de 1994 para Fruitopia, en la que grabó varias melodías instrumentales. Disney la tentó con una canción para la peli Dinosario, pero ella lo rechazó. Nicholas Roeg la ofreció un papel protagonista en Náufrago, pero la idea de compartir el set con Oliver Reed la echó para atrás y solo contribuyó con una canción.

Volando sin red. Aerial

En los catorce años que pasaron entre Las zapatillas rojas y su nuevo disco, muchos creímos que Kate Bush se había retirado de la música. Pese a todos los rumores que hablaban de ella como una ermitaña, aislada como Drácula en su castillo, —ni las rarezas de explotaciones como Tori Amos superaban a la original—, Kate seguía participando en actos de caridad, asistiendo a estrenos de musicales. Incluso concedió algunas entrevistas. La prensa y ella seguían sin entenderse: solo quería hablar de música, y esto naturalmente no gustaba, no comprendían (comprendíamos) cómo una mujer tan bajita, con aspecto de elfo, siguiera empeñada en querer controlarlo todo, y no hacer la más mínima concesión a la galería. En 1998 y con treinta y nueve años tuvo a su hijo, hecho que la prensa descubrió por un comentario de Peter Gabriel dos años después, lo que se tradujo en otro aluvión de portadas sobre conspiraciones (decían que se había cambiado el nombre a «Catherine Earnshaw», que en su partida de nacimiento figuraba como sexo masculino…).

Aerial llegó en el mundo dominado por Internet, con una generación que apenas sabía quién era Kate Bush y donde la música había sido transformada en producto de adorno u objeto de biblioteca. El disco fue una sorpresa. Doble CD, se repetía el esquema de Hounds of Love: el primero, titulado A Sea of Honey, era una colección de canciones rock; el segundo, una obra conceptual. Ahora, con las posibilidades tecnológicas, los fans esperábamos una epifanía, pero Kate no nos mandaba olas sobrenaturales. Como siempre, los arreglos estaban cuidados hasta la compulsión, pero el sonido no era una sinfonía ultrasofisticada. En realidad, se parece mucho al de sus discos anteriores, con lo que suena más extraño, como suspendido en el tiempo. Tampoco hay revelaciones místicas, solo son canciones de una mujer entregada a su quehacer diario, enamorada de su hijo («Bertie»), pero Kate convierte esos momentos cotidianos en actos de magia y humor: con el piano y el apoyo de un grupo de rock dirigido por Del Palmer, muchas guitarras en cada canción de Dan McInstosh, expresa el amor por su familia («A Coral Room»), hace cábalas con los números («Pi»), se alegra de su anonimato («How to be invisible») y es capaz de encontrar atractivo erótico en poner una lavadora con la ropa de ella y de su marido, en uno de los mejores temas, «Mrs Bartolozzi». La única canción que no parece casar con el resto es el homenaje a Elvis, «King of The Mountain», en la que incluso oficia de impersonator, con si se reflejara ella misma, con sus kilos de más y sus manías:

En el segundo CD, A(n Endless) Sky of Honey, Kate desarrolla la alegría de vivir en canciones íntimas, himnos sobre la naturaleza, el paso del tiempo en un día de verano, una demostración inesperada de pop optimista, con risas, sonidos de pájaros, ritmos de flamenco, melodías folk y coros medievales. La escucha solo es aconsejada para oídos sin complejos, porque cualquiera afirmaría que se desliza peligrosamente hacia el chill out.

Aerial fue recibido conforme a la fenomenología actual. El público sabía que aquello tenía que ser un producto muy bueno, aunque no se entendiese nada, y hasta obtuvo un disco de platino en el mercado anglosajón. Después pasó al olvido. Kate, tras una pequeña promoción, participó con una canción que cerraba la banda sonora de La brújula dorada, («Lyra»).

Círculo de nieve

Los nuevos discos de Kate llegarían en el mismo año, tras otro largo y secreto periodo de grabaciones, esta vez avivado por miles de trinos, pero no precisamente de música. Rompió su relación con EMI, antes de que esta fuese engullida por Universal, porque allí no quedaba nadie de la gente que conocía y decidió editar sus canciones en un sello propio, Fish Music. En 2011 publicó Director´s Cut, caja con dos elepés y dos CD, una curiosa selección de temas de los discos antiguos. No son los grandes éxitos, sino una lista extraída de sus obras menos conseguidas, The Sensual World y The Red Shoes. Kate los reinterpreta en formas nuevas, los retuerce con distintos arreglos e instrumentos, y a todos les da un efecto inesperado. Por ejemplo, congela las emotivas «This Woman´s Work» y «Moments of Pleasure», o vuelve feroces las baladas «Lily» o «Never be Mine», acompañada por el cantante Mica Paris o el célebre percusionista Steve Gadd. La sorpresa final es que la obra de Joyce quedaba libre de copyright y se podía editar la adaptación del texto de Ulises tal y como lo había escrito en 1989. Así lo escuchamos, con título nuevo, «Flower of the Mountain».

Ese mismo año, con unos meses de diferencia y por primera vez en el plazo marcado por su autora, sale lo último, 50 Words For Snow. Por supuesto, es otra gran rareza. Una oda al invierno, todos los temas evocando paisajes fantásticos cubiertos por la nieve, atravesados de sonidos largos, solemnes y muy lejos de la música pop. Kate se centra en el piano y la voz, y adorna estas historias con el trabajo de su grupo habitual (en realidad, su familia, McInstosh, Palmer y su propio hijo), más Steve Gadd y una lista de relumbrón. Kate incluye el elemento gótico, como en la maravillosa «Lake Tahoe» (el fantasma de la mujer que ha caído al lago, y su perro, que la espera), o el recuerdo de su padre fallecido en 2008 («Among Angels»).

La nieve remite a ese manto frágil que cubre lo desconocido, los mitos, y los preserva como un tesoro, lejos de la vulgarización y las pisadas, aunque sea por poco tiempo. Hay espacio para las ideas made in Bush: la fallida «Misty» cuenta la historia de amor con un muñeco de nieve, que en pocas horas será una mancha de agua sucia en la cama; «Wild Man», la única canción más o menos accesible, dedicada al abominable hombre de las nieves. «Snowed at Wheeler Street», donde canta con Elton John, remite a la reencarnación de dos amantes a lo largo de la historia. Más afortunado es el tema que le da título, extraña mezcla de techno y pop tropical a lo Gainsbourg, donde Stephen Fry va recitando unas curiosísimas palabras inventadas por Kate para definir la nieve.

50 Words for Snow cumple un ciclo en el que Kate Bush se libera de ideas preconcebidas. Ahora puede internarse donde ella quiera, escribir historias sorprendentes mezclando humor y gusto por lo fantástico, sin más trabas que su portentoso talento. En un mundo artificioso dominado por la imagen, donde la música ha perdido su valor y las mujeres tienen que estar constantemente luchando para demostrar algo —véase el caso del último disco de Björk, ninguneada como productora— ella es una excepción, obstinada en defender su independencia al tiempo que su invisibilidad. Eso resulta incomprensible, dado que hasta los individuos anónimos nos creemos personalidades gracias a Internet, casi no se perdona que una vida como la de Kate Bush, artista mundialmente conocida, sea tal cual. A mí, además de ser fan desde niña, esto me parece un ejemplo, brillante en su oscuridad.

Damas del blues

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Foto: DP.

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La música pop está dominada por artistas femeninas. Lo confirmará cualquier programa para el móvil. Muchas de ellas utilizan la bandera del género a través de vestidos, bailes y spots publicitarios. Algunas son muy beligerantes en las formas, y manifiestan su independencia con acciones escandalosas para el gran público, como posar desnudas, bailar de manera sexual y simular actos de lesbianismo. Incluso llegan a expresar esta condición feminista con rótulos en las camisetas, el escenario o las canciones.

Canciones o lo que sea. Las divas de la música comercial venden autoafirmación para chicas, en un pack junto con la colonia y el gesto del videoclip, igual que antes vendían mensajes románticos y laca sumisa. El resultado no significa mucho, salvo acompañamiento para vender la descarga multimedia y el show en vivo. La empresa ha descubierto que el feminismo puede ser tan comercial como cualquier otra cosa: la rebeldía, el romanticismo y las actitudes copiadas de grupos marginales…

Sexo, drogas y blues

Sin contar con el apoyo de una logística tan especializada, esta fuerte presencia de artistas femeninas ya se dio al comienzo del siglo XX en Estados Unidos. La música fue capitalizada por mujeres, y fueron ellas las primeras figuras de un estilo que conocemos como blues. A diferencia de la situación actual, ellas eran extremadamente radicales en sus contenidos. Entre los años veinte y treinta, con todo en su contra, cantaron sobre malos tratos, desigualdad social y relaciones sexuales, temas que habrían sonrojado a las ganadoras de los MTV Awards. Gran parte de ellas eran, si no lesbianas, bisexuales, condición que también expresaban y defendían. Y además, eran negras. Ellas fueron las primeras en grabar (y componer) éxitos blues, pero el redescubrimiento de este género en los años sesenta, el revival folk, por un selecto grupo de críticos y aficionados, blancos, protestantes y masculinos, las relegó en favor de los instrumentistas. Ellos sí se convirtieron en héroes de la música anterior a la II Guerra Mundial, mientras las vocalistas del blues quedaban en un segundo plano. Algunos sabrán de la existencia de gigantes como Blind Willie McTell, pero pocos conocerán una canción de Victoria Spivey, aunque Bob Dylan pusiera en la contraportada de su disco New Morning una foto de él con la diva.

El blues clásico. Madres, reinas y emperatrices

El blues, la palabra de marras, se ha usado en tantos contextos que es difícil encontrarle significado, pero no se trata solo de estar triste. En cuanto a la música, estoy acotando el género a los años de su máximo esplendor, mucho tiempo antes de que el rock lo saqueara a placer. El blues era una música áspera cuando venía de las zonas rurales y cabaretera cuando se interpretaba en la gran ciudad. Esta mezcla de ritmos africanos con melodías anglosajonas y europeas, la influencia del jazz primitivo, sus dos ramas, la religiosa y la profana, y un sendero salpicado de estilos —canciones de trabajo, lamentos de cárcel, temas espirituales, asuntos domésticos, sexo, violencia y crimen…— cimentan el formidable legado de la música popular norteamericana. Eso sin tener en cuenta para este texto el blues de los blancos, que también lo hubo.

Foto: DP.

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En Estados Unidos, el espectáculo típico de finales del s. XIX era el vodevil, un show de variedades que, según la empresa, podía ser para toda la familia o más subido de tono, con bailarinas y cantantes de género risqué, canciones con doble sentido y trasfondo sexual. Tras la abolición de la esclavitud, la libertad fue muy dura para las mujeres: sin educación, solo podían encontrar trabajo como criadas o como prostitutas. La mujer negra era el último escalafón social. La mayoría de los blancos seguían considerando a los negros como ganado y la mujer era doblemente explotada. Algunas encontraron en estos circuitos, y en otros lugares como circos ambulantes y caravanas de feria, otra forma de salir de la desgracia, aunque en unas condiciones de trabajo penosas. Así fueron los debuts de muchas jóvenes, en el Theater Owner’s Booking Agency (T.O.B.A), un grupo de teatros dirigidos al público negro. También había un «circuito blanco», donde se representaban los famosos minstrels, números ejecutados por actores blancos pintados como negros y otros gags orientados a ridiculizar a la comunidad negra. Los negros estaban de moda, como también lo estuvo el pueblo hawaiano y la mezcla de su fascinante música, que fue clave en el desarrollo de la música pop. El público blanco sentía una fuerte atracción-repulsión hacia los negros, que apenas concebía fuera de un grupo de seres primitivos y peligrosos, pero le atraía el elemento exótico. Tras la guerra civil y la abolición, la mayoría seguía creyendo en la leyenda del salvaje dominado por creencias irracionales, sometido a todo tipo de impulsos descontrolados. Los empresarios de variedades supieron explotar este miedo y curiosidad en sus teatros y la música se encargó de comunicar la tradición cultural de los exesclavos, al no existir antes otro registro más que el oral. La música también heredó su origen comunitario, los cánticos de trabajo que empezaba uno y coreaban los demás se extendieron a los demás estilos.

En esos teatros se consagraron las cantantes de blues más populares. En su repertorio mezclaban baladas pop con blues y otros ritmos, como tango, fox o rag. La estructura de la canción de blues quedó definida hacia comienzos de la década de los años diez, y tras los famosos discos de W. C. Handy, que se supone son los primeros blues de la historia, la cantante Mamie Smith grabó su segundo disco con la compañía Okeh Records, en 1920, Crazy Blues, convirtiéndose en la primera cantante femenina de blues. Su mentor, Perry Bradford, artista de variedades y compositor de la canción, desafió muchas amenazas racistas con este disco, que solo esta compañía se atrevió a publicar, siempre con la condición de poner en el envoltorio la etiqueta «Race Records». El racismo iba más allá del color de la piel: lo mismo harían con el adjetivo hillbillie, en los discos de blues para paletos blancos. Poco después, Columbia y Paramount hicieron lo propio, tener su colección de discos para negros. «Crazy Blues», una canción con la estructura clásica, pero con acompañamiento de orquesta de hot jazz, fue un gran éxito, vendió setenta y cinco mil ejemplares en unos meses y Mamie Smith, que llevaba bailando y cantando desde los diez años, se convirtió en una estrella de la música, actuando por todo el país, incluso por Europa. La «Reina del Blues» grabó muchos más discos, pero su fama quedó eclipsada por la de la «Emperatriz del Blues»: Bessie Smith.

Smith fue una cantante prodigiosa. En vida fue muy popular, una de las más cotizadas de su época, vendió miles de discos y actuó por todo el país hasta la fecha de su desgraciada muerte, tras un accidente de coche en 1937. Nacida en un pueblo de Tennessee, fue descubierta muy joven por uno de los directivos de Columbia, y comenzó a publicar discos en los que se combinaban jazz, swing y blues, todos con un fuerte estilo de vodevil, dramático y pomposo. Las canciones de Smith incidían en el deseo sexual de las mujeres con metáforas explícitas («Need A Little Sugar In My Bowl», «Empty Bed Blues», «Kitchen Man»), denunciaban los malos tratos («I´ve Been Mistreated and I Don´t Like It»), y tocaba temas relacionados con las duras condiciones sociales de la comunidad negra: las consecuencias de los desastres naturales, como la célebre inundación del río Mississippi («Back Water Blues»), la falta de oportunidades de los más desfavorecidos (el clásico escrito por ella misma, «Poor Man´s Blues», una canción donde se agrupan los temas: la pobreza que lleva al crimen, el uso por parte del Gobierno de soldados negros como carne de cañón, y las relaciones injustas de clase y raza), y sobre todo, la situación de las negras («Washwoman Blues», donde pueden salir de su casa para entrar en otra como lavanderas), además de las habituales odas al alcohol, al que era muy aficionada: «Moonshine Blues», «Me and My Gin», «Give Me a Pigfoot and a Bottle of Beer»… Este verano se ha estrenado en HBO la película Bessie, protagonizada por Queen Latifah.

Bessie Smith protagonizó un cortometraje, un videoclip extendido sobre la famosa «St. Louis Blues» en 1929. La música es un poco diferente de su estilo, porque aquí viene acompaña de un coro de góspel y hasta de una big band, pero es un ejemplo no solo del talento de la cantante sino de los estereotipos bajo los que vendían este tipo de música… iba a decir entonces, pero me temo que llega hasta la actualidad.

Esta es Bessie Smith en estado puro:

La «Madre del Blues»: Ma Rainey

Un poco más mayor que Smith, Rainey es la pionera del blues. A ella y a otras cantantes contemporáneas se las califica, con cierto desprecio, de «gimoteantes», según el canon crítico masculino, por incluir coros clásicos de lamentos. Comenzó su carrera en minstrels y en un dúo con su marido, de quien tomó el apellido. Con la discográfica Paramount grabó más de cien canciones en poco más de cinco años durante los años veinte, muchas de ellas escritas por la propia Rainey. Actuó por el circuito T.O.B.A. con varias orquestas hasta los años treinta, cuando se retiró a su Georgia natal, donde murió en 1939, después de regentar un par de teatros.

El estilo de Rainey era más duro que el de Smith, un blues, si bien con toques con vodevil, más influido por la música del sur, con acompañamiento de guitarras, por ejemplo la de Tampa Red, o haciendo dúo con Papa Charlie Jackson. Rainey era muy combativa, fue de las primeras en cantar una murder ballad como «Stack O´Lee» y otros éxitos como «Moonshine Blues» y «Sleep Talking Blues». Su grabación de la famosísima «See See Rider», con Louis Armstrong, fue la primera de todas las versiones que se han hecho. Como Bessie Smith, lucía como una artista de la Belle Époque, cubierta de joyas y plumas, y cautivaba al público con sus dientes de oro, saliendo de un fonógrafo gigante en el escenario. Sus canciones hablaban de lo mismo: la violencia contra las mujeres («Hustlin´ Blues», «Black Eyed Blues»), las adicciones («Booze and Blues»), la cárcel y el sexo. Rainey iba más allá: sin tapujos habla de un novio bisexual en «Sissy Blues». En este número suyo, «Prove It On Me», cuenta sus preferencias por las mujeres y cómo se viste de hombre.

Tras el éxito de Mamie Smith, las casas de discos buscaron cantantes de blues entre el circuito de teatros y coros de góspel. La Paramount fichó a Ida Cox en 1923, una veterana de los campamentos de feria, con el acompañamiento de su segundo marido, el pianista Jesse Crump. Nacida en Georgia, como Ma Rainey, era una artista curtida en el directo, y actuó durante varias décadas acompañada de grandes nombres, como Jelly Roll Morton o Lester Young. Sus discos son un brillante ejemplo de blues estilizado, tintes de hot jazz y una voz inconfundible en el tono y el fraseo. Las canciones, muchas escritas por ella, son demostraciones femeninas frente al abuso («Wild Women Don´t Have The Blues»), exigencias de sexo satisfactorio (el blues tiene también un lado muy cómico, «One Hour Mama») y visiones sobre la pobreza («Hard Time Blues», o el clásico que también cantaría Bessie Smith, «Nobody Knows When You´re Down and Out») y la muerte («Death Letter Blues»).

Aquí la podemos ver y escuchar, en una actuación de 1940 en el célebre Rose Room de Dallas, interpretando su «Four Day Creep», una declaración de intenciones de las mujeres con grandes caderas y gran temperamento:

Victoria Spivey quería cantar al estilo de Ida Cox. Aprendió a tocar el piano de pequeña, en su Texas natal, acompañando los pases en un cine. De allí fue girando por diversos tugurios del sur, y con veinte años los cazatalentos de Okeh la descubrieron en St. Louis. A partir de esa fecha, 1926, Spivey se convertiría en la artista de blues más famosa de su tiempo. Fue de las pocas en sobrevivir a la Depresión y seguir cantando en los años cuarenta. Lo hizo gracias a su trabajo en el cine, en comedias musicales como Hallellujah, el primer musical negro de la MGM en 1929. Su carrera es impresionante por la cantidad de éxitos que grabó, muchos composiciones suyas, como la que le otorgó el debut, un blues angustioso titulado «Black Snake Blues», que el guitarrista Blind Lemon Jefferson, a quien ella había conocido justo después de esta grabación, grabó poco después con el nombre de «Black Snake Moan», asegurando que era composición suya, una discusión entre ambos que nunca se llegó a aclarar. El asunto de los derechos de autor en estos tiempos era terrible, casi siempre se los quedaban los editores de las discográficas y los artistas percibían una miseria en las grabaciones.

Con una voz extraordinaria, Spivey se hizo especialista en piezas arriesgadas, casi podríamos denominar góticas, que hablaban de sexo turbio («Down In The Alley»), enfermedad y magia, otro tema muy presente en el blues («Hoodoo Man»). Los directivos le prohibieron actuar con el piano, porque daba mala impresión, pero en la última grabación para la tele de su vida la vemos cantar su célebre lamento sobre la tuberculosis, acompañada por el piano:

Enseguida llegarían las colaboraciones con otros músicos, especialmente con uno de los mejores guitarristas del siglo pasado, Lonnie Johnson, con quien grabó números memorables y protagonizó escenas de violencia en las giras. El repertorio de Spivey está entre lo mejor de los artistas de su época: escribió «Dope Head Blues», donde se describe el consumo de cocaína, la escalofriante «Blood Thirsty Blues», en la que una asesina de hombres cuenta su historia como en un cuento de terror, o «Good Cabbage», un himno al sexo femenino. «Queen Vee» manejó su carrera de forma inteligente, enfrentándose a una industria que no entendía el papel de las mujeres, y mucho menos negras. En los cincuenta, cuando se había medio retirado a cantar góspel, observando el revival folk, decidió volver a grabar con Lonnie Johnson y poner en marcha un sello independiente para músicos de su edad, Spivey Records. Un jovencísimo Bob Dylan apareció haciendo coros y tocando la armónica en su primer LP de 1962, y en el sello grabaron estrellas como Big Joe Williams o Muddy Waters. Spivey murió en el año 76, todavía cantando y actuando, una de las más grandes intérpretes de su tiempo.

En este vídeo de 1963, Spivey canta con Lonnie Johnson a la guitarra y Sonny Boy Williamson al arpa de boca, interpretando su clásico «Black Snake Blues».

La famosa canción que en un principio llegaron a firmar los Led Zeppelin, «When The Levee Breaks» la escribió Memphis Minnie en 1929. Esta guitarrista se inspira en los sonidos del Delta, y casi interpreta rock antes de que nadie supiese lo que era eso. La carrera de Lizzie Douglas (Algiers, Louisiana, 1897) comienza en la calle, cantando en Memphis con su apodo familiar, «Kid». Ha aprendido a tocar el banjo de muy niña y con once años ya tiene su primera guitarra. Durante la década de los veinte viaja por el sur en el circo Ringling, otras veces tocando en saloons y otras prostituyéndose. La fichan en 1929 junto a su segundo marido, el también guitarrista Kansas Mc Coy, y comienza una serie de duelos formidables, canciones modernas llenas de sexo: «I´m Gonna Make My Biscuits», «Cherry Ball Blues», declaraciones de independencia personal («In My Girlish Days») y violencia («Me And My Chaffeur Blues»). Con su voz ruda y su look de estrella de cine, fue la guitarrista más brillante de Chicago. Era imbatible como instrumentista y como escritora de grandes canciones. Memphis Minnie murió con setenta y tres años en un asilo. Tiempo después, la rockera Bonnie Raitt, una de las pocas artistas que ha reconocido su deuda con el blues interpretado por mujeres, compró una placa para honrar su tumba.

Es obligado escuchar a Memphis Minnie.

La lista de cantantes de blues clásico es enorme. Faltan muchas, desde Bertha Chippie Hill, Alberta Hunter, Lottie Kimbrough, Ethel Waters, Ruby Glaze, Irene Scruggs, Hattie HartLa maravillosa Sippie Wallace y sus canciones sobre la Depresión («Suitcase Blues») o los malos tratos («Up The Country Blues»). El arrojo de Lucille Bogan, la reina del dirty blues, quien escribió y cantó, entre otras, un himno a las lesbianas («B. D. Woman’s Blues») y un tema, «Shave´em Dry», que no aguantaría ningún medio de difusión (en inglés). Como aquí no nos enteramos, la reproduzco:

El blues sucio y sus dobles sentidos sigue siendo mucho más incorrecto que cualquier melodía actual, por muy agresiva que se venda, especialmente cuando lo cantan las mujeres: Clara Smith: «Ain´t Nobody To Grind My Coffee»; Margaret Carter, «I Want Plenty Of Grease On My Frying Pan»; Minnie Wallace, «Dirty Butter»… Rosetta Howard da una vuelta a la leyenda del «Candy Man» y en «If You´re a Viper» canta que fuma porros de metro y medio. Georgia White le escribe una canción a su trasero en «I´m Keep Sitting On It». La cantante Gladys Bentley no dudada en salir vestida con un esmoquin y un sombrero de copa para reforzar su lado gay. El sexo se muestra como una práctica desinhibida, libre y sin prejuicios, todo ello antes de las autocensuras y el comercio hipócrita con la imagen.

Esta es solo una pequeña muestra del trabajo de cientos de divas que grabaron en los años veinte grandes éxitos de blues, triunfando antes que los hombres, y como ellos, con la Depresión quedaron olvidadas, hasta que con el revival folk tuvieron un breve periodo de fama en la vejez, aunque ninguno y ninguna sabía muy bien de qué iba todo aquel circo de señoritos blancos que los admiraban tanto. A ellos les pervirtieron sus inmensos talentos en discos de rock, pero de ellas casi nadie volvió a acordarse. Solo feministas negras como Angela Davis han escrito acerca del papel que representaron en el movimiento de liberación sexual de las mujeres. Por suerte, quedan las grabaciones para disfrutarlas.

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La Biblia de la mujer: sufragismo e insumisión

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Sede de la Asociación Nacional Contra el Sufragio Femenino (1911). Fotografía: Library of Congress (DP)

Sede de la Asociación Nacional Contra el Sufragio Femenino (1911). Fotografía: Library of Congress (DP)

El movimiento sufragista norteamericano propició el cambio social más importante de la Edad Contemporánea. Por primera vez, una organización femenina luchó por conseguir derechos políticos que situasen a las mujeres en una posición igualitaria junto a los hombres. A mediados del XIX y dentro de los grupos abolicionistas de la esclavitud, las mujeres llegaron a la misma conclusión: si estaban reclamando activamente la libertad de los esclavos, era natural que también pidiesen sus derechos como ciudadanas y no simples propiedades de los varones blancos. La mujer no podía votar, afiliarse a un partido, carecía por sí misma de dinero, no podía firmar un contrato de trabajo, montar un negocio ni ocupar un cargo público. Todas sus decisiones habían de ser supervisadas por el padre, marido o hermano mayor.

La razón de la inferioridad femenina emanaba del dogma religioso y las interpretaciones que los sacerdotes hacían de la Biblia. Según las Escrituras, la mujer fue creada en segundo lugar; por tanto, era un escalón inferior en el esquema del universo. Además, había sido la causante de la caída en el pecado. En la era de las Luces, librepensadores como Rousseau (Emilio o de la educación, 1762), o ya en el XIX, como Tocqueville (La democracia en América, 1835-40) seguían afirmando que el lugar de la mujer tenía que ser única y exclusivamente el doméstico, para contribuir a la armonía política. Ella sería la salvaguarda de la moral y el orden en la democracia, pero siempre dentro de la casa.

La nueva ciencia tampoco era proclive a la igualdad. Sin llegar a los extremos de los biólogos racistas, las obras de Charles Darwin, que derrumbaron el mito bíblico del origen del hombre, seguían empecinadas en distinguir al varón con una serie de aptitudes superiores a las que poseía la mujer, además de afirmar un grado mayor de evolución en los blancos frente a negros u otras «razas».

La neoyorquina Elizabeth Cady conocía la figura de la filósofa Mary Wollstonecraft (madre de Mary Shelley), quien en 1792 había escrito una obra fundamental para el pensamiento feminista, su dura crítica de Rousseau en Vindicación de los derechos de la mujer. Cady, seguidora de las ideas del filósofo John Locke, defendía la soberanía de los pueblos y la igualdad de los seres humanos. En 1840 se casó con Harry Stanton, activista del abolicionismo. Ese mismo año, la pareja acudió a Londres para participar en la primera Convención Mundial Antiesclavitud. Allí Elizabeth conoció a Lucrettia Mott, quien ya había organizado varios congresos de mujeres abolicionistas en Filadelfia. Alguna de estas reuniones terminó con la quema del local y el intento de linchar a quienes participaban. En Londres, las dos descubrieron que su opinión valía entonces lo mismo que la de los esclavos: aunque podían asistir a las reuniones, se les prohibía hablar en las asambleas o votar las ponencias. Era necesario organizarse en un movimiento femenino para exigir el voto.

El Génesis bíblico era el único argumento al que acudían tanto partidarios de la esclavitud como abolicionistas. Los primeros se agarraban a una larga lista de citas donde se mencionaba la existencia de esclavos y su aceptación como costumbre lícita. Los abolicionistas, por su parte, apelaban al principio universal de amor y respeto al prójimo que subyace en el mensaje cristiano. Pero en lo que sí estaban de acuerdo tanto unos como otros era en que las mujeres debían permanecer fuera de la discusión.

En 1848, un grupo de hombres y mujeres escribieron el Manifiesto de Seneca Falls (Nueva York), tras reunirse en la primera Convención de los Derechos de la Mujer. Este texto, inspirado en la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, dejaba claro que había terminado el tiempo de la «ley natural». Las declaraciones políticas que sustentaron las revoluciones liberales pedían la igualdad de los hombres en términos legales, económicos y éticos, pero no así entre los sexos. Allí seguía imperando una misoginia de origen divino que relegaba a la mujer a un puesto secundario en la nueva sociedad. Gracias al sufragio femenino, las mujeres serían iguales a los hombres, no enfrentadas en eterna dualidad y distintos espacios.

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Susan Brownell Anthony (izq) y Elizabeth Cady (dcha). Fotografía: DP.

Susan Brownell Anthony, maestra de origen cuáquero, se unió a la causa sufragista en la década de los cincuenta, tras haber militado en los grupos abolicionistas. Muy radical en sus planteamientos políticos, luchó contra las duras condiciones del trabajo de las mujeres obreras. La guerra de Secesión fue crucial para Anthony y el resto de las sufragistas: apoyaron a la Unión, pero una vez terminado el conflicto, sufrieron un enorme chasco. Durante el proceso de reforma de la Constitución, el Partido Republicano presentó la Enmienda Catorce, donde por fin se defendían los derechos civiles y el sufragio de los ciudadanos negros, pero no así el de las mujeres. Los políticos, haciendo gala del principio pragmático y egoísta que Tocqueville les adjudicaba por su género, no quisieron ver comprometidos sus acuerdos con los estados del Sur y decidieron negar las peticiones de las mujeres (además, con la Enmienda Quince, los negros no pudieron votar libremente hasta los años sesenta). Un año después, y contraviniendo las cualidades con las que Rosseau adornaba a la Sofía de su obra, obediente y discreta, Cady Stanton y Anthony fundaron la Asociación Nacional pro Sufragio de la Mujer, llamando a la libertad de cada una, sin el control de maridos, políticos o sacerdotes.

Pero la religión no podía ser borrada de un plumazo. Las sufragistas estaban muy preocupadas por la influencia de las enseñanzas que desde allí habían calado. Para transformar una sociedad no solo había que cambiar la ley, sino la forma de entender los textos sagrados, desprendiéndolos de interpretaciones maliciosas. Con un atrevimiento que provocó la ruptura del sufragismo y la condena furiosa de todas las autoridades, Stanton y Anthony decidieron que ya era hora de leer la Biblia bajo un nuevo foco, para desmontar mitos y encontrar una nueva ética religiosa.

Este objetivo no fue en absoluto un hobby de señoras ociosas: durante tres años, más de veinte mujeres («serias y liberales»), pertenecientes a las iglesias universalistas y unitarias, incluida la primera sacerdote femenina de Nueva Inglaterra, la Rev. Phebe A. Hanaford, con conocimientos de latín, griego, hebreo e historia, se dedicaron a revisar la Biblia. La tesis principal era que los textos no tenían origen divino, por tanto, eran susceptibles de crítica e interpretación, tal y como habían hecho los hombres. Ellas defendían el mensaje de Jesús, pero rechazaban los siglos de manipulación histórica y lingüística en el relato. Conocedoras de las diferentes versiones de las Escrituras y de la relación del texto con la Cábala hebrea, se atrevieron a afirmar que el nombre de la divinidad había sido tergiversado. En lugar de Yavhvé, ellas escogieron Elohim (y la versión donde el hombre y mujer son creados al mismo tiempo en el quinto día, con el mismo poder y capacidades). Ateniéndose a la traducción de Samuel MacGregor Mathers de La Cábala desvelada, la potencia divina carecía de sexo, pero contenía a la diosa y al dios en uno. No era dualismo, sino algo todavía más provocador: la presencia de una diosa primitiva en el origen de todas las creencias. Cady Stanton defendía las tesis que el antropólogo suizo J. J. Bachofen expresó en El matriarcado (1861) sobre primeras sociedades y religiones de la Antigüedad.

La Biblia de la mujer repasa, con minuciosidad y humor (especialmente, los textos de Cady Stanton), los hechos de las mujeres en el Antiguo y Nuevo Testamento. Hay menciones al proceso político de la época (de Ben Franklin a Daniel Webster) y a los comentaristas bíblicos (Thomas Scott, Adam Clarke, además de Julia E. Smith, la primera mujer que tradujo la Biblia). Las autoras señalan que el porcentaje de mujeres es un diez por ciento del total de personajes, por lo que esa ausencia es ya suficientemente significativa. La Eva del Génesis es defendida como una mujer que anhelaba el conocimiento por encima de los caprichos y por ello mordió la manzana, a diferencia de su compañero, perezoso y cobarde. Leeremos sobre las leyendas arbitrarias que justifican el uso del velo, la condena de las brujas, con la conclusión de que resulta absurdo tomar por palabra de Dios las andanzas de unas tribus que trataron a las mujeres como botín de guerra y objetos sexuales. Pero también destacan aquellos raros fragmentos en los que la mujer aparece retratada con justicia: Débora, la profetisa; Ruth y Noemí, la familia trabajadora; Vashtí y Esther, rebeldes y audaces…

El libro fue condenado con dureza por los clérigos, los políticos y gran parte del sufragismo, que se separó de la organización original y fundó el Movimiento Nacional Americano para el Sufragio de la Mujer. Todos afirmaban que el diablo estaba detrás de La biblia de la mujer. Cady Stanton replicó que Satanás no fue invitado a revisar los textos. Lo veían demasiado ocupado atendiendo sínodos y conferencias políticas.

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La actriz Hedwig Reicher frente al edificio del Tesoro, Washington, durante la Parada Sufragista de 1913. Fotografía: Library of Congress (DP)

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Belleza artificial: defensa de Camilo Sesto

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Camilo Sesto en una imagen promocional de Jesucristo Superestar, 1975. Imagen: Ariola.

Camilo Sesto en una imagen promocional de Jesucristo Superestar, 1975. Imagen: Ariola.

La carrera de Camilo Sesto, sus números uno, los millones de discos vendidos, la lista interminable de premios, su talento como compositor y cantante excepcional, todo eso ha quedado olvidado por un defecto de forma. Quizá «Vivir así es morir de amor» se salva de la quema, porque seguirá sonando en todas las fiestas, karaokes y Nocheviejas del mañana. Pero nunca ha sido cómodo demostrar admiración hacia Camilo Sesto. En los años de sus grandes éxitos, y cuando digo grandes éxitos estoy hablando de un estatus de estrella de la música que muy pocos han alcanzado y nadie volverá a alcanzar, la crítica y el público serio lo despreciaron, tachándolo de simple cantante para fans. Pocos se acordaron de sus comienzos como músico yeyé, cuando aún conservaba su apellido real, Blanes. Su debut en el cine fue con la comedia de Pedro Lazaga, Los chicos del Preu (1967), junto a Karina, otra de las estrellas de los años sesenta, en la cual interpretaba al hijo tarambana de José Luis López Vázquez, quien se desesperaba porque su primogénito en lugar de estudiar pasaba el tiempo «tocando la guitarra electrónica». En 1962 ya había sido el cantante de los Dayson, su primer grupo, formado en Alcoy, su ciudad natal. Inspirados por Bruno Lomas y los primeros Beatles, llegaron a Madrid a participar en los concursos de nuevos talentos, pero salvo un single apenas tuvieron repercusión. Tras dos años y varias actuaciones en discotecas de la periferia, los Dayson se disolvieron. Camilo se quedó en Madrid, sustituyendo una breve temporada a Daniel Velázquez como cantante de Cefe y los Gigantes, y poco después pasó por la última época de los Botines, cuando ficharon por Sonoplay.

Tras meses haciendo coros en innumerables singles, trabajando como músico de acompañamiento, incluso de gogó en las galas que organizaba Rosetta Arbex, Camilo debutó en solitario con el apellido Sexto y un desafortunado single, concebido por Juan Pardo como canción del verano, pero que salió en otoño. Habría que esperar al año 1972, cuando firmara con Ariola, el sello recién instalado en España, y deslumbrara al público con dos elepés, Algo de mí y después Solo un hombre, que lo consagraron como cantante pop definitivo, de look semejante al de Junior y rodeado de grandes músicos de sesión. «Algo de mí», la primera canción y el primer gran éxito, demostraba que Camilo ya no quería ser un cantante rock, ahora había diseñado perfectamente su estilo de canción melódica. Camilo demostraba sus dotes para las canciones ligeras y las baladas de gran intensidad, con influencias de la música disco, el soul y los ritmos mediterráneos. Sus canciones incluían reflexiones inéditas para la época sobre las relaciones amorosas. A partir de ese año, se sucederían los elepés, las canciones número uno y las giras multitudinarias. En una entrevista con Encarna Sánchez esta le preguntó por qué no se hacía llamar «Junior Segundo» por el parecido físico entre Junior y él. Camilo replicó que por qué no mejor «Camilo Sesto».

Eso es lo que ha hecho Camilo toda su vida, cantar y componer cientos de letras sobre el amor y sus circunstancias, sin pretensiones de autor profundo y sin miedo al ridículo. No solo para sus discos, sino para muchos otros artistas. Es uno de los autores más prolíficos del pop español. Le hemos escuchado haciendo spoken word, cantando en falsete agudo y desgañitándose como un rockero, incluso interpretando en inglés de manera impecable. La cantidad de confesiones íntimas pueden tumbar hasta al más sentimental, pero a diferencia de sus rivales directos, son canciones libres de afectación, sin forzar el tono, solo con la fuerza de una voz única. En los primeros setenta, su look mostraba detalles glam, pero a medida que pasaban los años, su imagen se hizo cada vez más sobria en el atuendo y peinado, siempre la media melena y el traje de vestir. Lo volvía muy raro en el carnaval de los ochenta, y no digamos en el astracán de los noventa. No se sabe cuándo el traje de chansonneir bohemio de Raphael se convirtió en una autoparodia, pero la pinta de Camilo Sesto es un anacronismo calculado, como salido de una orquesta de provincias, aunque sin llegar a la altura de la escuela de imitadores crecidos a su sombra y a la de Nino Bravo, de voces y peinados asombrosos.

A pesar de esta formalidad en el look y los gestos, seguía habiendo algo sin definir que lo volvía irresistible como personaje y artista. Además de estar todas las semanas en las listas de éxitos y los medios de comunicación, la vida privada de Camilo era una incógnita, siempre rodeada de preguntas y muy pocas respuestas, lo que generó rumores de todo tipo sobre su condición sexual y su comportamiento fuera de foco. La sociedad lo adoraba, pero no entendía por qué no se casaba o que fuera padre monoparental. Además, estaban los gestos de una estrella pop excéntrica: traslados de residencia a Estados Unidos, en lujosas mansiones de Hollywood y Miami, actuaciones en Disneylandia con cabalgata incluida, dúos con estrellas de la televisión norteamericana… Se ha perdido la cuenta de las veces que han anunciado su muerte, publicado enfermedades incurables y su implicación en sucesos, desde lo delictivo a lo paranormal. El artista siempre ha reaccionado con un humor poco frecuente en personajes de este tipo, mientras en los últimos años sus decisiones en lo musical le han llevado por el camino de la amargura. De todos los proyectos disparatados, nunca sabremos cómo hubiera sido un musical de Evita, con Camilo en el papel protagonista.

A pesar de ser un artista imprescindible en la historia de la música popular, no se le perdona a Camilo Sesto que se haya hecho la cirugía estética. Cada vez que el cantante y compositor hace una de sus apariciones, se desata una tormenta de burlas y chistes crueles, hasta el punto de expresar el «asco» y la «pena» que les produce su aspecto a los doctos comentaristas de las redes sociales. Pero este linchamiento inconsciente no lo hace solo el pueblo llano. Desde las tribunas más autorizadas se lo utiliza como materia para hacer reír.

Imagen: RTVE.

Imagen: RTVE.

Esta obcecación contra Camilo Sesto viene de lejos. En el 73, cuando iniciaba su primera gira por Sudamérica, varios elementos de la progresía emprendieron una campaña de desprestigio porque acudía al Festival Viña del Mar poco después del golpe de Estado de Pinochet, además de brindarle una tensa estancia en Santo Domingo, en donde se había celebrado un festival de la Nueva Canción. Contra el despectivo «Camilochet» con el que lo calificaban, Camilo hizo gala del apoliticismo común a todos los cantantes de su época, no sin antes recordarle a Víctor Manuel, uno de los instigadores, sus propios comienzos, alabando las bondades del general Franco en un disco —Un gran hombre, 1966—, cuyas copias se aseguró de destruir años después.

Las autoridades culturales siempre han desconfiado de Camilo Sesto, pero cuando el por entonces cuñado de un famoso entretenedor decidió convertirle en uno más de los objetos de chufla de su programa, empezó el divertido hundimiento de quien fuese la estrella pop más rutilante del país durante más de dos décadas. Muchos recordamos con tristeza a Camilo dando voces desde su casa de Miami, las chanzas a costa del asalto del que fue víctima en su casa de Madrid, o el enfrentamiento con los abogados de Andrew Lloyd Webber cuando presentó su versión alternativa del Fantasma de la Ópera, grabada a dúo con Isabel Patton. Nadie mejor que Camilo Sesto para esta historia excesiva y melodramática, igual que protagonizó (y financió) Jesucristo Superstar, el primer musical español, del que se cumplen cuarenta años en 2015. Un año entero de representaciones triunfales en el Teatro Alcalá, interrumpidas por las ovaciones del público y las amenazas de los Guerrilleros de Cristo Rey.

Algo está mal en la foto. No hay cura para el ensañamiento contra el que se sale de lo establecido, pero abusar de la ironía posmoderna empieza a tener un tinte macabro. El linchamiento contra el juguete roto y la actitud bronca contra aquello que no se entiende (y da miedo) siguen siendo universales. Llevar a una superestrella pop a la radio para hacerse unas risas a su costa y conseguir que la superestrella salga corriendo no es una anécdota de periodistas fuera de onda en la Transición que llamasen «peludos» a unos rockeros que venían a tocar, no, ha sucedido estos días en Madrid. Pero esto no solo es debido al peculiar humorismo español. Esta otra historia se dio en un entorno anglosajón, durante la gala de 1996 de los Brit Awards. Michael Jackson estaba en sus horas más bajas, después de las acusaciones de abuso infantil y los juicios, y mientras interpretaba «Earth Song» con un coro de niños, irrumpió en el escenario el cantante de un grupo indie para reventarle el número. Cantante cuya apariencia y pose pueden resultar a otros tanto o más desagradables que el difunto cantante norteamericano.

La ridiculización de la cultura popular, si alguna vez ha tenido algún fin —sé bien de qué hablo—, ya no sirve para nada. Hace mucho tiempo que falla en mostrar las costuras ideológicas de un sistema podrido. Ahora únicamente señala la miseria y el hastío de quienes la ejercen. Dicen que Camilo Sesto, por el hecho de haberse abandonado al extreme makeover, se ha convertido en un ser penoso, y siguiendo el razonamiento irónico, lo comparan con un cíborg con peluca caoba. No sé quién reparte los carnés de naturalidad, pero si hay algo que nos distingue, más allá de la dudosa capacidad de raciocinio, es nuestra condición de seres artificiales. Los resultados de la peluquería, depilación, tinte, cosméticos y gafas de moda, eso ya, son muy variables y dependen del capricho del observador. Que se lo digan a los que se presentan a ese concurso de televisión para cambiarse de imagen a manos unos supuestos expertos en transformaciones raras.

Y luego están las paradojas. A nadie se le ha ocurrido armar una crítica de la música ligera y las ideas que van implícitas sobre el amor romántico en estas canciones. Simplemente, linchan a Camilo Sesto por su aspecto y por no plegarse a la convención (no haberse casado nunca, ser padre monoparental, tener una imagen excéntrica, etc.) y mientras tanto asistimos a la mutación de Raphael de cantante popular en «artista total». Quizá una inexplicable omnipresencia en la televisión pública sea la causa, pero aparte de esto, los motivos son tan misteriosos como el milagro de la sangre de San Pantaleón. Ahí está el Niño de Linares, el cantante pop preferido del régimen franquista y de este también, adorado y respetado por todo el mundo como genial performer todoterreno, protagonista de especiales, conciertos indies y anuncios. Lejos quedó la época de las imitaciones por parte de todo el cuadro de cómicos patrio. Un referente, lo que se dice mundial, de nuestra Marca España. Por causas aún más desconocidas, Julio Iglesias se ha visto transformado del cantante melódico de éxito planetario que era en un ídolo premium. Ahora no solo es el protagonista de las revistas del corazón que ha hecho reír a varias generaciones con sus ocurrencias desde el Caribe, sino que aparece en memes que hacen las delicias del español medio y su smartphone. La prensa escribe artículos sobre su talento en alguna cosa, y lo que es más desconcertante, lo entrevista como voz autorizada acerca de los problemas de España. Que es como si a Mariano Rajoy, con todos mis respetos, le pidieran unas frases razonadas sobre el TTIP.

Esta es, efectivamente, la herencia recibida.

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La selva gótica: los inicios fantásticos de la literatura hispanoamericana

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Lugones practicando esgrima. Foto: DP.

Leopoldo Lugones practicando esgrima. Foto: DP.

La literatura latinoamericana da varias vueltas a la española en cuanto a formación, variedad y falta de prejuicios. Sobre todo en el fantástico y la ciencia ficción, que no se encuentran en una pequeña casilla de «raros» y escritores al margen, sino que están mezclados en su tradición, fecunda en deseo de trascender los límites. Casi todos, los más grandes autores y autoras, han abordado estos temas en sus obras, sin por ello ser descalificados o tachados de inconscientes.

Un ejemplo. La figura de Edgar Allan Poe tuvo una repercusión moderada en España, dado el tono realista y el lastre católico del arte nacional. Salvo el rastro en las figuras de la bohemia, su presencia se limitó a las obras de su primera divulgadora, Fernán Caballero, los escritos de la nunca suficientemente reconocida Emilia Pardo Bazán, y determinados relatos en Pedro Antonio de Alarcón y Pío Baroja. La poesía de Poe llegaría más tarde (vía Rubén Darío, otro gran escritor de cuentos fantásticos), y se puede encontrar en la obra de alguien, en apariencia, muy distinto: el Antonio Machado de Soledades y Campos de Castilla.

En Latinoamérica, sin embargo, su influencia fue enorme. Ayudó el sentimiento anticolonialista que compartió el propio Poe y sus deslumbrantes descubrimientos en las técnicas del relato breve y la poesía. Los escritores del Modernismo latinoamericano dieron forma a un corpus de anticipación científica, terror, cuentos de amor y muerte inspirados en el folletín francés, descripciones fantasmagóricas de los espacios urbanos y la naturaleza… Antes del llamado «realismo mágico», la magia se reveló en obras de autores que se interesaron tanto por los movimientos ocultistas como por los nuevos descubrimientos de la ciencia. Como Poe y el Círculo de Lovecraft, introdujeron elementos de la religión y las culturas antiguas, inventaron cosmogonías… Y por supuesto, tuvieron unas vidas acordes con el espíritu decadente y apasionado de aquel tiempo. Estos son unos ejemplos.

Leopoldo Lugones, hermetismo y «La hora de la espada»

Jorge Luis Borges mantuvo con Lugones una de sus peculiares relaciones en lo personal y lo artístico. De joven lo desdeñó y ridiculizó por considerarlo pedante y demasiado regionalista. Cuando Lugones se suicidó en 1938, todo fueron parabienes: tuvo que reconocer su más que evidente influencia, y en «El Aleph», el fantasma del poeta, director hasta su muerte de la Biblioteca Nacional de Maestros, se aparece en el juego de identidades y espejos de la biblioteca infernal.

Don Leopoldo (1874, Córdoba, Argentina – 1938, Buenos Aires) lo escribió todo: prensa, política, teatro, novela, ensayo… su poesía «verbal» era fuente de imágenes extravagantes, escrita para ser recitada en voz alta, trabajada en cada verso, ritmo y acento. Culminó en Lunario Sentimental (1909), una sorprendente y humorística vuelta de tuerca a los lugares comunes de la poesía (que marcó a Valle Inclán). Sus relatos demuestran su enorme erudición y un estilo preciosista paralelo al de Marcel Schwob. Lo mismo describía con todo detalle una historia en la caída del Imperio romano, desarrollaba una sesión de espiritismo donde los participantes conectaban con un ser inconcebible, o imaginaba una sombría ficción con los conceptos de la teoría de la relatividad. Sus incursiones en el fantástico a la sombra de Poe y Maupassant dieron resultados espectaculares, sobre todo en los relatos de Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1926). Incluso se atrevió con la ciencia, en el ensayo de divulgación El tamaño del espacio, una conferencia de 1921 en la Facultad de Ciencias Exactas y Física de Buenos Aires, que el propio Einstein afirmó conocer en su visita a la Argentina.

Leopoldo Lugones. Foto: DP.

Leopoldo Lugones. Foto: DP.

Fue adepto de la teosofía y masonería, cuyos elementos inspiran sus cuentos y novelas. En su juventud pasó por el anarquismo y el socialismo, y después viró hacia una postura nacionalista totalitaria que le llevó a defender los principios fascistas y el golpe de Estado militar de 1930. Estos vaivenes ideológicos, más la pérdida del apoyo de la comunidad literaria, lo llevarían al suicidio, una socrática elección de cianuro bebido con whisky. Aunque se baraja otra teoría más decadente, que Lugones se matara por el amor de una alumna suya, lo que su familia condenaba. Condenar es un verbo suave: el hijo mayor de Leopoldo, Polo, futuro comisario político de la dictadura de Uriburu, amenazó a la muchacha con internar a su padre en un nosocomio si no abandonaba la relación. Para redondear la historia de maldiciones, la hija de Polo Lugones, Susana, moriría a causa de las torturas de los militares argentinos en 1979, posiblemente tras padecer los efectos de la picana eléctrica, que introdujo su padre como herramienta de interrogatorio.

Horacio Quiroga, la selva suicida

Horacio Quiroga con su primera mujer, Ana Maria Cires. Foto: DP.

Horacio Quiroga con su primera mujer, Ana Maria Cires. Foto: DP.

La vida del uruguayo Quiroga se cruzó con la de Lugones en Buenos Aires hacia 1903. Horacio se había trasladado al país vecino huyendo de sus desgracias personales, como el protagonista de un terrible cuento gótico. Nacido en 1878 en Salto, su vida estuvo marcada por la fatalidad: su padre murió siendo él muy pequeño y su madre, que lo cuidó y sobreprotegió, se casó de nuevo, pero el padrastro, deprimido y obligado a vivir en una silla de ruedas, se suicidio delante de Horacio. Cuando murió su madre viajó a París para hacerse un nombre, pero allí, aparte de conocer a Rubén Darío y otros artistas, no hizo otra cosa sino gastarse la herencia. Uno de sus mejores amigos, el poeta Federico Ferrando, murió por accidente cuando Horacio le enseñaba a manejar la pistola (había sido retado en duelo). Entonces decidió abandonar Montevideo. Lugones y él se hicieron compañeros y emprendieron un gran viaje: se internaron en la selva para hacer un reportaje sobre las antiguas misiones jesuíticas del Chaco, una zona salvaje entre Argentina, Brasil y Paraguay. Quiroga, que fue en calidad de fotógrafo, quedó abrumado con las visiones del paisaje y decidió que volvería para establecerse. Primero plantó algodón en una hacienda, pero no tuvo ningún éxito. En 1906 remontó el río Paraná, esta vez recién casado con una de sus alumnas, la adolescente Ana María Cires y la oposición de la suegra, que también los acompañaba. Quiroga tuvo dos hijos, escribió y trabajó frenéticamente en aquel corazón de las tinieblas. Pero su mujer no pudo aguantar la presión y se suicidó. Los hijos de Quiroga se fueron con la suegra y Horacio volvió a Buenos Aires. En 1918 era uno de los escritores más respetados de Argentina, pero el autor estaba completamente hundido. Volvió a Misiones, convencido de que lo haría con otra jovencita a la que pretendía, pero los padres la pusieron a buen recaudo. A mediados de los años veinte volvió a la capital y allí conoció a su último amor. Sí, tenía diecinueve años y era compañera de clase de su hija. La familia de la chica, atraída por la fama del autor, dio el visto bueno a la boda, no así los hijos de Quiroga. De nuevo la pareja se internó en la selva, pero este fue el último viaje: la joven esposa abandonó en pocos años a Horacio y el autor, en la miseria, volvió a Buenos Aires para suicidarse en 1937 con un cóctel de cianuro.

La extensa obra de Quiroga es un muestrario del romanticismo exaltado y las experiencias del escritor con la naturaleza y los amores imposibles. Como Lugones, escribió en casi todos los géneros, pero aquí solo hubo uno donde fue maestro indiscutible, el relato breve. Fue el primer autor latinoamericano que hizo protagonista a la selva indígena de su literatura (en una perspectiva deudora de Kipling, con humor y aventuras, misterios y mitos, en Cuentos de la selva o Anaconda). Cultivó un terror gótico a la manera de Poe, en un estilo menos recargado que el de Lugones, pero igual de rico en imágenes alucinadas e historias violentas, el imprescindible Cuentos de amor, de locura y de muerte). Tiene asimismo un grupo de novelas cortas, publicadas después de su muerte, que son muy recomendables: El devorador de hombres (Menoscuarto Ediciones, 2013).

No son los únicos. Quedan, entre otros, los escritos románticos y las andanzas políticas de Juana Manuela Gorritti, la ciencia ficción del doctor Eduardo Ladislao Holmberg y los cuentos fantásticos de Amado Nervo. Son los antecesores de la mejor literatura de Roberto Arlt, Silvina Ocampo o Pablo Palacio.

Horacio Quiroga y su casa en Misiones. Foto: DP.

Horacio Quiroga y su casa en Misiones. Foto: DP.

Bibliografía recomendada:

Ruben Darío: Cuentos fantásticos. Alianza Ed. 2011.

VVAA: Antología del cuento fantástico hispanoamericano del S. XIX, Ed. Miraguano, 2003.

Leopoldo Lugones: Las fuerzas extrañas, Ed. Eneida, 2009.

Leopoldo Lugones: Cuentos Fantásticos, Ed. Castalia, 1988.

Horacio Quiroga: Cuentos de amor, de locura y de muerte, Ed. Fontana, 1995.

Horacio Quiroga: El devorador de hombres y otras novelas cortas, Menoscuarto Ediciones, 2012.

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Charles Fort: el gabinete de los condenados

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Imagen: DP.

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La editorial neoyorkina Boni and Liveright Inc., una de las más influyentes y atrevidas de su tiempo, publicó en enero de 1920 El libro de los condenados (The Book of the Damned). Confundidos por el título, muchos lectores lo compraron pensando que se trataba de una novela de crimen y misterio. Sin duda, su contenido sería lo más extraño que habrían leído nunca. Los veintiocho capítulos desgranaban una serie de acontecimientos documentados y reales, pero increíbles: lluvia de piedras, objetos metálicos encontrados en el interior del carbón de las minas o dentro de la corteza de un árbol, animales de formas imposibles, meteoritos de composición química desconocida, visión de cuerpos celestes no identificados… El autor, Charles Hoy Fort, había pasado veinticinco largos años en las bibliotecas compilando de forma obsesiva aquellos sucesos que no podía explicar la ciencia. En su casa del Bronx tenía un archivo improvisado en cajas de zapatos con más de sesenta mil notas sobre fenómenos paranormales, casos extraños que desafiaban a la física y a la matemática: huellas de extraterrestres, poltergeist, estigmas, lluvias del cielo de objetos, sustancias y animales inverosímiles… Esos eran «los malditos», los excluidos por el paradigma científico, todos los que según Fort habían sido despreciados del conocimiento por no ajustarse a los márgenes del saber oficial. No se trataba de casos de fantasmas o apariciones en sesiones de espiritismo (a Fort le parecía una moda para gente en busca de diversiones alternativas), sino de fenómenos «físicos anómalos«, que podían producirse sin mediar invocaciones o trance previo, en la calle barrida por una tromba de ranas o en cualquier cocina donde los objetos volaban y se estrellaban contra las paredes. Fort creyó descubrir en estos acontecimientos, espacios vacíos de la ciencia, un patrón de anomalías, como si dentro del azar y lo improbable también hubiese una correlación siniestra.

Leyendo frenéticamente diarios y revistas científicas, la totalidad de lo publicado durante el siglo XIX hasta 1916, Charles Fort defendió la investigación libre de prejuicios, la duda constante frente a aquello que nos decían se debía creer y, sobre todo, un gran sentido del humor, suficiente para combatir las críticas. Como paraguas vital contra la incomprensión de sus semejantes. A pesar de la socarronería de su estilo, o más bien por ella, esta obra no es la ocurrencia de un todólogo o el ingenuo aficionado a los datos curiosos. El libro de los condenados está muy lejos de ser un catálogo para ensimismarse en la rareza, muy distinto en su planteamiento de aquellos «gabinetes de curiosidades» o «cuartos de maravillas» de la Edad Moderna, donde se agrupaban objetos raros o chocantes, antecedente aristocrático del museo actual. Tantas veces usado en bibliografías y para contenidos de relleno, el libro ha sido malentendido desde su publicación y usado para fines contrarios a lo que propugnaba.

Charles Hoy Fort. Foto: DP.

Charles Hoy Fort. Foto: DP.

Fort utilizó un método de trabajo para sistematizar sus notas e intentó explicar no solo la razón de estos fenómenos, sino la del Todo, mediante una teoría filosófica, que es atrevida incluso para nuestro tiempo. Su intermediarismo se adelantaba a las ideas de la filosofía postmoderna. Para Fort, estos casos condenados serían la clave para aproximarse a la Verdad, empresa imposible por estar inmersos en una totalidad metafísica, además de constreñidos por los excluyentes y rígidos sistemas científicos y religiosos. La única solución: abrirnos a un nuevo tipo de pensamiento, abrazar lo imposible como lo único sensato, derribar los muros del dogma y el lenguaje. Antes del surrealismo, de dadá, Fort se atrevió a mirar el mundo con los nuevos ojos del siglo XXI. Sus lecturas sobre física cuántica constataron que el misticismo no estaba lejos de la ciencia del futuro. Y lo más interesante, que los malditos no solo eran esos fenómenos inexplicados. Las personas que por voluntad propia se aíslan del colectivo, las que piensan por sí mismas en un nivel que no rechaza lo irracional o asistemático, serán capaces de generar otra consciencia, semejante a la que tiene el chamán o la bruja.

Lo que para unos fue simplemente el texto de un chiflado, para otros se convirtió en el comienzo de algo prometedor. Con su empeño escéptico, Fort inauguraba (a su pesar) el campo de las «seudociencias». El terreno mercantil del mundo paranormal y las investigaciones modernas en criptozoología y ufología. Un grupo de lectores entusiastas fundaron clubs y fanzines donde seguir discutiendo sobre los visitantes del espacio, la existencia del Yeti, o por qué hay instrumentos fechados en la prehistoria que están fabricados con materiales ultramodernos. La revista Fortean Times sigue siendo una referencia para todos los que buscan esa otra realidad. Cuando regresó a Estados Unidos de su estancia en Inglaterra, Fort se encontró con estos fans de lo chocante, deseando coronarle rey de los condenados. Se negó en redondo: su propósito no era buscar rarezas, sino resolver el enigma. Otros, menos escrupulosos, se enriquecerían recopilando datos extraños y vendiéndolos como spam en la prensa hasta el día de hoy. Echen un vistazo a los blogs de los diarios digitales, infestados de noticias y personajes extravagantes, incluida la duración de lectura estimada.

Uno de los aspectos menos conocidos del monismo forteano, su terrible cosmología, que defendía la existencia de planetas apenas soñados por la mente humana, donde habitan seres de edad y apariencia igualmente inconcebible, nuestros antepasados de épocas muy antiguas, inspiró a H. P. Lovecraft, quien reconoció en Fort a un hermano imbuido por las mismas visiones del cosmos. Los dos habían sido desde niños gente solitaria e imaginativa. Un grupo de escritores de ciencia ficción tomaron prestadas las poderosas imágenes de sus condenados para crear ficción de la realidad de ciencia ficción de su sistema filosófico (Henry Kuttner, Arthur C. Clarke, Poul Anderson…). Los planetas oscuros de inmensas formas geométricas, habitados por seres malvados que nos vigilan desde los confines del universo, fueron el punto de partida de reflexiones que no desdeñaban los elementos esotéricos y terroríficos de la literatura (Thomas Ligotti).

Los forteanos se volverían legión en años posteriores, sobre todo con el revival esotérico de los años setenta y la publicación de otro libro clave en el surgimiento de los saberes alternativos. La obra de Fort llegó a Francia en 1955, de la mano del periodista y editor Louis Pauwels, seguidor de Guenon y las doctrinas de Gurdjieff. Muy poco después de publicar a Fort, Pauwels conocería a Jacques Bergier, experto en química nuclear y con una vida novelesca, muy conocido por sus libros sobre conspiraciones y ovnis. Durante cinco años los dos escribirían El retorno de los brujos (Le matin des magiciens, Plaza & Janés, 1962). Fue un best seller sin precedentes, que bajo el subtítulo Una introducción al realismo mágico siguió profundizando en los presupuestos forteanos, pero renunciando a las conclusiones pesimistas del original. Tras la devastadora Segunda Guerra Mundial y la experiencia atómica, Pauwels y Bergier vuelven a buscar en las civilizaciones perdidas, los sabios rechazados y las formas de inspiración reveladora, especialmente la alquimia (que Bergier practicaba) como caminos legítimos del conocimiento, que no tienen por qué estar arrinconados ni ser peores que los de la ciencia actual. En su libro, ejemplo de novela antimoderna, compendio de relatos de ficción, testimonios personales, entrevistas, crónica histórica y fragmentos de otros autores, se enumeran los misterios de las pirámides, el enigma de isla de Pascua y la historia de la Orden del Amanecer Dorado, entre cientos de personajes y teorías condenadas, además de elaborar el primer documento de la cultura popular sobre los nazis y el ocultismo. El retorno de los brujos guardaba esperanza en las posibilidades de la psique humana, en su capacidad para contemplar lo visible y lo invisible, ser partícipe con todas las consecuencias de la dualidad en una corriente cósmica de conciencia, que implicaría profundos cambios psicológicos, sociales y políticos. La única vía revolucionaria.

Detalle de la portada de El retorno de los brujos en la edición de Harper & Row.

Detalle de la portada de El retorno de los brujos en la edición de Harper & Row.

Tras el boom de El retorno de los brujos nacerían las enciclopedias de los fenómenos desconocidos, revistas de divulgación y programas de televisión dedicados al mundo paranormal. En España también tuvo gran éxito el libro de Pauwels y Bergier, dando paso a colecciones legendarias de revistas y libros, como Horizonte (la versión española de Planète, de Pauwels y Bergier) y las series Otros Mundos y Realismo Fantástico, donde pudimos leer grandes clásicos, como Pasaporte a Magonia, de Jacques Vallée, Los secretos de la Atlántida, de Andrew Thomas o El misterio de las catedrales, de Fulcanelli. La escuela de escritores y divulgadores de género fantástico, Narciso Ibáñez Serrador, Domingo Santos y Luis Vigil, entre otros muchos, ayudó a difundir este pensamiento escéptico y arriesgado, lejos de la estructura policial y religiosa. Solo duró unos pocos años, y aparentemente es como si nunca hubiese sucedido, pero una generación de condenados se nutrió de estas ideas e imágenes. ¿Quedará algo?

La Mesa Internacional del fanzine Mondo Brutto comenzó a escribir teniendo a Charles Fort como inspiración. Hace más de veinte años de eso, pero no ceden un ápice en su planteamiento crítico. «Somos forteanos desde que leímos el libro El retorno de los brujos y vimos al profesor Jiménez del Oso en Más Allá. Igual que otros creen en los misterios de la Virgen de Fátima, en el poder del rocanrol o incluso el de las urnas, nosotros creemos en la existencia de Agharta, el planeta Monstrator y el Supermar de los Sargazos. Lo bizarro no es más que eso, el planeta duplicado por Lex Luthor donde todo es igual, pero un poco más extraño. Es que si no, ¿qué sentido tiene todo, eh?».

La editorial La Felguera ha lanzado su revista Agente Provocador, un compendio de lo anómalo en temas y personajes. «Nos gusta la idea del gabinete de curiosidades, de las salas privadas de maravillas, de lo singular e insólito. Creemos que es una forma de tratar lo que somos, a través de lo que fuimos, pero fijando la vista en lo singular. Con frecuencia no nos damos cuenta de que nuestros héroes y heroínas, ante todo eran singulares, como una muestra de que la historia la hace esta suma de singularidades, aunque eso de “historia” sea algo mucho más complejo. Cuando creamos Agente Provocador teníamos claro que sería un gabinete de curiosidades».

Todo está conectado, nada puede ser probado con total seguridad. Estas palabras de Fort ya las habían pronunciado otros sabios al margen en el curso de la historia: vivimos en un sueño, que va cambiando según lo dicta la autoridad de cada época. En el auge de la ciencia positivista y los descubrimientos de la técnica, Fort se atrevió, como habían hecho Zenón de Agripa, Pessoa o Borges, a negar el progreso y poner en entredicho esa realidad pesada y abrumadora. «De lo que no se puede hablar, hay que callar», sentenciaba Wittgenstein en su primera época. Por lo tanto, hablemos. O como decían los hermanos Marx en este diálogo citado en El retorno de los brujos:

—Oye, en la casa de al lado hay un tesoro.
—Pero si al lado no hay ninguna casa…
—Está bien, ¡construiremos una!

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Coca-Cola: ciento treinta años bajo la influencia

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Imagen: DP.

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Él creía que era el rey de América, donde sirven Coca-Cola como si fuese vino de crianza. («Brilliant Mistake», Elvis Costello, 1986)

La Segunda Guerra Mundial. Un campo de batalla en Europa, África o Asia. En la escena se cruzan carros de combate, motos, coches y furgonetas del ejército. Aparecerán ambulancias y camillas de la Cruz Roja. Pero falta algo. No, tanques que lanzan rayos láser como en la película de Brad Pitt, no. Falta algo que ya entonces no podía fallar en cualquier concentración de gente (joven). ¿Lo adivinan? Una pista: es el producto más famoso del planeta.

Para completar el cuadro bélico falta el camión de la Coca-Cola. Los soldados podían perder la vida y la dignidad, pero nunca les quitarían «el sabor de la amistad», como se anunciaba entonces. El general Eisenhower era un fanático del refresco y la empresa aprovechó para mandar observadores a los países aliados y neutrales y obtener contratos de explotación de Coca-Cola. Pero no solo los aliados, que instalaron fábricas en las principales líneas del frente y dispensadores del refresco en cada oficina. El malvado ejército nazi también consumía refrescos de la misma marca. Las plantas embotelladoras de Coca-Cola en Alemania experimentaron un gran auge en paralelo al del Tercer Reich, por supuesto desde una posición apolítica, únicamente interesada en el lado comercial. Coca-Cola estuvo en las manifestaciones del Partido Nazi y en las Olimpiadas de Berlín.

Desde este gran evento, tan provechoso, de la guerra mundial, la Coca-Cola patrocina el fútbol, la navidad, la película de la semana, los toros, el telediario, los desfiles de moda, los conciertos pop y cualquier cosa que se les ocurra, monetariamente hablando. Es extraño que ningún partido político haya pensado en esponsorizar su campaña con el refresco, pues nunca el mensaje de la bebida carbonatada ha tenido tantas cosas en común con el de la política del siglo XXI: a simple vista inocua, carente de aditivos, sentimental, nostálgica… y en la sombra regida por un grupo de tecnócratas insaciables. No de Coca-Cola en sí, cada partido podría elegir su refresco favorito del amplio catálogo de productos de la multinacional. Hagan un ejercicio de imaginación y adjudiquen a cada líder su bebida no alcohólica. Entre la gaseosa, la bebida energética, el brebaje para deportistas, el zumo concentrado y las muy exóticas en colores y sabores, imaginen qué panorama burbujeante de político para los spots nos estamos perdiendo.

Imagen: DP.

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El imperio de la Coca-Cola es un fenómeno que asusta por la cantidad de dinero que mueve y los beneficios que genera. Es el producto humano que más nos acerca, en términos groseros, así, como somos nosotros, a una experiencia trascendente. Es la huella colonizadora más fructífera de nuestra historia, un éxito comercial que apabulla y que nos deja, más o menos, al mismo nivel que la tribu de bosquimanos de la película Los dioses deben estar locos.

Pero, ¿por qué toda esta locura, si no lleva alcohol, aseguran que le quitaron la cocaína y ahora el azúcar? Pues por todo eso y los complementos con que la venden.

Decidimos que tomaríamos una soda. Mi sabor favorito, la Cherry Red. («You Can´t Always Get What You Want», The Rolling Stones, 1969)

El refresco más famoso del mundo nació obligado por las circunstancias. Su inventor, el doctor John Stith Pemberton, de Columbus, Atlanta, había patentado una bebida de imitación del popular Vin Mariani, que no era otra cosa que vino de Burdeos aderezado con una infusión de hojas de coca del Perú, que se vendía en las farmacias francesas como tónico para «usos medicinales» (en la línea de bebidas espirituosas con propiedades para la salud de aquellos años, como el vermú, algo muy parecido a lo de los yogures y la leche aguada con cosas de nuestros días). La bebida Mariani era un gran éxito en Europa, su líquido verde lo consumían las clases altas para vencer la fatiga y por sus efectos euforizantes. Pemberton presentó en 1885 su Coca French Wine, que también tenía vino y coca, además de otros ingredientes: la damiana (un afrodisíaco, utilizado en remedios contra la impotencia) y la nuez de cola (cafeína). Tuvo muy buena acogida entre los consumidores, pero llegó la fatalidad en forma de Prohibición del condado de Georgia contra el alcohol. Pemberton tuvo que sustituir, en mayo de 1886, el vino de la receta original por jarabe de azúcar. La nueva mezcla se vendía como «mucho más sana» y apta para todos los públicos, con su toque de burbujas e incluso con más propiedades curativas que el Coca Wine. Entre 1886 y 1899, la nueva Coca-Cola arrasó entre los habitantes del Sur, anunciándose como «la bebida de la templanza». El azúcar resultaba ser tan adictivo como el alcohol, y además las nuevas botellas se vendían más baratas que las del vino francés, por lo que el mercado se abrió a todas las clases sociales.

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Y con la Coca-Cola llegó el escándalo. Hasta rozar el siglo XX, la gente consumía alegremente el nuevo refresco, y lo hacía además en los dispensadores instalados en colmados y bares. Para las autoridades eso podía conllevar un gran peligro. Porque alcohol no tenía, pero sí una droga que sentaba muy mal a la comunidad negra. A los blancos se les supone, supongo, la bondad. Las autoridades afirmaban que los negros que consumían Coca-Cola eran adictos criminales que en cualquier momento saldrían a violar a las blancas y quemar las casas. En 1899, Coca-Cola suprimió las hojas de coca del refresco por este miedo racista, presionada por los poderes políticos. El consumo de cocaína, sin embargo, no sería prohibido hasta 1914. Aunque todavía hay quien afirma que la fórmula secreta contiene un rastro de la sustancia del demonio.

Desde que los yanquis llegaron a Trinidad, tienen locas a todas las chiquitas. Las jovencitas dicen que las tratan bien. Hacen que Trinidad sea el paraíso bebiendo ron y Coca-Cola, yendo hacia Point Cumaná; madre e hija trabajando para el dólar yanqui. («Rum and Coca-Cola», The Andrew Sisters, 1944)

The Andrew Sisters fueron el grupo vocal femenino más popular de los años cuarenta y cincuenta en Estados Unidos. Eso significa en casi todo el mundo, con su estilo un poco anacrónico y canciones como esta, un himno para las tropas norteamericanas. El tema no era publicidad de la marca, sino todo lo contrario. En un principio, su «autor» pidió permiso a la empresa y esta, por supuesto, se subió al carro del éxito, que llevó a las hermanas Andrew por shows de apoyo en campamentos militares y a las listas de los más vendidos en 1945. Algunas emisoras de radio se negaron a emitirla, porque argumentaban que era publicidad encubierta de Coca-Cola. No parece que se nadie se hubiera detenido a escuchar la letra. El cantante y compositor Lord Invader descubrió que sus canción «Rum & Coca-Cola» estaba siendo explotada por unas artistas norteamericanas, además de patrocinada por la bebida del título, sin reconocer la discográfica ni la multinacional sus derechos como autor, además de haber cambiado parte de la letra. El artista había registrado en 1943 este calypso, muy crítico con la presencia de una enorme base militar en su país, Trinidad y Tobago, y los problemas derivados, como la segregación de los isleños, la violencia y prostitución (los soldados atraían a las chicas con caramelos y Coca-Colas). En unos años Lord Invader ganó el juicio, y quedan las dos versiones como ejemplo de esta colonización efervescente.

Las gigantescas campañas publicitarias de Coca-Cola han conseguido que lo que era un simple refresco de cola, no muy diferente de otras imitaciones a lo largo del mundo, se transformara en un fetiche imperativo de juventud, amistad, salud, libertad, vida al aire libre, sana competitividad en la empresa, buenos sentimientos y todas las quimeras que vende (o vendía, no estoy segura) el armazón socio-económico de los últimos cien años. Por encima de todos estos bellos conceptos y de los problemas en su Atlanta natal, la Coca-Cola se ha empeñado en erigirse como bebida «universal», superando fronteras e ideologías. En una contradicción muy curiosa de aquel país, mientras en el extranjero se intentaba conectar con las costumbres de cada país para dar a la marca ese sello cosmopolita, dentro de Estados Unidos no cesaban las protestas de los grupos de derechos civiles afroamericanos contra el trato que recibían los trabajadores negros en las plantas de producción, aparte de la segregación que los obligaba a consumir el refresco fuera de los establecimientos, so pena de cárcel, linchamiento o la muerte. La Coca-Cola era un símbolo de tensión y humillación allí donde había nacido, mientras se proclamaba como la marca de la libertad en el resto del mundo. El resultado fue un boicot organizado que pasó de no consumir la bebida a sabotear los trenes que transportaban las botellas y negarse los transportistas a abastecer los comercios. Este boicot, desde los años treinta a los cincuenta, se extendió más allá de Georgia hasta Chicago, Florida y Nueva York, y fue el germen de los movimientos civiles por los derechos de los hombres y mujeres negras. Hasta los años sesenta no habría un plan comercial concreto para vender la Coca-Cola a los negros norteamericanos, gracias al trabajo de Moss H. Kendrik, el primer directivo de color de la empresa.

Pese a las paradojas, ha prevalecido su enorme interés en entrar en la historia de cada país, adaptarse a las costumbres, como si la Coca-Cola hubiese estado desde el principio de los tiempos en todas partes. Ha ido si cabe más lejos, creando iconos culturales que antes no tenían forma o eran diferentes. Por ejemplo, la representación de Santa Claus como señor mayor y obeso, de barba blanca y uniforme rojo, es una apropiación de la Coca-Cola. El establecimiento de las estaciones (verano, primavera, vacaciones, navidad…) va conectado a una campaña del refresco para vender una idea general (un buen sentimiento) y con ella, el refresco (un buen refresco). Y algún regalo de promoción.

La empresa aprovechó muy bien las campañas de colonización de los Estados Unidos, siguiendo las directrices de su poderoso «Departamento Extranjero», organismo comercial que fue clave en las negociaciones del Gobierno, incluso con países más allá del telón de acero. Billy Wilder se burló de todos, de la Coca-Cola, los americanos, los alemanes y los rusos, en su obra maestra, Uno, dos, tres, de 1961. Kubrick hizo lo propio en Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (1964).

Durante la Guerra Fría, Coca-Cola fue un baluarte del estilo de vida americano y le puso en uno de sus habituales aprietos al presidente Nixon, que había trabajado en Pepsi. El «cubalibre» fue una feliz y lucrativa ocurrencia, tras inaugurar las plantas embotelladoras de Cuba, en 1906. Fue un enorme disgusto ver sus fábricas nacionalizadas en el 60. Todos los demócratas estamos deseando ver el anuncio cuando finalice el embargo.

Las bases norteamericanas venían con la Coca-Cola bajo el brazo, para traer la paz, la democracia y un producto muy saludable a los amigos colonizados. Ya muy entrado el siglo XX, la multinacional cambió su táctica: ahora los protagonistas de los anuncios no serían los modelos WASP de clase media de Norman Rockwell y los soldados entregando la botella a una familia de esquimales, sino una amalgama de personas de todos los colores y culturas, todos con amplias sonrisas de felicidad. El Coca-Cola American Way Of Life era una película histórica con actores que bebían refrescos como quien se deja el reloj en una de romanos.

El hit de este cambio de actitud comercial llegó en 1971. Realizaron un spot para la campaña de primavera con quinientos chicos y chicas de diferentes países, vestidos con ropa típica que sostenían botellas del refresco con sus grafías en distintos idiomas. La canción fue compuesta por Billy Davis, el entonces director musical de Coca-Cola, Roger Cook y Roger Greenaway, veteranos escritores de pop. Así nació «I’d Like To Teach The World To Sing». Fue un éxito sin precedentes en las listas, interpretada por The New Seekers. La Coca-Cola manifestaba todo su poder, con armonía y optimismo, como una unidad de destino en lo universal.

La Coca-Cola llegó a España a finales de los años veinte, como producto de importación desde Canarias y las primeras embotelladoras, todavía pequeñas empresas. El refresco no tuvo mucho éxito: era demasiado caro en comparación con las gaseosas nacionales y el sabor no convencía («sabía a farmacia»). Pero las campañas de publicidad, donde se hacía hincapié en lo distinguido que resultaba consumir la bebida y los beneficiosos efectos que tenía para la salud, aparte de la presencia de ídolos del deporte y el cine en los anuncios, convencieron al español de lo necesario que era tomar el brebaje. En los años treinta se abrió la primera fábrica. El proyecto duró poco a causa de la guerra civil, y hasta los años cincuenta, Coca-Cola no volvió a España.

Eso sí, lo hizo para quedarse con todo. Frente a la facilidad con la que entraron en otros mercados exóticos, los americanos detectaron cierta «resistencia» europea a dejarse invadir de nuevo, aunque esta vez fuese por un ejército de refrescos (los belgas se aferraban a la cerveza y los franceses enarbolaban sus vinos frente a la chispa de la vida, a la que combatieron en campañas de prensa con más ímpetu que a las tropas alemanas. Los ingleses permanecían impermeables a la moda yanqui, siempre tan suyos). En España, las cosas eran, como sabemos, diferentes. La gente, con y sin sombrero, lo que bebía a diario era tinto con gaseosa. Los mandos del Departamento Externo y la diplomacia norteamericana negociaron con sus homólogos en la jerarquía española, lo que tuvo que ser un poco, con todos los respetos, como las escenas del «comité ruso de refrescos» con Mr. MacNamara en la película de Billy Wilder. Uno de los representantes de Coca-Cola llegó a finales de los años cuarenta a Madrid para hablar con Franco sobre la necesidad imperiosa de plantar fábricas en suelo español, porque gracias a Dios, estaba libre del yugo comunista. Esta visita generó un gran revuelo, porque por aquellas fechas aquí no venía nadie. En el 51 se reanudaron las relaciones diplomáticas. El embajador, Staton Griffiths, tampoco pudo reprimir su alegría al llegar a la capital: «Por fin voy a un país donde no hay comunismo…». En el 53 se firmaron los tratados para instalar las bases militares, que venían con los contratos de fábricas y embotelladoras. La primera gran empresa se estableció en Barcelona, para sorpresa de quienes pensaban que en España todo tenía que pasar por Madrid. La familia Daurella, fabricantes de gaseosa, fueron los primeros en producir Coca-Cola.

Imagen: DP.

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Los españoles hemos crecido con los mismos eslóganes que el resto del mundo («la pausa que refresca», «la botella familiar más económica», «la chispa de la vida», «una sonrisa y una Coca-Cola», «todo va mejor», «sensación de vivir…»). Siempre atentos a las costumbres de los nativos, la marca vendía familias típicas, famosos autóctonos, fútbol y flamenco, hasta un primerísimo combinado de Coca-Cola con coñac Fundador, pero conforme los españoles nos hacíamos más sofisticados y comenzábamos a vivir un poco por encima de nuestras míseras posibilidades, llegaron los reclamos con ron, playas del Caribe y conciertos de pop-rock internacional, sin olvidar el certamen nacional de relato breve, en el que triunfaron de niños grandes plumas de nuestra narrativa. Se exhortaba a las amas de casa a no dejar la nevera vacía de refrescos y a los jóvenes a llevarlos a sus guateques y picnics. España se ha convertido en uno de los clientes más entusiastas de la multinacional, no solo de su refresco estrella sino del resto de productos, ahora que la población sabe de la importancia de consumir bebidas isotónicas con aires a gimnasia, cuidado del cuerpo y cierto aroma a fruta. Los enormes beneficios que genera la venta de sus productos así lo indican. Sin embargo, este ritmo de ganancias ya no es tan sofisticado, hace falta la chispa de la externalización para conseguir una sonrisa aún más grande en los accionistas. Los ejecutivos han puesto en marcha un plan de unificación de las fábricas europeas para pagar menos impuestos, menos salarios y entrar en bolsa con una empresa muy grande y muy rentable. El famoso ERE de Coca-Cola tenía este delicioso objetivo. Por desgracia, los trabajadores no supieron entender esta maniobra del libre comercio. Tampoco sonrieron cuando les abrieron un expediente de despido y nuestras autoridades se negaron a pagarles los días que estuvieron en huelga, destapando el lado Coca-Cola de la vida. En contra de la política de buen rollo que viene desarrollando el Gobierno español, los empleados acudieron a los tribunales para reclamar sus salarios, así, sin chispa ni nada. Los recuperaron en una sentencia que no suena nada armónica dentro de semejante sinfonía de sabor. Pero la libre empresa y nuestras autoridades son así. Siempre repartiendo felicidad.

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Aleister Crowley: do what thou wilt

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Crowley en una ceremonia, 1912. Fotografía: DP.

David Bowie dijo que Hitler fue una de las primeras estrellas del rock. Líbreme la diosa de competir con el llorado músico, pero yo añadiría que antes del popular líder de masas estuvo Aleister Crowley. En realidad, antes de todo ya estaba Crowley, y su sombra sigue planeando sobre las pobres ruinas de occidente.

Bowie hizo estas declaraciones en los años setenta, cuando se movía como Helmut Berger en La caída de los dioses y leía Magick. En su último disco, Blackstar, volvió a invocar las enseñanzas thelemitas. Crowley transmitió a la propaganda británica su Rito del Hexagrama, el que lo transforma en la V que Churchill adoptó como signo de victoria frente a la esvástica nazi.

Aleister Crowley (1875-1947). Mago, ocultista, escritor, aventurero, escalador, espía, jugador de ajedrez, inventor de puzles y juegos de ingenio, gurú, pintor, mánager musical… sigue siendo un personaje fabuloso para cada nueva generación de jóvenes rebeldes que siguen las modas. Da igual que el rock haya desaparecido. Tampoco importa que sus obras sean comprendidas. La atracción es irresistible. Desde el nacimiento de la contracultura, sobre todo cuando los Beatles lo incluyeron en su santoral de la portada del Sgt. Peppers, es un nombre largamente venerado, asociado con los excesos de las estrellas del espectáculo, las sectas y una larga secuencia de leyendas urbanas en torno a su vida, que harían las delicias del protagonista, hombre ultra vanidoso y mitómano, cuyo propósito en la vida fue hacerse muy popular y tener gran influencia sobre las masas. Para ello diseñó un sistema filosófico con el que cambiar el destino de la humanidad. No lo consiguió. El credo de su religión y filosofía, Thelema, exige un esfuerzo intelectual y volitivo por parte del seguidor, algo difícil para una organización de esta clase, donde los creyentes esperan que las respuestas se las den ya hechas. Por ejemplo, el norteamericano Ron L. Hubbard estudió las enseñanzas mágic(k)as, pero supo simplificar los mensajes y mezclarlos en un popurrí de autoayuda. Creó la cienciología y se llevó la fama y el dinero. Crowley se quedó con el prestigio de haberse adelantado varias décadas a la forma de pensar y vivir del mundo actual: ultraindividualista, defensor del hedonismo, enemigo de los dogmas religiosos y la hipocresía sociopolítica.

La magia no es una forma de vida, es la forma de vida. A.C.

La vida y obra de Crowley son una proeza reservada a muy pocos. Hay que contar con el presupuesto adecuado, el talento suficiente y una voluntad de hierro. Su vida es una obra mágica, un tejido de acontecimientos orientados a un único fin, dominar el saber esotérico, artístico y científico, para controlar el destino de cada uno. Como diría Alan Moore, hacer de tu vida una obra de arte. Pero en este caso, la vida de Crowley, además de ser excepcional, se mezcla con una obra inmensa que recorre todos los géneros y piensa el mundo antes de que este lo intuya.

El hijo único de un próspero fabricante de cervezas se encontró a los diecinueve años, con una fortuna que le permitió vivir como un rico heredero. Emprendió diversas expediciones para escalar montañas, en Europa, México y el Tíbet. Había sido un niño enclenque y la escalada fue un medio de afirmación personal y modelo romántico de relacionarse con la naturaleza. Temerario y autodidacta, fue el primer alpinista en llegar casi a las cimas del K2 y el Kanchenjunga, en 1902 y 1905, respectivamente. Vivió en París, Londres, Nueva York, Túnez, Berlín y en su casa de Escocia frente al lago Ness, una mansión que conoce todo el mundo porque la compró Jimmy Page en 1970, auténtico forofo de Crowley (la casa ardió hace pocas semanas). Viajó por todo el mundo, desde Estados Unidos a China. Lo mismo se hospedaba en hoteles de lujo que atravesaba ríos y desiertos vestido con harapos y cubierto de piojos. En el verano de 1908, acompañado de su discípulo, Victor Neuburg, recorrió España a pie. Caminaron desde Pamplona hasta Granada, pasando por muchos pueblos, donde la guardia civil les confundía con anarquistas peludos y los detenía cada dos por tres. A Crowley le encantó el país, especialmente las corridas de toros, por lo colorista de la sangre, y se lamentó de la influencia de la Iglesia católica en la pobreza y salvajismo de la gente.

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Crowley durante la expedición al K2, 1902. Fotografía: DP.

Mientras llevaba esta vida de aventuras, leía y escribía sin descanso. Una de las muchas anécdotas de sus expediciones de montañismo (motines, avalanchas, abandonos, caídas y muertos incluidos) cuenta las peleas que tuvo con su mentor, el escalador Oscar Eckenstein, porque insistía en subir con parte de su biblioteca a los glaciares, lo que suponía un peso añadido enorme. Publicó docenas de libros, varias obras en un año, sufragadas por él mismo en ediciones que ahora son tesoro de coleccionistas, no solo aficionados a la obra de Crowley, sino amantes del libro, por su maravillosa calidad y escaso número de copias. Como reacción virulenta a una educación más allá de lo estricto, de cristianos ultraortodoxos que apenas si podían rezar porque eso ya significaba pecado, Crowley pasó su juventud leyendo con auténtica voracidad todos los libros que le habían prohibido y podían considerarse sospechosos de atentar contra la moral de los Hermanos de Plymouth, la congregación a la que pertenecía su familia. Esos y todos los demás: filosofía, arte, matemáticas… En pocos años, Crowley se convirtió en un gran erudito que rechazó graduarse en Cambridge. Nada de vulgar doctor, él aspiraba a ser mago. Un mago tan grande como lo había sido Éliphas Lévi en el XIX. Pero mucho más.

Era muy joven cuando comenzaba a escribir poesía y ya buscaba entrar en la logia esotérica más prestigiosa de Inglaterra: The Golden Dawn, que había actualizado los ritos masones mezclándolos con las enseñanzas de la Cábala y las ceremonias de la religión egipcia. Para ello, se rodeó de iniciados en misticismo y adeptos de la logia que le sugirieron las primeras lecturas. Crowley fue asimilando por sí mismo un conocimiento enorme de religiones comparadas y saberes esotéricos. Cuando por fin entró en la Orden del Amanecer Dorado, su carácter egomaníaco chocó enseguida con el de su ideólogo, Samuel MacGregor Mathers y otros componentes de la misma, como el poeta William Butler Yeats. Todo terminó, permítanme el chiste, como el rosario de la aurora. Crowley aplicó a su filosofía gran parte de las enseñanzas de la G. D. Le añadió elementos del hinduismo y el sufismo musulmán, el yoga como práctica previa a la iluminación, y no se olvidó de la tradición occidental: recogió las enseñanzas de John Dee, repitiendo los ritos que este había realizado en el s. XVI. Fundó su propia logia, la A∴A∴ y más adelante, fue nombrado líder de la rama inglesa de la O.T.O., una logia francmasona alemana que también usaba ideas orientales y defendía la magia sexual.

Igual que hacía de pensamiento, el propósito de Crowley era pecar de obra todo lo que pudiese, como venganza familiar y regodeo en su persona. Se dio a lo grande a la bebida, aunque siendo la cerveza el negocio familiar, el pater familias nunca encontró en la Biblia una prohibición concreta contra el alcohol. También fue fumador empedernido y consumidor de drogas. Hachís, marihuana, éter, opio y cocaína eran usadas en los rituales mágicos, como habían hecho las culturas antiguas (otras veces, confesaba con sorna el propio Crowley, conseguían hacerlos todavía más confusos). Crowley fue uno de los pioneros que trajo el peyote a la civilización occidental, y escribió numerosos libros sobre los efectos de cada sustancia y sus experiencias personales.

Haz tu voluntad será el todo de la ley. El amor es la ley. Amor bajo la voluntad.

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Fotografía: DP.

En estas frases se resumen la filosofía y la religión de Aleister Crowley. La afirmación de la libertad individual y el desarrollo de la voluntad de cada individuo para llegar a ser lo que se quiera era el imperativo absoluto, en un marco de fraternidad universal. Una voz divina, la de su ángel de la guardia, fue quien le dictó a Crowley estas palabras en un hotel del Cairo en 1904. Conformaron los dictados de su nueva religión, Thelema. Con ella, Crowley se convertía en el mesías de una nueva era, el Eón de Horus.  

El mensaje no era nuevo. La voluntad divina, una fuerza a la que Thelema aspira a igualar, ya aparece en las oraciones de Jesucristo en el Nuevo Testamento. San Agustín dijo «Ama a Dios y haz lo que quieras» (ama Deum et fac quod vis). En el s. XVI, el mago y alquimista John Dee se aferró al lema como un amuleto en sus tratados sobre los espíritus. El escritor François Rabelais escribió la misma frase, «Haz lo que quieras» (Fay çe que vouldras) a la entrada de su abadía de Thelema en la novela Gargantúa (1534), furiosa sátira contra los mandatos de la iglesia. Antes de Crowley, los ingleses también tuvieron una Thelema, el Hell-Fire Club, fundado en el s. XVIII. A pesar de ser considerado satánico, este selecto club estaba más cerca de la logia masónica del episodio de Los Simpsons: banquetes pantagruélicos y juergas en burdeles.

Aleister Crowley también sigue siendo considerado como un adorador del demonio, cuando no la encarnación directa del Anticristo. Pero Crowley no fue el hombre más malo del mundo, un satanás del infierno, aunque por los registros biográficos debía ser insoportable. Fue muy egoísta con sus amigos, amantes y seguidores, a los que trató fatal, especialmente a las mujeres. Mucho más ambicioso, él quiso convertirse en algo por encima del demonio y su contrario, un mito solar que dominase la realidad a su antojo. La Bestia 666 no era otra cosa que el apodo con que su madre lo llamaba de pequeño. A él, que odiaba la religión estricta que observaba su familia, le fascinaban las imágenes del Apocalipsis, y lo adoptó como lema. Como profundo anticristiano, aunque no sin contradicciones, sentía una enorme simpatía por la figura de Lucifer, el ángel rebelde portador de la luz racional, igual que la plana mayor del movimiento artístico de finales del siglo XIX (y que luego explotaría el pop-rock). Como Lord Byron, Crowley quiso ser un poeta genial y extravagante. Pero tenía que ofrecer algo más. Estaba convencido de que era el mejor escritor de su tiempo, pero eso no era suficiente. Fue el ocultista más importante del siglo XX y el mago más poderoso de la era moderna. El gurú definitivo de la cultura popular, décadas antes de que la cultura popular supiese lo que iba a ser eso. La leyenda de sacrificios de niños en nombre del diablo fue invento de la prensa sensacionalista, que encontró en el excesivo y bocazas Crowley una diana perfecta para vender periódicos. Crowley no sabía cómo manejar a los gacetilleros y contestaba a las acusaciones con más bravuconadas y textos llenos de insultos. Todo ello para evitar que se difundiese la verdad más incómoda y la que le podría haber causado un problema si cabe más serio. Hacia 1910 era del dominio público su conducta licenciosa con mujeres de todas las clases sociales. Pero lo que no se sabía era su condición bisexual. Crowley mantenía relaciones homosexuales tanto con desconocidos como con amigos, algunos pertenecientes a la aristocracia o el estamento militar. Esta práctica estaba prohibida en Inglaterra y podías terminar en la cárcel, por lo que prefirió que la gente pensase que era un monstruo diabólico antes que un invertido.

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Leila Waddell, musa de Crowley. Fotografía: DP.

El sexo fue el otro elemento clave que Crowley presentó en Thelema. En sus tratados de ocultismo, la palabra magia está reescrita con una «k» final (Magick). Esa K representa el término griego «kteis» (vagina). El éxtasis sexual era otro medio, como las drogas, de acceder a diferentes planos de conciencia. Una tesis que estaba en la base de las religiones orientales y que Crowley actualizó para la mente europea. Aclaro al lector ansioso que esta práctica, así como la de las drogas, no eran una puerta abierta a la macumba sexual y la juerga constante: solo los iniciados de nivel superior podían realizarla y nunca como mera satisfacción corporal. Aunque… de nuevo, Crowley relata al detalle sus encuentros sexuales con tanto deleite como puente de iluminación.

La fortuna familiar le duró muy poco. Antes de cumplir los cuarenta, estaba en bancarrota y hasta su muerte vivió de forma muy pobre, dependiendo de las donaciones de sus adeptos y teniendo que prescindir, por ejemplo, de la mansión Boleskine y cediendo los derechos de sus obras a la OTO norteamericana. No por ello dejó de escribir, practicar ritos mágicos y viajar. Tras su estancia en Nueva York, donde protagonizó uno de los hechos más turbios de su vida, escribir en el periódico de propaganda alemana The Fatherland, una serie de textos contra los ingleses que le valieron una investigación del gobierno (Crowley siempre justificó estas arengas como contrapropaganda, pero colaboró en Vanity Fair, lo que también exige mucho valor). Lo más probable es que todo fuese por dinero. Cuando volvió a Inglaterra conoció la campaña que la prensa había orquestado contra él, acusándole de traidor, y decidió poner en práctica los principios mágic(k)os. En la primavera de 1920, Crowley fundó en Cefalú, en la costa norte de Sicilia, la abadía de Thelema. Se llevó a su Mujer Escarlata, Leah Hirsig y sus dos hijos (uno de ellos, un bebé fruto de sus relaciones con Crowley), y a su segunda concubina, Ninette Shumway y el hijo de esta. En aquel caserón de labranza se desarrollaron los preceptos del Libro de la Ley y la forma de vivir bajo los mandatos de Crowley, en una utopía de sexo, drogas y comunión con la naturaleza. Los lugareños se espantaban de la familia que vestía túnicas y se teñía el pelo, así como de los visitantes que llegaron para unirse a la comuna. Crowley escribía pese a sus achaques. También pintaba grandes murales en las paredes de las habitaciones, escenas de sexo y sueños que le causaban los trances. Así era como él veía la experiencia y como tal la reflejó en su primera novela por encargo, acosado por las deudas: la conmovedora Diary of a drug fiend (1922). La realidad fue un poco distinta: sus mujeres se odiaban, los adeptos no aguantaban el régimen de Thelema y el propio Crowley sucumbió a los efectos de la heroína. Los únicos que realmente lo pasaron de maravilla fueron los dos niños, el hijo de Ninette y el de Leah, que hacían su real voluntad sin cortapisas. Este libro fue el único que tuvo repercusión en vida del autor. De hecho, agotó su primera edición, pero por razones ajenas a la obra. La prensa sensacionalista, de nuevo, emprendió contra él una campaña de acoso plagada de mentiras. En febrero de 1923 uno de sus adeptos, Raoul Loveday, murió en Thelema, posiblemente por haber bebido agua contaminada. Cuando la noticia llegó a Londres, el Sunday Express la puso en titulares y durante semanas inventó historias sobre asesinatos, misas negras y atrocidades. Los voceros se sabían a salvo, pues el escritor estaba en la miseria y no podía costearse defensa alguna. Los rumores del escándalo llegaron a Italia. Mussolini ordenó su deportación de Sicilia. Cuando su situación económica quedó más ajustada, ya en los años treinta, gracias a los cuidados de amigos de la adolescencia y los mandos de la OTO, fue el propio Crowley quien, en un desesperado intento de ganar dinero, demandó a varias editoriales. El resultado fue negativo y tragicómico.

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Crowley en 1934. Fotografía: DP.

Los últimos años de su vida los pasó, como siempre, escribiendo. Terminó, entre otros,  El equinoccio de los dioses y El libro de Thoth, sobre el tarot, con una baraja ilustrada por Frieda Harris, así como el último volumen de su revista, The Equinox. Murió en 1947, acompañado de su última compañera y su hijo en común. Karl Germer, el antiguo tesorero de la OTO, enterró las cenizas en su casa de New Jersey. Cuando se trasladó a Malibú, quiso llevarse la urna con él, pero no la encontró.

De su obra prolífica, que abarca todos los géneros (poesía, teatro, ensayos, ficción, periodismo…) dejando aparte sus grandes libros sobre magia y los dedicados a la enseñanza de su doctrina, hay relativamente poco en castellano. Los más importantes sí se han publicado, pero resultan un verdadero galimatías, debido a los problemas de traducción. El estilo de Crowley está lleno de imágenes poéticas y referencias eruditas, se necesitan algunas nociones de ciencia y hermetismo para entenderlo a fondo. Si se quiere hacer el viaje al revés, una biografía objetiva en donde no le descalifiquen o ensalcen en cada párrafo es la de Martin Booth, Su satánica majestad, Alesteir Crowley (Melusina, 2008). Además de la Magick y textos de su ingente poesía (p.e., The Sword of Song), o novelas imprescindibles como Moonchild, yo me quedo con sus memorias, la «autohagiografía», como la calificaba su autor a modo de chiste blasfemo (The Confessions of Aleister Crowley, Penguin, 1989),  en su estilo único, donde entre las exageraciones, insultos a sus enemigos y humor sarcástico se puede encontrar la evolución vital de un escritor romántico, licencioso y burlón, muy inteligente, derrotado por la imposibilidad de llevar a la práctica sus ideas. Hay obras muy accesibles, como los Cuentos (2016), escritos aprovechando la moda del género de terror, o los ensayos recogidos en el volumen El continente perdido (2001), ambos en la editorial Valdemar, recomendable para entender su filosofía.

No hay que quedarse en la anécdota rock. Aleister Crowley dejó una obra apasionante y su vida es como la de un personaje tenebroso de Julio Verne. Con él vienen William Seabrook, Fernando Pessoa, Malcolm Lowry, Ian Fleming, Kenneth Anger y todos los fantasmas de espíritu libre y contradictorio. El Magus terriblemente humano.

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Conjurando a los beats

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Iain Sinclair. Foto cortesía de www.iainsinclair.org

Iain Sinclair. Foto cortesía de www.iainsinclair.org

Una pantalla olímpica monstruosa mostrando primeros planos del triunfador Boris Johnson animando a las multitudes, construyendo los ritmos, a base de frases repetidas, con el pelo meciéndose, subiendo de volumen: todo enajenación, hipnosis de masas (…) Los episodios de euforia se alternan con la rabia contenida. Agravios justificados. Una sensación no merecida de tener derecho a algo. Antes de que los bancos suizos reanuden su servicio normal. (American Smoke. Viajes al final de la luz, de Iain Sinclair)

Iain Sinclair (Cardiff, 1943) es escritor y realizador de cine. Relacionado con la vanguardia poética de su país, escribe sobre las relaciones entre la ciudad (Londres) y el individuo, cómo le afecta la transformación del espacio urbano. Sinclair es un explorador de calles, casas y subterráneos en busca de señales olvidadas, ocultas por la especulación. Un arqueólogo de los mitos que otorgan sentido al suelo que pisa y el edificio donde vive, como ya hicieron en su tiempo Thomas de Quincey y William Blake. «Psicogeografía» es la etiqueta de ese movimiento crítico que ya estaba inventado antes de convertirse en marca para tour operators. El paseo urbano como experiencia psíquica, contemplar la ciudad como una entidad al límite de la historia en la que los habitantes sufren la transformación y el desmoronamiento. Una visión opuesta en todo a la recreación artificial del turismo. La caminata del peatón en pos de los trazos y las piedras originarias, descubrir la fuerza mágica de las construcciones, para denunciar el deterioro provocado por la mercantilización y los abusos inmobiliarios.

Sinclair lleva publicando desde los años setenta y es un escritor clave para entender la (contra) cultura británica, pero ninguno de sus libros había sido editado en España hasta 2015. La editorial Alpha Decay presentó entonces La ciudad de las desapariciones, colección de ensayos seleccionados de su obra por el traductor del libro, Javier Calvo. En ellos se demostraba la importancia de su pensamiento, agudo y minucioso, la lucha contra la gentrificación de su barrio, Hackney, y el empeño por recuperar la memoria urbana desde presupuestos muy alejados de los planes de urbanismo. Hace unas semanas, la editorial ha repetido con su libro de 2012, American Smoke. En este, Sinclair conduce su lámpara sobre otro mapa, tan importante para él como el de Londres.

Mientras la capital se preparaba para las olimpiadas, Sinclair y el artista Andrew Kötting comenzaban su protesta contra las obras que aprovechando el evento deportivo habían modificado zonas deprimidas de la ciudad para revenderlas como pisos de lujo, convertirlas en zonas amuralladas de seguridad o abandonarlas tras las maniobras de especulación. La performance Swandown consistía en navegar desde la playa de Hastings hasta Hackney por los canales de Londres a bordo de… una barca a pedales con la forma de un enorme cisne. La pareja emprendía esta deriva quijotesca, pero Sinclair se bajaría antes de llegar a la meta para tomar un avión dirección Boston, con el fin de recuperar el material perdido de un documental de los años noventa sobre los escritores de la generación beat que se había esfumado, junto con un ¿imaginario? director de sonido de la BBC que después aparecerá de forma milagrosa.

Comenzaba la ruta de American Smoke.

Cuando el autor era estudiante del Trinity College de Dublín, planificó con otros compañeros una revista de literatura que no pasaría de unos ejemplares de prueba. Para el primer número no dudó en escribir a algunos de sus ídolos para anunciarse y recabar colaboraciones. Solo contestó William Burroughs, quien envió un texto desde Tánger. Era 1962, y eso fue como si hubiese recibido una carta del mismísimo autor de la Odisea. Dentro de la literatura anglosajona (junto a Beckett, Pound, T. S. Eliot…), los autores de la generación beat eran y siguen siendo una referencia absoluta para Iain Sinclair. Los principios vitales de aquel grupo han sido recogidos en la obra y pensamiento del británico. Especialmente una idea central en ellos: el viaje como aventura, un periplo personal en el sentido homérico que marca el personaje y no el mapa. Los viajes de los beats a través de Estados Unidos en coches destartalados, a dedo o a pie camino del desierto de México, en la frontera con Canadá, la decisión de embarcar como grumetes en cargueros de petróleo o buques pesqueros por el mar de China y las costas de Sudamérica… Siempre buscando un lugar, un sentido a una obra que se escurría por las cloacas de los bares y los callejones más oscuros. El viaje del poeta ciego que engaña a los dioses jugándose su destino.

Tras décadas de lecturas y devoción, ahora Sinclair iba a andar-desandar el camino de América tras esas huellas. Su libro es un registro de recuerdos, una búsqueda de los rastros que dejaron los poetas, tanto geográficos como culturales, desenterrando los misterios de cada casa, carretera y paisaje que estos habitaron y soñaron. Y con suerte, de las reliquias, especialmente en forma de ediciones (si es que a estas alturas quedaba algo que no hubiera sido revendido a precios exorbitantes). La empresa de Sinclair tiene espíritu de epopeya absurda, porque emprende una vuelta al hogar en el que nunca ha vivido, pero que conoce casi mejor que el de nacimiento, sin olvidar la mirada del excavador cultural. Cada etapa del viaje le llevará a tejer una red invisible de ecos en el tiempo, no solo de los protagonistas de su investigación, sino también de los fantasmas de otros personajes que han viajado por esas carreteras y están conectados de alguna forma con las vidas y los espacios de ese camino. El mapa de América que traza Iain Sinclair mientras busca a los escritores de la generación beat se puntea con un impresionante vendaval de historias que se intercalan y superponen como estratos (gente del mundo del cine, el libro, la prensa, la televisión, el rock, las comunidades académicas, los hechos históricos y la geología), que completan un cuadro del continente sobre el que ha montado su peculiar mitología y metodología, más pendiente de las coincidencias y el azar que del rigor científico. La deriva del relato no es lineal ni se circunscribe a los límites de 2011. El autor salta de las anécdotas del viaje a las de la América de los años cincuenta y las mezcla con hechos de su infancia en Gales, buscando en sus días de niño alguna casualidad con el poeta Dylan Thomas, que vivió y pateó Estados Unidos, uniendo los recuerdos del rodaje de una película en la isla de Vulcano con los suyos propios, cuando dirigió un documental sobre Allen Ginsberg en Londres y los salpica con imágenes de las olimpiadas de 2012, añadiendo precisos detalles y observaciones, un mapa humano de objetos y tiempo. Pero su devoción mitómana no pierde el equilibrio en el caos. Sinclair mantiene el sentido crítico a la hora de evaluar el paso del tiempo, no sólo en la vida cultural norteamericana, sino en la suya propia.

American Smoke comienza en Massachusetts. No es una elección al azar. Fue la tierra de Charles Olson (1919-1970), el poeta más importante de las letras norteamericanas durante el siglo XX, la figura que concentra la energía de la tradición (su reinterpretación de Melville) y la vanguardia (el movimiento Black Mountain, los breves pero fulgurantes años al frente de la institución que albergó a un colosal grupo de artistas). Su imponente presencia física y su voz se extiende a lo largo del libro. Sinclair lo reverencia a través de sus versos y su forma de recitar, los viajes alucinados al sur, los duelos dialécticos con los poetas jóvenes que iban a retarlo, entre ellos un Jack Kerouac muy deteriorado por el alcohol. Olson, como los beats, fue un poeta-geógrafo que escarbó en su realidad más cercana para reconstruir la historia en palabras y poemas (como también haría William Carlos Williams). El poeta de Llamadme Ismael comparte con Sinclair la idea de la ciudad como utopía, su Gloucester natal como movimiento colectivo y exploración personal, siempre en marcha.

Esa idea de la literatura como un constante cambio, las sílabas como pasos del camino, es lo que hace Sinclair en American Smoke, mientras salta de un lado a otro del país para recordar sus encuentros con Allen Ginsberg (el brillante y bondadoso iluminado), Gregory Corso (continuo superviviente en el subterráneo) y William Burroughs (siempre vigilante, siempre escritor), y el que tiene lugar durante la redacción del libro con Gary Snyder, todavía fiero poeta frente a su dominio literario y ecológico, el presente más sincero del libro. Sinclair rememora los últimos días de Olson («Dogtown», uno de los mejores capítulos) y Kerouac (que también nació en Massachusetts), a través de testigos familiares, libros y cementerios, así como los de Ed Dorn en California. Establece las diferencias, que también son las del peso de la historia, entre los autores de la costa este y los de la bahía de San Francisco, pero no se olvida de México ni de Canadá, porque al camino de señales de humo añade su obsesión por Malcolm Lowry, otro caminante desesperado que reescribió y casi destruyó Bajo el volcán en Dollartown, en la Columbia Británica (con la aparición estelar de William Gibson de cicerone en Vancouver). Otra presencia fantasmal se incorpora a la aventura, la del chileno Roberto Bolaño, a quien Sinclair llega por su libro de escritores ficticios, La literatura nazi en América (1996, Seix Barral). Desde el avión, contemplando el desierto de Atacama, y con la figura del exiliado americano en Barcelona, símbolo de autores nómadas, perseguidos o vagabundos, Sinclair compone el mapa final de su periplo que termina no en Chile o en otro punto del continente americano, sino de nuevo en Londres, en un enclave mágico de antes de la fundación de América. Como curiosidad, los fans del autor pudieron adquirir un capítulo aparte que no se incluyó en la edición original, al estar centrado exclusivamente en un cruento periplo sobre la ciudad y el escritor W. G. Sebald, otro gran caminante de Londres.

Los beats habían caminado sobre las carreteras americanas, pero además tuvieron sueños en los que cruzaban ciudades de Europa que no conocían, incluso recorrían continentes enteros. Sinclair se lanzó a la caminata de la M25 de Londres como un sonámbulo, reconociéndose en esas pesadillas y extrayendo de la historia a viajeros disparatados que intentaron caminarse todo el planeta a pie, o casos más siniestros, como el de Albert Speer, quien sin moverse del patio de la cárcel de Spandau hizo un periplo mundial contando pisadas para disfrazar sus pasado en unos diarios kilométricos.

American Smoke no es un libro para descubrir a la generación beat, ni para satisfacer los mitos creados en torno a estos fabulosos personajes. No es un estudio exhaustivo y ni siquiera aparecen todos y todas. Es un exigente recuento de las lecturas, las ideas y las rutas que han obsesionado una vida entera y una obra fascinante, influyente como pocas, además de una invitación a la puesta en práctica de la metodología de Sinclair, que no es otra que la de escribir de la forma más antigua y más avanzada: como un acto mágico de resistencia política. Siempre en camino.

Iain Sinclair con William Burroughs. Foto cortesía de www.iainsinclair.org

Iain Sinclair con William Burroughs. Foto cortesía de www.iainsinclair.org

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Miedo en un planeta de verano

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La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956. Imagen: Allied Artists Pictures.

El verano no es verano sin su ración de alarmas. Los ladrones de pisos han quedado para los anuncios de alarmas electrónicas. Lo que de verdad nos atemoriza a los ciudadanos y ciudadanas son las amenazas que echan en la tele para que nos alarmemos. Un verano fueron unos perros que atacaron a varias personas y sembraron el debate sobre la pertinencia o no de vivir en casa con determinado tipo de animales, cuya convivencia con el ser humano podía derivar en lesiones incompatibles con la vida. Otra temporada estival llegaron las motos de agua para sembrar el terror entre los bañistas, entre ruidos de motor y las carcajadas de los forajidos que las accionaban. Siempre han estado ahí las olas de calor, los incendios pavorosos y las riadas en campings establecidos en el lecho de una antigua corriente fluvial. Ahora disfrutamos de alarmas sobre fenómenos recientes como el balconing, el botelloning, las medusas y las algas asesinas. Por no hablar de los grandes miedos, los de categoría extra, que siempre eclosionan en verano. Las pandemias de virus transmitido por avispa, mosquito o mono mutante, y las drogas que transforman al consumidor en un caníbal o vampiro-ghoul-zombi. Si ninguna de las anteriores genera la suficiente alarma, es decir, que no dan para reportaje en el telediario y una serie de debates con politólogos, expertos en alguna cosa y famosos para rellenar la tele por la mañana, siempre quedará el socorrido asteroide gigante que se espera nos caiga encima por la fiesta de la patrona o ya la definitiva invasión del planeta por parte de una raza extraterrestre. Entremedias, quizá alguna situación chusca en Gibraltar o islote cercano.

Cuando la crisis económica (esta última que tan buena ha salido), las alarmas se sofisticaron una barbaridad. Era normal que los ciudadanos y ciudadanas discutiésemos sobre mosquitos y drogas asesinas, pero no tanto sobre el aumento exponencial de la prima de riesgo. Más que nada, porque hasta entonces no teníamos ni idea de lo que era tal cosa. Allá por el verano del 2012 los españoles y las españolas, incluso algunos niños, incluimos en la conversación conceptos como «superar los nueve mil  puntos», «la inestabilidad de los mercados» e «intervención al alza», que era un poco como discutir sobre la trayectoria de los meteoritos a nivel usuario, pero más chic. De repente, el país se vio embargado por el eufórico y catastrofista «pánico bursátil». Como si todos y todas tuviésemos un importante número de paquetes de inversión o nos creyésemos brokers, igual que ese tipo de nombre raro que hace deporte extremo, se tatúa e invierte mucho, espejo en el que todo español y española que echa la bonoloto quiere reflejarse. Tanto se emplearon los medios en amenazarnos con el apocalipsis financiero que quien más y quien menos, pues oye, al final, vio peligrar su fortuna.

El miedo es la más poderosa de las emociones, pero cuando se comparte sin un motivo concreto con el resto de las personas, el primitivo y oscuro mecanismo de defensa se vuelve letal, para seguir con el vocabulario apocalíptico de los informativos del entretenimiento. El virus del miedo lleva al pánico colectivo y entonces eso ya no hay quien lo pare. En la historia hay muchos ejemplos de cuando el miedo se apoderó de la gente provocando efectos terribles: enfermedades sin explicación (ataques de hipo masivos, invalidez repentina, baile descontrolado…), arrebatos de furia (caza de brujas, linchamientos, posesiones colectivas…). La histeria se aplicaba antiguamente solo a las mujeres por falta de conocimiento, pero este trance nervioso atraviesa géneros y edades (clases, no estoy muy segura). La influencia de los medios de comunicación y el control político combinados con internet ha dado como resultado un caldo de cultivo ideal para expandir estos miedos abstractos y transformarnos en un grupo de paranoicos histéricos a nivel global (en esta pesadilla no nos parecemos a los personajes de William Burroughs, esos seres autoconscientes de la verdad en su neurosis). Si en el pasado fueron el aislamiento, la pobreza y la ignorancia las que provocaron episodios de ansiedad y violencia colectiva, ahora es la sobreabundancia de información, una confusión enorme en las ideas y las extremas tensiones económicas y físicas las que predisponen a un estado de perpetua alerta general, que deriva en miedo a todo, desde la guerra química, el apocalipsis ecológico o el terrorismo, pasando por, aquí sí, un enorme catálogo de sustos más o menos ridículos. Vivimos sin duda en la cultura del miedo, situación de la que es muy fácil obtener rendimientos políticos, económicos y culturales. Y mucha sangre.

Las crisis políticas y del petróleo de los años setenta derivaron en manifestaciones y actos violentos como reacción al estado de cosas. La cultura de masas expresó ese miedo en el cine de catástrofes, novelas sensacionalistas y ensayos sobre un futuro espantoso. Tras las guerras del Golfo-mundo libre y el 11S, ya no hay películas de terremotos o de torres en llamas: la idea del fin del mundo es un latiguillo más de sobremesa con su equipamiento de cine, videojuegos y moda. La realidad, o aquella aproximación que conocíamos, ha desaparecido bajo un alud de llamadas enloquecidas a extremar las precauciones por el calor, la lluvia o la adicción al móvil, siempre con venta incluida de una aplicación o producto cosmético. Es comprensible entonces, ante el lío de mensajes y vigilancia extrema (del poder, de los medios y de unos por otros), que un presentador despida el telediario con «Les dejamos con las mejores imágenes del atentado de Bruselas…», después de gritar que estamos al borde de otra recesión económica y ofrecerte las últimas modas en turismo de los hombres pájaro. Y tú en casa no reaccionas, salvo para dejar unos insultos en tu red social preferida.

Mientras escribo este artículo, recibo una alerta en mi pantalla, siempre llena de notificaciones parpadeantes y avisos definitivos. Anuncian en Twitter la muerte de Alvin Toffler, el escritor que junto a su mujer, Heidi, pronosticó varias de las tendencias del presente. Su libro de 1970, El shock del futuro (Plaza & Janés, sí, disponible en plataformas digitales), entre otras muchas ideas que se han cumplido, ya avisaba que el imparable desarrollo de las ciencias, la tecnología y el conocimiento no iba a servir para que los seres humanos nos volviésemos más sabios, libres y fraternales, sino para todo lo contrario. Este impacto de tantas ideas nuevas en tan poco tiempo (su concepto de la «sobrecarga de información») produciría un movimiento de retracción en muchos grupos sociales. El miedo a no comprender, quedarse atrás o sentirse indefensos ante un paradigma tan abrumador los volvería no solo ignorantes, sino también aislados y violentos, dispuestos a combatir con fuerza contra todo aquello que les supusiera una nueva forma de pensar o siquiera atreverse a interpretar la realidad. El auge de extremismos y posiciones especialmente reaccionarias de estos tiempos son un ejemplo. No hace falta irse al terrorismo. Lo que escriben primeros espadas de la opinología y los comentarios en internet cuando una feminista o colectivo feminista protesta contra la sociedad patriarcal y utiliza conceptos como «heteropatriarcado» son ejemplos muy cercanos de miedo a La tercera ola (su libro de 1979, donde adelantaba internet, el auge del regionalismo y las economías emergentes). Aquí la evolución social y la brecha digital sobre las que escribió Toffler, como siempre, llegan un poquito más tarde.

Regreso a la Tierra, 1955. Imagen: Universal International Pictures.

Regreso a la Tierra, 1955. Imagen: Universal International Pictures.

Porque las luchas de sexos están en pleno auge. Las ideas tradicionales sobre la identidad están siendo revisadas y puestas del revés.  Aquellos que sentenciaban que la igualdad de género era un hecho y, por lo tanto, resultaba absurdo seguir litigando, debían ser del grupo de amigos del primo del presidente del Gobierno (en funciones permanentes), ese que le había asegurado que de cambio climático, nada. Hay que distinguir en todo este baile de confusión, por supuesto, el peso de la realidad aumentada, la ficcionalización de la vida que distorsiona los elementos de juicio, pero los datos sobre la violencia contra las mujeres y los discursos cada vez más enconados contra el relato feminista revelan un profundo miedo a las nuevas relaciones interpersonales; más aún, un profundo miedo a una nueva estructura social. No necesariamente mejor, pero sí distinta, aunque el matrimonio Toffler siempre mantuvo el optimismo en sus augurios, a pesar de que la perspectiva no tuviese nada de halagüeña ni la ética hegeliana, tampoco.

Lo que ha sido una sorpresa, sin embargo, en el campo de los miedos colectivos es que, como en las modas, también hay tendencias vintage. Amenazas que pensabas que nunca volverían, de repente, están más presentes que nunca. Una sociedad sobrealimentada a la que le horroriza el aumento de peso y todos los defectos sobre su imagen, también pasa hambre. Eso dicen los informes de Cáritas, cuyos comedores se ven desbordados, impotentes para atender a tantas personas. Según el informe FOESSA de 2015, los datos de la recuperación económica que manejan las autoridades no coinciden demasiado con los suyos, que hablan de una brecha cada vez más profunda entre ricos y pobres, y no precisamente digital. El miedo al hambre está llamando a la puerta. Lo venden en anuncios como crisis humanitarias de países lejanos (cambiando, por cierto, la voz al locutor, que antes era la de un famoso actor que escondió parte de su patrimonio en un paraíso fiscal por miedo al terrorismo), pero ese miedo lo hemos visto alrededor de los contenedores de basura de los supermercados, y casi todos hemos escuchado los relatos de terror de nuestros mayores en ciudades tras la guerra, en las que en algún momento no hubo nada de comer salvo peladuras de patata y fruta podrida. Esos mayores que se entristecen cuando los jóvenes se niegan a comer la fuente de cuatro filetes con medio kilo de patatas fritas.

La propaganda, perdón, los medios de comunicación, se encargan de revisitar cada determinado tiempo la amenaza nuclear, a la que el público había perdido un poco el miedo en favor de otros desastres como el efecto 2000 o el aumento inexplicable del importe de la factura de la luz. Unos días son las disparatadas maniobras del Gobierno norcoreano y otros, las ocurrencias del presidente ruso, auténtica estrella del mundo ficticio en el que nos movemos. Estos personajes y sus cosas han vuelto a poner de moda la guerra fría a nivel internacional, esperando el desenlace de las elecciones en Estados Unidos. Quién sabe si para diciembre estemos preparándonos para La guerra de las galaxias, pero la de verdad, la que diseñó Reagan y puede terminar Mr. Trump.  Qué especiales informativos vamos a ver… También se ha metido mucho miedo a cuenta de las nefastas estrategias separatistas que están acabando con la idea de esa Europa sólida y unida que tenían un par de países para sus propios intereses. Conclusión, que de la bomba atómica a la invasión de las hordas comunistas en nuestra joven pero sólida democracia solo había una gigantesca campaña de marketing.

Ya vivimos aquello de «¡Que vienen los socialistas!». Aparte de la broma de Ozores, fue una realidad histérica espoleada por lo que venía de fuera, como en los años cincuenta, de nuevo un grupo de películas con mensaje anticommie, como Amanecer rojo (1984, John Milius), el Rocky vs Drago (Rocky IV, 1986, S. Stallone), o, mi preferida, Invasión USA (1985), en la que Chuck Norris se enfrentaba él solito a unos terroristas rusos y cubanos que pretendían hacerse con la tierra de la libertad. Aquí no llegamos a Me casé con un comunista ni a La invasión de los ladrones de cuerpos, pero tuvimos Los autonómicos (J. M. Gutiérrez Santos, 1982) y Las autonosuyas (Rafael Gil, 1983). Don Fernando Vizcaíno Casas fue uno de los escritores más vendidos, con libros que apelaban a la memoria gloriosa del pasado franquista mezclada con un poquito de humor displicente sobre el presente democrático (No se os puede dejar solos, etc.), que son, salvando todas las diferencias en el estilo, un poco como las memorias de don José María Aznar y su época de brillante estadista al más alto nivel. Lo que no esperábamos era otra colosal alarma mediática a cuenta de un partido político llámese comunista, populista, transversal o socialdemócrata, que no sé en qué estadio de la evolución se encuentra ahora. La popular formación morada ha causado una oleada de pánico entre la población como no se recuerda desde los tiempos de Los rojos no llevaban sombrero. Yo creía que todo era un viral de la prensa socialdemócrata, incluido el propio partido, pero no, «el fantasma que recorría Europa» en el s. XIX sigue atemorizando profundamente a la opinión pública desde los periódicos y los púlpitos. La televisión sigue siendo la mejor medida de las alarmas. Si una de las concursantes de Supervivientes expresa su disgusto por la figura del líder de UP, y ella, como su abuela, no los quieren en el poder porque «nos van a quitar las casas a la gente», no es para hacer bromas sobre los realities ni sobre el materialismo histórico. Que la opinión pública no tenga, hablando en general, una idea muy clara de lo que es el comunismo, y mucho menos sobre qué es lo que vende la popular formación, tampoco importa. Lo que nos importa y nos preocupa a los ciudadanos y ciudadanas es que la gente se santigüe cuando aparece alguno de sus representantes en el telediario. Por eso los expertos y todos los demócratas de bien expresan su impaciencia por el consenso en un Gobierno sólido y la unidad frente a tamaña sinrazón. La sinrazón, la que sea.

Todavía no ha terminado el verano, pero además del frente del populismo y los comentarios catastróficos de expertos, grandes comunicadores y políticos cuando sucede una desgracia, se nos ha venido encima la superalarma del videojuego de Nintendo, este que te permite descubrir y capturar a los populares muñecos Pokémon en cualquier sitio, con los resultados que todos ustedes se están imaginando: estampidas humanas, tumultos, caídas graciosas y otros efectos no deseados de la geolocalización cuando te pones a jugar con los bichos en tu móvil… Puede que el colapso final de la civilización no venga por un hongo nuclear o el mosquito Zika, sino por la invasión de unos muñecos virtuales, que tal y como van las cosas, es lo más acorde con el devenir histérico de la historia humana. Y con el verano.

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Los discos por los que venderías tu alma al diablo

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Disco del sello Black Patti. Fotografía cortesía de GoldMine Mag.

Para acompañar la lectura del artículo, nuestra lista en Spotify:

Tommy Johnson fue uno de los músicos más brillantes de blues del Delta del Misisipi. Su forma de tocar la guitarra recogía el estilo vigoroso de Charley Patton. Tenía una voz muy versátil, unas veces profunda, otras en su característico falsetto. Las actuaciones se volvían un verdadero espectáculo: luciendo una pata de conejo como talismán, jugaba con la guitarra como una estrella de rock, la tocaba mientras se la subía detrás del cuello o la pasaba entre las piernas. Uno de sus hermanos, LeDell Johnson, extendió la leyenda de que Tommy tenía ese gran dominio musical porque había hecho un pacto con el diablo en algún polvoriento cruce de caminos. Así se lo contó a David Evans para la biografía:

Si quieres saber cómo se hacen las canciones, coge tu guitarra y ve donde el camino se cruza… Ve y asegúrate de estar un poco antes de las doce de esa noche… Coge la guitarra y ponte a tocar algo… Un hombre grande y negro se te acercará, tomará tu guitarra y la afinará. Después, tocará una canción con ella y te la devolverá. Así es como yo aprendí a tocar todo lo que quiero. (Tommy Johnson, Studio Vista, Londres, 1971)

Mujeriego y alcohólico, escribió canciones sobre la bebida y sus estragos. «Canned Heat Blues» y una posterior adaptación, «Alcohol and Jake Blues», se refieren a combinados poco recomendables, obtenidos de las latas caseras para calentar o de destilados ilegales, típicos de la era de la prohibición. Actuó hasta los años cuarenta, pero su carrera discográfica fue muy breve. Apenas veinte canciones entre 1928 y 1930, las primeras en Victor y las siguientes en Paramount. Los sellos austríacos Wolf y Document las publicaron al cabo de sesenta años en sus sobrios y completos CD, tras haber sido redescubiertas las grabaciones en el formato original: los discos de 25 cm. de diámetro (aproximadamente), que suenan a 78 r.p.m (también aproximadamente), y están fabricados con un material muy frágil, la goma-laca o pizarra.

Tommy, sin embargo, no tuvo el doble revival de Robert Johnson (no hay relación entre ellos, aunque tengan mismo apellido e idéntico origen geográfico). El primero se produjo en 1961. Columbia editó King of the Delta Blues Singers a partir de las placas de pizarra de su archivo, en un elepé formato microsurco y con sonido mono, a iniciativa de John Hammond, el popular cazatalentos y crítico musical. La repercusión fue enorme, especialmente entre los músicos británicos de rhythm and blues que habían descubierto el género mediante recopilaciones editadas por coleccionistas de discos.

En 1990 llegó el segundo. Columbia puso en el mercado una caja con dos CD titulada The Complete Records, en la cual agrupaban las canciones del cantante y guitarrista de los años treinta. La cajita vendió la friolera de un millón de copias y volvió a reavivar la leyenda de este reintérprete moderno de blues, que también se apropió del relato de haber vendido su alma al diablo, como ya afirmaban Tommy y otras figuras, por ejemplo, el pianista Peetie Wheatstraw, que se hacía llamar «El yerno del demonio». Lo que nadie imaginaba es que, muchos años después, la rueda del comercio y el coleccionismo pusieran al olvidado Tommy Johnson en los titulares de prensa, pero no para recordarle como el gran músico que fue. En 2013, uno de sus discos originales, Alcohol and Jake Blues – Ridin´Horse, de 1929, fue vendido delante de todo el planeta en una subasta de Ebay por 37 100 dólares, una de las cifras más altas pagadas por un disco de la década de los años veinte. El feliz ganador de la puja, John Tefteller, posaba sonriente con su ejemplar para las fotos. John puntualizaba que ya conservaba otra copia del mismo single, pero esta se encontraba en perfecto estado y seguía siendo un objeto muy raro de localizar. Tefteller no es, como pudiera parecernos a simple vista, un tipo caprichoso o alguien con las facultades mermadas, sino uno de los coleccionistas y vendedores de discos más importante del mundo, especializado en blues a 78 r.p.m. y rockabilly a 45 r.p.m. Su obsesión, los ejemplares más difíciles, sobre todo los que comercializó el sello Paramount, una casa de discos que en realidad era una empresa de muebles que fabricaba fonógrafos y daba con cada «victrola» unas muestras para que el armatoste sonara. Sin ningún interés en la música más allá del económico, con malas grabaciones y pésimos prensados, terminó poseyendo el catálogo de artistas y canciones más increíble de la historia de la música norteamericana. Muchos de esos discos han desaparecido, y solo se conoce su existencia por las listas que anotó Alan Lomax en sus investigaciones de campo. Son discos por los que gente como Tefteller, igual que dice la leyenda que hicieron Tommy y Robert Johnson, vendería su alma al diablo.

Ese famoso disco está dentro de lo que podríamos llamar el Santo Grial del coleccionismo de música grabada antes de la Segunda Guerra Mundial. Música americana (blues, sobre todo, blues, y también hillbilly, hawaiana, hot jazz, western swing…), además de otros folclores (música caribeña, africana, albanesa, hindú…): una lista de discos de los que se sabe que existen entre una y tres copias, siendo muy optimistas. Son casi imposibles de encontrar porque se editaron en tiradas pequeñas, a veces ni siquiera llegaron a distribuirse o se han destruido, dado lo frágil de su material. Son unos cuantos. Si por una casualidad estás ahora viendo o puedes tocar (¡¡¡no, con los dedos, no!!!) la galleta de un disco que luce un precioso pavo real donde reza «Black Patti», o tienes en tu poder uno de Willie Brown que se titula Future Blues, so pena de ser también coleccionista de 78, hay en el mundo unas cuantas personas que te ofrecerían por ellos un abultado fajo de billetes. Desde que se conoce el valor de estos discos, muchas empresas y particulares, algunas con el mismo interés por lo musical que tenía la fábrica de sillas de Wisconsin, los compran como una inversión a largo plazo, sin escucharlos siquiera, encerrándolos en una caja fuerte con sábana de plástico protector. Por encima de valoraciones, cantidades y precios, si encuentras uno de esos discos, antes de que se te impriman en los ojos el signo del dólar, te recomiendo que lo escuches. Puedes tener la oportunidad de estar ante una canción con un sonido quizás no demasiado espectacular para el estándar de hoy, tan sobresaturado de capas, efectos y ondas, pero capaz en cambio de mover algo muy profundo en tu interior, tanto como parar abrir la llave de algo que desconocías. Algo tan nuevo y tan viejo, tan verdadero, que puede que te cambie la vida:

Los coleccionistas de discos de 78 son esas personas a quienes la escucha de una canción de aquellos días les transformó por completo. En ellos, la pasión por la música se confunde con la compulsión de buscar desesperadamente el objeto, capturarlo y conservarlo ordenado y clasificado, con todos los datos posibles sobre el artista, las condiciones de la grabación, los años de publicación, etc. Sus protagonistas se reconocen como marginados en el sentido más literal, porque su afición es un modo de vida y una interpretación del mundo, no solo fuera de los sonidos digitales en los que nos movemos, sino contra las convenciones y la uniformidad. En esta actitud también subyace el orgullo indisimulado de pertenecer a una comunidad de escogidos. Son los que mediante esta extraña adicción han conseguido divulgar una música que de otro modo se habría perdido para siempre. El objeto, el disco, adquiere una dimensión mítica, y quien lo busca se siente como arqueólogo/aventurero musical entre los estratos físicos de almacenes, tiendas y sótanos, con una misión sagrada: encontrarlos para que vuelvan a sonar.

No todo es glamur. El aficionado que se centra en la búsqueda de discos raros y escasos reconoce sentirse a veces cerca de una enfermedad por trastorno acumulativo, el famoso síndrome de Diógenes. La mayoría de estos coleccionistas de discos de blues, hillbilly y pop grabados entre los años veinte y treinta del pasado siglo afirma que este hobby no es un hobby normal, sino una verdadera «enfermedad», y la compara con filias raras, como quien acumula sobres de azúcar, tostadoras o pastillas de jabón. No estamos ante coleccionistas indiscriminados de formatos, los que adquieren vinilo, CD y se especializan al final en un género más o menos definido (por ejemplo, al comprador español de determinada edad y estatus socio-económico le fascinan los discos raros de psicodelia, los singles de soul y el pop español y sudamericano más desconocido de los años sesenta), sino en un tipo muy especial de aficionado a la música: el devoto de los sonidos anteriores a 1935, que no dudará en pelear en internet por un disco muy raro y en dudosas condiciones de conservación, y recorrerse escrupulosamente el circuito de ferias y ventas ambulantes, buscando esa grabación con la que sueña desde hace años, descubrir esa orquesta o artista a quien nadie había escuchado antes. Los primeros coleccionistas de blues rural, imitando a los aún más extravagantes compradores de hot jazz de la década de los años cuarenta, hicieron viajes «homéricos» por zonas rurales de Estados Unidos (lugares como los pueblos de la ruta sur de los Apalaches) en la década de los sesenta, donde aplicaron el método de la propaganda del partido demócrata: el canvassing. O lo que es lo mismo, ir de puerta en puerta preguntando a la dueña de la casa si en el ático o en el sótano no conservarían algunos de aquellos antiguos discos, intentando disimular los nervios y las gotas de sudor frío cuando la señora aparecía con unos ejemplares nuevecitos de Missisippi John Hurt o The Skillet Lickers. Nick Perls, Bernie Klaztko, Pete Kaufmann… Son alguno de estos personajes que después darían a conocer sus tesoros, digitalizando los discos en sellos independientes.

Se cumplen quince años del estreno de Ghost World, dirigida por Terry Zwigoff, también coleccionista y músico en el grupo de Robert Crumb, otro fanático de las placas, cuyas ilustraciones de artistas de blues ayudó al revival y el redescubrimiento de la old-time music. En la película aparece un personaje que no está en el texto original de Daniel Clowes, trasunto de los propios Zwigoff y Crumb, que resume con humor y cariño las obsesiones y manías del coleccionista de blues de 78 r.p.m., magistralmente interpretado por Steve Buscemi. Seymour es un hombre de mediana edad, solitario y huraño, que conserva estos discos como su mayor tesoro, en una habitación repleta de memorabilia que volvería loco a cualquier freak de los coleccionables de figuritas y carteles vintage. La protagonista, Enid Coleslaw (Thora Birch), una muchacha nacida al calor de la ironía postmoderna y la confusión de estos tiempos, está entusiasmada con la rareza de su amigo. En el mercadillo vecinal compra a Seymour una recopilación de maestros del blues. En uno de los momentos más bellos de la película, Enid pincha el elepé en su tocadiscos de juguete y cuando llega a un corte determinado, todo cambia:

Enid tiene una epifanía, la catarsis musical que algunos experimentan cuando descubren «su» sonido, al escuchar este lamento fantasmagórico, la joya de Paramount «Devil Got My Woman», de Skip James. Contenta y despreocupada, pide al coleccionista más discos de esa clase, como si el bueno de Seymour tuviese un sopinstant de canciones raras y maravillosas. La respuesta, lacónica y llena de significado, será: «No hay otros discos como ese». Es cierto, solo el coleccionista y cofundador de Yazoo Records, Richard Nevins, posee la copia en mejor estado encontrada hasta la fecha. En el sentido artístico, tampoco hay nada igual. Skip James fue una rareza, un artista que no tuvo la más mínima repercusión en su tiempo. Solo la fascinación de los coleccionistas, la locura y la devoción por este disco en concreto, el proceso (imposible, pero se produjo) de identificación de outsiders blancos urbanitas con un músico negro que cantó años atrás en una zona rural y deprimida, es lo que le convirtió en un personaje conocido en el mundo, y dio con sus viejos huesos, poco antes de morir, en un escenario de folk rock delante de un público de estudiantes e «intelectuales» que él jamás habría imaginado y con el que, por cierto, no se sentía demasiado a gusto.

«No vender a ningún precio»

Amanda Petrusich, periodista de The New Yorker, publicó en 2015 este libro sobre la historia y la compulsión del coleccionismo de discos de 78 r.p.m., incluyendo sus propias vivencias como aprendiz de compradora. Aficionada desde muy joven al pop rock y crítica musical con cada vez menos entusiasmo por las novedades del día, fue víctima de la fascinación por los sonidos de la old timey music. Decidió emprender su propia aventura como buscadora de 78, en compañía de los coleccionistas más conocidos. La autora escribe desde un punto de vista muy cercano, no complaciente ni de superioridad, sobre el amor a la música y la obsesión por localizar estos discos. Petrusich hace un recorrido completo, detallado, minucioso trabajo de campo. Charla con folcloristas, responsables de los grandes archivos de las bibliotecas, estudiosos del género y los coleccionistas. Visita a los más antiguos y célebres, como Joe Bussard, Pete Whelan, incluso viaja a Alemania para conocer a Richard Wieze y su emporio de Bear Family. Pero también se interesa por los nuevos, los coleccionistas nacidos tras el boom de los años noventa, dueños de sellos webs vintage. Petrusich se entrevista con Tefteller, entra en las tiendas de los vendedores más célebres de Estados Unidos y escucha los tesoros que cuida el ingeniero de sonido Christopher King. Con él, que sirve de cicerone particular, recorre varias ferias y mercados donde regatea con minoristas y dueños de almonedas. El título del libro lo escoge por ser una anécdota que ilustra a la perfección lo mucho que significan los discos para estas personas y, en general, para cualquiera que tenga amor por la música y haya poseído (y perdido) unos cuantos ejemplares para reproducir, sean singles en vinilo, placas de pizarras o humildes casetes. Buscando ejemplares en una reunión anual de jazz, Petrusich encuentra un lote de 78. Rodeada de compradores compulsivos, entre cajones y cajones de música, estas placas tienen sobre su clásico y sobrio envoltorio de papel, escrita a mano, la siguiente advertencia: «No vender a ningún precio». La autora imagina el desolador escenario: la muerte y la venta de los enseres a un tercero sin reparar en el mensaje, o pesar de este.

Foto: Russell Lee (DP)

Foto: Russell Lee (DP)

Además de un compacto recorrido sobre los personajes (los mitos de John Fahey y Harry Smith, la desaparición inexplicable de sus colecciones) y la música responsable de semejante fenómeno, Petrusich reflexiona acerca del momento actual, en el que la acción presuntamente romántica de los coleccionistas (como James McKune, que nunca quiso pagar por los discos más de una determinada cantidad, porque ofrecer mucho dinero era «injusto e inmoral»: no sorprende que muriera en la miseria y en circunstancias que algunos han puesto en paralelo con las de Robert Johnson), está cambiando por la competición económica y de prestigio por la posesión de los objetos, ahora que es casi imposible encontrarlos, por la escasez y la cantidad de gente empeñada en hacerse con su nicho de 78. Algunos los compran por motivos extramusicales, para decorar locales de ocio o su piso particular, sin tener siquiera tocadiscos, o porque, como decía al principio, son valiosos productos financieros. Consciente de la dificultad de reunir una serie de discos decentes, Petrusich prueba una opción que hasta el momento solo había contemplado otra mujer, estudiosa y enferma como sus compañeros coleccionistas: hacer buceo en las aguas del río Milwaukee para intentar localizar los masters o discos que fueron arrojados desde la cercana fábrica de Paramount, en Grafton. La periodista hace su curso, se somete a las prácticas, viaja de Nueva York a la desembocadura del lago Michigan y se lanza al río en busca de algo que es mucho más importante que los pergaminos del mar Muerto o el Arca Perdida. Solo encontrará un fondo oscuro y revuelto.

Amanda Petrusich bucea mucho mejor en las motivaciones y los deseos que animan a estas personas a amasar un colección de discos tan difícil e ingrata de encontrar. La testarudez contra el mundo moderno, una nostalgia que no es recreación simplona, sino inmersión directa o viaje en el tiempo… Cada una de estas colecciones cuenta una historia sobre su propietario, y el coleccionista a su vez reescribe la historia alrededor de su música. A veces sin tener demasiada relación con los datos históricos y los propios intereses de los artistas cuando la interpretaron, de ahí muchas ideas preconcebidas y poco exactas sobre el nacimiento y las figuras del blues. Coleccionistas que convirtieron sus discos en una búsqueda espiritual, como Harry Smith, y los más jóvenes, que rechazan el canon establecido por la «Mafia del Blues» y deciden dar a conocer sus adquisiciones de música africana y rembétika en casetes, programas de radio, podcasts y plataformas digitales: como Nathan Salsburg (Work Hard, Play Hard, Pray Hard, 2012) Pat Conte (The Secret Museum of Mankind, 1995) o Mondotone Records. Todo para poseer, pero también compartir aquello que es casi imposible de narrar o descifrar: el sonido de las canciones imperecederas, las que como bien tituló el sello Yazoo en sus recopilaciones de rarezas, son «la materia de la que están hechos los sueños».

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Música fantasma

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Kate Bush. Imagen: EMI

Kate Bush. Imagen: EMI

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Emily Dickinson escribió: «La naturaleza es una casa encantada». El arte es construido a semejanza de ese mundo espectral que apenas llegamos a distinguir. Nuestra cultura es visiocéntrica: creemos más fácilmente en lo que vemos, las señales que recibimos a través de cámaras, ojos y pantallas. Pero ¿qué sucede con el sonido? A diferencia de la visión, el sonido tiene una cualidad que lo hace inaprensible. Sin embargo, la música resuena en la historia por efecto doppler. Hasta el silencio tiene su registro en la vida y el arte. El universo es una casa encantada, caja de resonancia cuyos ecos se entrelazan en el tiempo y el espacio. No solo la música, sino cualquier sonido ha quedado recogido y «grabado» en formatos ajenos a las partituras o los discos: dentro de las obras de la literatura, la pintura, la arquitectura… Así lo explica el músico y ensayista David Toop en Resonancia siniestra. El oyente como médium (Caja Negra Editora, 2013). Propone buscar en las experiencias artísticas el eco del sonido, debido a esa propiedad única que lo convierte en un sentido fantasma, capaz de evocar universos y dimensiones desconocidas, conectadas con el subconsciente y lo sobrenatural. La experiencia de oír es un proceso que está íntimamente relacionado con el mundo espiritual. Un rito que se salta las molestas barreras racionales. La música está presente en los misterios de la naturaleza, un lugar de pánico para el hombre por el sonido de las tormentas, en los ritos primitivos de la mitología, la danza como conjuro de los elementos adversos.

Estos son unos ejemplos de música occidental, popular y clásica, dedicados al tema del fantasma, nacida bajo el auspicio de los mitos europeos sobre los aparecidos, con su evolución hasta hoy. Fantasmas dentro de la reverberación de un enorme fantasma.

«Wuthering Heights» (Kate Bush, 1978)

Kate Bush debutó con este single, transfigurada en Kathy Earnshaw, la protagonista de Cumbres borrascosas. Es el fantasma de la caprichosa y apasionada muchacha, quien tras morir y vagar por los páramos vuelve a la mansión para atormentar a su amante, Heathcliff, que morirá aterrorizado a causa de estas visiones. Tal y como se recoge en el libro de Emily Brontë, Kate le apremia para que le deje entrar en casa y llevárselo al infierno. La cantante reconoció que apenas había leído unas pocas páginas de la novela, y su falsetto agudo era como ella creía que debía sonar el grito de un fantasma. En el vídeo promocional el mundo la vio bailar en trance con los brazos extendidos. Un gran éxito que descubrió a la artista interesada por lo paranormal, como demuestran otras canciones («Violin», «Houdini»).

«Johnny Remember Me» (John Leyton and The Outlaws, 1961)

El espíritu de Joe Meek sobrevuela por grandes canciones del pop británico. Su visionario sonido espacial, la inspiración nostálgica en las figuras del rock and roll y el osado melodrama en el contenido de las letras no han sido superados. Esta canción de country pop acelerado (técnica que utilizaba Meek tras las grabaciones, editarlas a más revoluciones) es uno de los mayores exponentes del subgénero teenage death songs, temas que exaltaban la agonía de la muerte (casi siempre violenta) entre parejas jóvenes. La angustiosa interpretación de John Leyton pasa a la historia: sigue escuchando como en una maldición la voz de su novia muerta, que le exige que no la olvide y que nunca vuelva a querer a otra. Pero bajo lo evidente se esconde algo mucho más trágico: la lucha de Meek por visibilizar su condición sexual. Desgraciadamente, el gran productor perdió la partida, suicidándose en 1967.  

«Raska yu» (Bonet de San Pedro y los 7 de Palma, 1943)

El cantante y guitarrista, gloria nacional del swing, realizó esta adaptación frenética del bolero «La boda negra» (que había interpretado, por ejemplo, Lydia Mendoza en México), que a su vez vendría de un número de Louis Armstrong, con título fonéticamente parecido, «(I’ll Be Glad When You´re Dead) You Rascal You» (1929). Una supuesta crónica real de necrofilia de principios de siglo, que la estrella mallorquina, en bandas legendarias como la Orquesta Gran Casino, convertía en una fiesta de esqueletos en el cementerio, con humor y notas costumbristas (esos coros de Josita Tenor). La canción, un gran éxito en la España de la posguerra, sirvió para ahuyentar por unos minutos de radio los terribles fantasmas del hambre y la enfermedad franquista, conjurando a la mismísima muerte.

«The Highwayman» (Jimmy Webb, 1977)

La mística del norteamericano en eterno retorno. El espíritu de un forajido del Oeste que ha sido ahorcado se encarna en el de un marinero que muere en una tormenta mientras navega. Este vuelve a vivir en un constructor de presas que es enterrado en el cemento tras un accidente. Pero su alma seguirá viviendo en un astronauta, quien, tras viajar por el universo, volverá para ser otro salteador de caminos «o una simple gota de agua». El compositor y cantante Jimmy Webb la soñó cuando grababa su disco de 1977, El Mirage, con una producción exquisita de George Martin, que ilustra con efectos de sonido la peripecia de cada personaje (escuchamos el martillo contra el cemento y el rugido de la sonda espacial). Años más tarde, Johnny Cash, Kris Kristofferson, Willie Nelson y Waylon Jennings la utilizaron para dar nombre a un supergrupo de clásicos del género que la llevó al n.º 1.

DEAN MARTIN SHOW, Dean Martin, Bing Crosby, 1965-1974, 1969 episode

Dean Martin y Bing Crosby, 1969. Fotografía: Cordon Press.

«Ghost Riders in the Sky» (Bing Crosby, 1949)

Stan Jones la escribió en 1948, cuando todavía era guardabosques en el Valle de la Muerte (California), antes de convertirse en cantante y celebrado compositor de country. Narración épica y admonitoria, inspirada lejanamente en el mito de las valquirias, acerca de un rebaño infernal que vaga por el cielo guiado por los espíritus de los cowboys como castigo por haber pecado en vida. Ha sido interpretada por todos los grandes nombres (película incluida de Gene Autry), pero la versión de Bing Crosby sigue siendo la más dramática, lejos de los extravíos camp de otros reyes del country rock. La última canción que grabó Jim Morrison con los Doors, «Riders on the Storm», se compuso a partir de la de Jones, dando un giro existencial al tema. El cómic de los setenta Ghost Rider así como la estremecedora canción del dúo Suicide (1977) también parten de este mito.

«El fantasma del paraíso» (Paul Williams, 1974).

En El fantasma de la ópera (A. Lloyd Webber y Richard Stilgoe, 1986) no hay ninguna aparición del más allá. Es solo una historia romántica de amor y héroes enmascarados inspirada en la novela de Gaston Leroux. Sin embargo, la película de Brian de Palma mezcla su trama con las de Fausto y El retrato de Dorian Gray para conseguir un pastiche de imaginería glam-rock acerca de las intrigas de la industria y la pérdida del alma en pos del éxito. Paul Williams compuso las canciones e interpretó al villano que hace un pacto con el diablo para quedarse con la música y la novia de su rival, el fantasma de casco plateado y mono de cuero que se sacrifica por acabar con él en la última y espectacular canción de la película. El número «Somebody Super Like You» muestra a los inocentes músicos del principio convertidos en The Undeads, un lúgubre show de shock-rock, con decorados que recuerdan a El gabinete del doctor Caligari.

El holandés errante (Richard Wagner, 1843)

El barco negro y su tripulación de fantasmas, condenados a vagar por el océano como castigo a la maldad del capitán. Pero este tiene una oportunidad de redención cada siete años, cuando se le permite atracar en tierra y buscar una esposa que le ame sinceramente para salvarle. Esta leyenda con raíces en el Antiguo Testamento sobre la figura del Judío Errante se vuelve música grandiosa en la partitura. El compositor reconoció haberse inspirado en sus circunstancias personales: durante años viajó de un país a otro, sintiéndose un desarraigado. Acuciados por las deudas, en 1839 Richard y su esposa Mina huyeron de Rusia como polizontes en un barco danés con dirección a Inglaterra. En el viaje sufrieron terribles tormentas y a punto estuvieron de naufragar. Wagner creyó distinguir, en el momento más crítico, la silueta silenciosa de un barco que se materializó de la nada.  

Don Giovanni (Wolfang Amadeus Mozart, 1787).

Mozart dirigió la orquesta en el estreno de su tercera ópera, incluida en el género bufo con elementos fantásticos y un subtexto revolucionario, inédito hasta la fecha. En la escena quinta, las peripecias galantes y los desmanes del libertino sevillano se tornan una experiencia terrorífica. Don Juan, temerario y soberbio, acepta sin medir las consecuencias la invitación a cenar con el fantasma del Comendador y, como se niega a arrepentirse por sus pecados, el espíritu de su víctima lo agarra y ambos se hunden en el infierno, en una pieza monumental con coros de espectros incluidos. Tras la muerte de Don Juan, la obra se cierra con una canción alegre interpretada por el resto del reparto, donde celebran el fin del burlador y concluyen con el refrán: «Este es el final reservado a los malvados: en esta vida los canallas siempre reciben lo que merecen».  

«Der Doppelgänger» (Franz Schubert, 1829).

El protagonista de la canción arrastra un desengaño amoroso y cuando pasa delante de lo que fue el hogar de su amada descubre en una de las ventanas la figura siniestra de alguien que es exactamente igual a él. Su doble, que se burla y lo atormenta. Fue compuesta por Schubert poco antes de morir, con la letra del poeta Heinrich Heine, dentro de su última obra, un grupo de canciones tituladas genéricamente El canto del cisne. Al margen de las polémicas sobre la identidad sexual del autor, es una cumbre de la música romántica, recreación sublime de la «sombra» de cada uno, que siempre se manifiesta como un mal augurio en los momentos más críticos. Lied atravesado por el patetismo de una biografía, expresa la pesadumbre y la amenaza de ese otro yo fantasmagórico, la lucha constante dentro de nuestra dualidad.

THE JOHNNY CASH SHOW, Burl Ives, Johnny Cash, 1969-1971, 1970 episode

Burl Ives y Johnny Cash,1970. Fotografía: Cordon Press.

«The Long Black Veil» (Burl Ives, 1959)

Mezcla de leyendas del Oeste, misterios encerrados en tumbas y relato gótico. El fantasma de un hombre cuenta su triste historia. Una misteriosa mujer (no sabemos si quizá es también una aparición) camina de noche, oculta con un velo negro, para llorar sobre la tumba de su amante, al que la justicia ha ejecutado por error, confundiéndolo con un asesino. El hombre tenía una coartada, pero, de haberla confesado, habría comprometido a la mujer, pues ella estaba casada (con su mejor amigo). Fue grabada por primera vez por Lefty Frizzell, pero hay docenas de versiones, desde Johnny Cash a Nick Cave, pasando por los Chieftains. La versión del prolífico Burl Ives es la más evocadora, por sus coros de ultratumba, que Joe Meek debió conocer muy bien.

«Spectre Vs Rector» (The Fall, 1979)

Un universo formado por sueños y pesadillas que se origina en los mitos de la literatura fantástica y los ritmos hipnóticos de Bo Diddley, siempre bajo la peculiar filosofía de Mark E. Smith, furiosa y burlona. «Spectre vs Rector» es una historia de posesión. Mark E. Smith recita/grita y hasta corea en amenazador segundo plano, mientras el grupo cambia de ritmo bruscamente y alterna la disonancia (como si fuesen las diferentes voces presentes en el poseído), la historia del sacerdote invadido por el fantasma llegado de una ciudad maldita, que consigue ser derrotado por un espíritu poseído por el mismísimo demonio. El sonido cavernoso, viciado y repetitivo, la voz que se encomienda a los dioses de Lovecraft, a M. R. James y Van Greenaway, es la traslación más perfecta del espíritu post-punk y del caos de un tiempo sin solución alguna.

«Jesse» (Scott Walker, 2006)

Existen innumerables canciones sobre la leyenda del fantasma de Elvis, pero Scott Walker da un giro macabro a la tradición en su disco de 2006, The Drift. En «Jesse» Walker se transforma en Elvis y habla en un sueño con el fantasma de su hermano gemelo, que murió en el parto, un hecho que lo atormentó toda su vida. Una canción tétrica, con rasgueo de guitarra fantasmal («Jailhouse Rock» a velocidad muy lenta), en la que Walker/Elvis le pregunta a Jesse si le escucha y, todavía más terrible, si de los dos él es quien está vivo, en unos versos llenos de imágenes de hambre, drogas y muerte. Walker va más allá: compara la caída de los gemelos Elvis y Jesse con la de una torre alta.

«Pueblo blanco» (Joan Manuel Serrat, 1971)

Podría ser más adecuada «Los fantasmas del Roxy», la crónica costumbrista del cine de barrio sustituido por una sucursal de banco en la que se aparecen las estrellas del cine, que Serrat incluyó en su disco Bienaventurados (1987), con versos afortunadísimos («Así que no se extrañe, amigo, si en la parada del bus le pide fuego George Raft»). Pero este tema de Mediterráneo seguirá estremeciendo por su arreglo de orquesta, dirigido por Antoni Ros Marba, y la descripción a ritmo de marcha fúnebre de los paisajes rurales de este país. El territorio condenado, olvidado, «por el que por no pasar, no pasó ni la guerra». Una voz que, al final, desvela ser la voz de un muerto que llama a la huida imposible.

«El fantasma de la autopista» (Ilegales, 1988)

La chica de la curva se materializa en un punto negro de la carretera de la costa asturiana, la N-632. Está en el cuarto elepé de este grupo indomable, junto a una serie de reflexiones marcadas por la violencia y la desesperación. Chicos pálidos para la máquina no es el disco más brillante de su carrera, pero mantiene el mismo sentido de la dignidad y la fiereza estilística que les ha caracterizado hasta hoy («Lo peor de la vida siempre es gratis / odia al mundo como a ti mismo»). En «El fantasma de la autopista», Jorge Martínez escribe con nostálgica lucidez y toca con preciosismo un clásico de rock sobre la camarera muerta en accidente que los conductores encuentran haciendo autostop en la carretera: «Le pregunto dónde vive / ella dice en el pasado / los surfers vuelven llenos de arena / y siempre cuentan la historia de Elena».

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Nico. Fotografía cortesía de theredlist.

«No One Is There» (Nico, 1969)

En The Marble Index Nico se arrancó la vestidura glamurosa de icono rubio, invitada de piedra para adornar los egos de The Velvet Underground. No fue solo un cambio de imagen: harta de su fama de símbolo sexual, se oscureció el pelo y se vistió de trovadora siniestra, preparándose para escribir canciones inspiradas en los clásicos del Romanticismo. Acompañada de su harmonio y los arreglos de John Cale, editó un disco inclasificable para aquel tiempo, arriesgado y profundo. Las drogas, la poesía de Blake, las melodías medievales, sonidos amenazadores y el fantasma de su amigo Jim Morrison (con quien compartió sexo, visiones, peyote y sangre en el desierto de California) caminan por las canciones, especialmente en «No One Is There». La protagonista ve un espíritu que acecha su casa, agitándose, bailando y tratando de comunicarse con ella. Pero sabe que allí no hay nada, que todos se han perdido. Reina gótica, aparición pura que mira desde la portada.

«Steven» (Alice Cooper, 1975)

Mucho tiempo antes de aparecer como figurante de pirata zombi en el grupo de Johnny Depp, Alice fue una gran figura del rock americano. Hizo las delicias de los setenta y primeros ochenta con un sofisticado horror-show lleno de sangre, efectos especiales y humor negro, pionero del metal gótico y otros derivados. Sus primeros discos tienen destellos de genio. El primero de su segunda etapa en solitario, Welcome to My Nightmare, es una superproducción orientada a todos los públicos, con presentación de Vincent Price, donde las canciones giran en torno al personaje de Steven, el niño infernal, fantasma asesino que acompañaría a Cooper en discos posteriores, como trasunto de sus problemas privados.

«Cemetery Blues» (Bessie Smith, 1923)

El blues está lleno de espíritus, maldiciones y leyendas hoodoo. He elegido la primera canción que el sello Columbia editó con Bessie Smith en su colección de discos para negros, Race Records, imitando el éxito de la disquera Okeh. En ella, la Emperatriz del Blues interpreta un número de los prolíficos Cook y Williams, que se vale de los tópicos de Halloween para mostrar la realidad deprimente con los habituales toques sarcásticos del género. La cantante prefiere acudir al cementerio porque el mundo va fatal. Allí ha quedado con un fantasma y baila con los esqueletos que no necesitan traje. Recomienda hacer lo mismo si se quiere encontrar el amor verdadero. La primera estrofa de este blues demoledor contiene bellas imágenes: «Amigas, conozco en Tennessee a una chica que se llama Lisa Cementerio, tiene un par de ojos increíbles, viejos ojos color tumba, ¡llenos de tristeza!».

«White-Witch of Rose Hall» (Coven, 1968)

Justo en medio del verano del amor, el quinteto de Chicago Coven surgió para cantar misas negras, poner cuernos y lucir crucifijos invertidos en el escenario. Su cantante, Jinx Dawson, aparecía desnuda sobre un altar en la foto del interior de su disco de debut, Witchcraft (con el subtítulo, añadido después de haber sido retirado varias veces de las tiendas, «Destruye las mentes y atrapa las almas»). En este disco de rock convencional se encuentra la leyenda de Annie Palmer, personaje a medias entre la historia y la ficción, la bruja que sembró el terror en su plantación jamaicana y cuyo fantasma merodea por el lugar, tras una vida de asesinatos de esclavos, maridos y vudú. El mismísimo Johnny Cash le dedicó una canción con ecos caribeños en su elepé Any Old Wind That Blows.

«Quiero salir» (Alaska y Los Pegamoides, 1981).

El segundo single de Pegamoides, entre la época pop de los colorines (acompañaba a dos himnos de su repertorio, «Otra dimensión» y «Bote de Colón») y la caída en la moda gótica, se cerraba con esta breve declaración de principios. A ritmo de copla siniestra y con castañuelas incluidas, la ironía de una zombi claustrofóbica, ansiosa por abandonar el sepulcro familiar, tiene varias lecturas sobre el estado anímico del grupo, que se separaría poco después. La letra evocaba, como todo el repertorio BerlangaCanut, lo mejor de Jardiel y los campeones de nuestra tradición literaria en humorismo amargo: «Ya me he comido dos primos, tres tías y aquel cuñado que tan mal olía». Luego vendría «Quiero ser santa», obviamente.

«Is There A Ghost?» (Band of Horses, 2007)

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Ben Bridwell, 2009. Fotografía: Moses (CC).

Es interesante escuchar cómo una idea evoluciona en treinta años. Se pasa de meditadas elaboraciones sobre el otro mundo, alucinaciones sonoras marcadas por la literatura gótica y terrorífica, a esta de los americanos Band of Horses, una canción pop sentimental con dos versos y reminiscencias post-rock. Sin embargo, la simple repetición de las frases («Podía dormir, podía dormir cuando vivía solo / ¿Hay un fantasma en mi casa?») y el crescendo de la música consiguen transmitir diversas emociones: la tristeza inicial, un episodio de depresión y la angustia de estar viviendo un episodio inexplicable. Especialmente cuando se piensa en ella dentro de la banda sonora de la serie de televisión Fringe.

«She Moved Through The Fair» (Anne Briggs, 1963)

Una canción tradicional de amor fallido se transforma en una balada con fantasma en las voces del folk de los años sesenta. Anne Briggs la interpretó a capela en el Festival de Edimburgo y su versión tiene una cualidad hipnótica. Briggs, que rechazó la vida de artista pero marcó a una generación entera, de Sandy Denny a Jimmy Page, canta en masculino sobre la joven etérea, esquiva, que se despide del protagonista en la feria (juego de palabras fair/air = feria/aire). Todo nos indica que ya es un fantasma. Ella le dice que sus padres no pondrán objeción aunque él sea pobre y que volverá para casarse. En la última estrofa nos revela que está muerta, pero ha cumplido la promesa de regresar a su lado.

«Your Ghost» (Kristin Hersh, 1994)

La bostoniana Kristin Hersh sufrió un accidente de tráfico cuando era niña. Desde entonces, la despiertan del sueño las melodías de las canciones que más tarde compone. Es otra más de las peculiaridades de esta guitarrista y cantante, tanto en su versión ruidista en el grupo Throwing Muses, como en la de autora de pop dark. El primero de sus discos en solitario, Hips and Makers, se concentraba en el lado mágico y espiritual, y abría con «Your Ghost», inquietante deseo de comunicación con una presencia invisible, que se manifiesta en la voz de Michael Stipe, haciendo coros simultáneos, pero con distintas palabras a las de Hersh: «Tú estabas en mi sueño / Tú estabas dando vueltas a mi alrededor». El vídeo promocional era un homenaje (o plagio) de la película de Maya Deren Meshes of the Afternoon (1943), donde las imágenes se repiten en un círculo surreal.

«If You Have Ghosts» (Roky Erickson and The Aliens, 1981)

De todos los músicos que se mencionan en esta lista, uno solo tiene el honor de estar poseído. Pero no por un espíritu concreto, sino por una larga lista de figuras espectrales. Hombres lobo, demonios, vampiros, zombis y alienígenas. Todos hablan y viven en la mente de Roky Erickson. Su vida, perseguida por el abuso de sustancias y la represión de autoridades policiales y médicas, no le ha impedido seguir escribiendo y cantando. En su disco The Evil One las repasa una a una, con sentido del humor, y lo cierra con una defensa encarnizada de su condición: «Si tienes fantasmas, entonces lo tienes todo / Puedes decir lo que quieras / y puedes hacer lo que quieras / la luna a mi izquierda / es una parte de mis pensamientos / es una parte de mí / es yo mismo».

«Annabel Lee» (Radio Futura, 1987)

Muchos adolescentes —y no tan adolescentes— llegaron a la obra de Edgar Allan Poe a través de esta canción y el vídeo que el grupo filmó para el programa de TVE La bola de cristal. La canción de Juan Perro fue el disco más ambicioso del grupo, y en él se encuentra esta adaptación del poema al castellano, en un tema adornado con los efectos de sonidos de gaviota de la guitarra del inolvidable Enrique Sierra. La historia de amor más allá de la muerte, «en un reino junto al mar», que Poe escribió al final de su vida es un relato magistral que expresa la desolación del protagonista, el niño que puede ver en sueños el espíritu de su novia y la espera «In her tomb by the sounding sea».

«APEX» (The Move Orchestra, 2015)

Cierro la lista asomándome a las nuevas músicas y su «fantasma». Nos invade una mezcla digital de millones de sonidos que ya hemos oído en continuo círculo. Se arrastran los espíritus de ideas ya vistas en televisión y publicidad. El fantasma ya no es un ente externo que se aparece para avivar nuestra existencia, es estética del propio yo revelado en crisis monetaria, angustia sentimental que nada entiende. Los temas con estas presencias están más de moda que nunca, simbolizan relaciones de amor fallidas o la incomprensión a través de internet. Este himno a la nostalgia por un pasado vivido o no (virus que aflige a todo Occidente), a cargo del grupo de indie-ambient Move Orchestra, lo ejemplifica a la perfección: «We all become a ghost, ghost of someone, a memory to look back on, apex to those gone».

La entrada Música fantasma aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

Horace and Pete: nunca llega el mañana en este bar

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Imagen de louisck.net.

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Hace unos días me vi corriendo y del tirón la serie del verano del instante del milenio, Stranger Things y su carromato vintage de los ochenta. Tal había sido la cantidad de comentarios y emojis que no podía ni debía perdérmela. Yo también quise participar de ese momento tan importante y no quedarme atrás a la hora de ofrecer mi opinión como cualquier persona de importancia que opina en internet.

Lo haría, créanme, pero es que la serie se me olvidó al rato de ver el final.

Pero tienen razón, en los ochenta pasaban cosas muy raras. Por ejemplo, en el 82, cuando el mundial de fútbol de España, y en pleno verano, que se dice pronto, RTVE emitió un ciclo de cine que se llamó «El drama contemporáneo», con varias adaptaciones de obras teatrales del siglo XX. Entre ellas se encontraba El repartidor de hielo, una producción de 1973 dirigida por John Frankenheimer, sobre el texto de Eugene O’Neill, The Iceman Cometh. El salón La última oportunidad, un bar terminal de principios de siglo regentado por el irlandés Harry Hope, nos mostraba en toda su crudeza la historia de un grupo de borrachos y gente destruida, encabezado por Robert Ryan, que esperaba como si fuese el mesías la visita de un extraño personaje, el vendedor Hickey (Lee Marvin), en un show durísimo y difícil de olvidar. Miren, Sidney Lumet también la rodó en 1960, con Jason Robards en el papel de Hickey y otro reparto de campanillas:

Yo también apuesto por el vintage. Sin llegar a este abismo de adicción y tortura emocional del teatro de O’Neill, aunque rozándolo peligrosamente, Horace and Pete, la serie de 2016 escrita, dirigida y protagonizada por Louis C. K., se parece mucho a esta obra y a su puesta en escena para televisión. Se lanzó en el mes de enero sin que los medios supiesen de su existencia. Hacía tiempo que una serie con actores muy conocidos y presupuesto alto no se estrenaba sin haber realizado la campaña previa de entrevistas, fórums con cotilleos del rodaje y ultraplanificación de marketing. El tráiler promocional se ha convertido en un género en sí mismo, y hay algunos tan buenos y otros tan malos que no necesitas ver el producto en su totalidad, pero supongo que en eso reside la grandeza de la televisión y el cine de hoy. Horace and Pete, por el contrario, emitió su primer capítulo sin haber pasado por el túnel de preventa. Para mayor desconcierto, no disponía de plataforma, ni la arropaba canal o estudio alguno. Tras un breve mensaje en redes sociales, solo se podía encontrar en la web de su creador, Louis C. K., cómico que se ha hecho mundialmente popular en los últimos tiempos por la serie Louie. Como en otras ocasiones, Mr. C. K. ponía a la venta su producto sin intermediarios, de creador a espectador.

Para ver el primer episodio tenías que pagar unos, lo sé, escandalosos cinco dólares. Desde entonces, cada semana se emitió un capítulo hasta completar los diez en abril. Ninguno repetía la misma duración y además se acompañaba de subtítulos en inglés. Al final, la serie salió por treinta y un dólares, cantidad un poco elevada para personas como nosotros y nosotras, que nos gastamos ese dinero pues, no sé, en otra clase de artefactos. Louis C. K. defendía esta propuesta como una cantidad suficiente para cubrir los gastos de la realización, en los que había invertido medio millón de dólares. Por cada capítulo. Antes de que se derramara en el torrente de la descarga gratuita de la que todos disfrutamos, el artista se había asegurado no perder la inversión, a pesar de los rumores que aireaban una bancarrota, y además tener el control absoluto sobre su serie, fuera de las exigencias sobre los contenidos y los derechos de explotación de las plataformas o como se llamen ahora las empresas de distribución. No sabemos si la serie acabó con su dinero, pero a Louis C. K. se le ha visto por Europa este verano, haciendo una gira de shows en vivo.

Imagen de louisck.net.

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Con estas premisas, Horace and Pete no empezaba con buen pie. Si la presentación y venta habían sido un poco arriesgadas dentro del mundo del todogratistodoahoratodolomismotodoyo, etc., el contenido de la serie raya en lo suicida. Louis C. K. es ahora muy conocido, más allá de sus guiones y los stand-ups, por su otra serie, escrita y dirigida también por él, autoficción donde personaje y realidad se funden para causar risa y pena a los espectadores. Louie, la sitcom del neurótico metepatas, lleva seis años relatando detalles de la vida del actor y sus polémicas opiniones. En un parón del rodaje, el escritor y actor imaginó cómo serían algunos de sus personajes en la vejez y los situó en el escenario más universal posible. Un bar. Un bar irlandés en Brooklyn.

El plano general del estudio donde se rodó Horace and Pete, la destartalada y oscura taberna con la que comienza el primer episodio, recuerda al bar más célebre de la tele, pero hasta aquí el improbable parecido con Cheers. En cuanto los dos personajes principales comienzan a hablar, sabemos que por allí no va a aparecer Ted Danson, ni se van a montar tertulias filosóficas como en The Brick, de Doctor en Alaska, aunque alguno de los parroquianos digan frases que podrían haber expresado igual los clientes de Moe’s o La Almeja Borracha. Horace and Pete no se rodó con público, no tiene aplausos ni risas enlatadas; de hecho, los silencios son tan importantes como los diálogos. Está pensada como una obra de teatro adaptada para televisión, al estilo de las producciones de los años sesenta y setenta en Estados Unidos (The Play of the Week) y Reino Unido (Play For Today), pero con una resolución técnica más sofisticada. En esta serie se repiten las obsesiones del autor, pero desde una óptica completamente fatalista: las relaciones de pareja y familia están abocadas al desastre, y se combinan con los asuntos de la actualidad del día: las elecciones a la presidencia en el momento de la candidatura de Bernie Sanders y las chuflas contra Donald Trump y Hillary Clinton, la gentrificación del barrio y la quiebra consiguiente de los negocios tradicionales, la omnipresencia de internet en las relaciones interpersonales y políticas, los problemas económicos… y vuelta al principio, la dramática lucha por hacerse entender en un mundo desquiciado. Horace and Pete está salpicada de gestos y frases del humor negro que han convertido en una celebridad a su creador, ese humor que te provoca una carcajada en medio de una situación terrible, pero ni así esta serie se puede calificar de simple drama o tragicomedia.

Horace and Pete es un barco a la deriva en el que no hay compasión para ninguno de sus tripulantes, la mitad fantasmas perdidos para el mundo. Quienes dirigen la máquina son una desgraciada familia que lleva el negocio desde hace generaciones y cada vez va a peor. Siempre dos hermanos, un Horace (Louis C. K.) y un Pete (Steve Buscemi) detrás de la barra, en el centenario del bar. Horace se ha visto obligado a volver por sus problemas económicos (perdido el trabajo de contable, repudiado desde hace años por su familia por haber tenido dos hijos al mismo tiempo, de su mujer y de la hermana de esta), y la muerte de su padre, un Horace Sr. abusivo y maltratador. Pete, por su parte, enfermo de esquizofrenia aguda, ha salido de una institución mental y depende de un fuerte y costoso medicamento para no perder la cabeza. Ambos viven en el piso superior del bar, y tienen que luchar contra sus frustraciones y desvaríos. Las de ellos, pero también la de los demás. La hermana de Horace, que quiere vender el bar para terminar con la ruina y costearse el tratamiento contra el cáncer que padece. El padre de Pete, un Pete Sr. que sigue regentando el negocio a su manera dislocada, y trata con desprecio indisimulado a hijo y sobrino. Los parroquianos, por supuesto: los habituales, grupo de alcohólicos o en vías de serlo, y los ocasionales hipsters que entran para admirar irónicamente la cualidad rancia del establecimiento, motivo por lo cual se les incrementa el precio de las bebidas. Bebidas que son cerveza de barril (marca Bud), wiski, ginebra y ron. Bueno, y agua, con la que llevan años bautizando el alcohol que sirven, pero no para enriquecerse sino para impedir que los clientes se mueran antes de tiempo.

Todos estos detalles y otros aún más tristes se revelan en el primer episodio. Aparte de haber asistido a una obra maestra de teatro en la tele o al revés, es la presencia de verdad en la ficción lo que sorprende. Pero una verdad-ficticia tan penosa, tan difícil de soportar, que dudas si volver a comprar más capítulos o prefieres ficción de la otra, de la buena, de la que se olvida a los cinco minutos, como un sesudo comentario en internet. O ya, en una decisión extrema y existencial, apagar el ordenador y bajarte al bar. Yo me los compré todos.

Imagen de louisck.net.

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Las tramas son ricas y descorazonadoras, aunque cada episodio tiene ritmo desigual, a veces un tanto falto de equilibrio, tal y como es el propio devenir de la historia. El personaje de Horace asiste, pasivo, asombrado y siempre a punto de llorar, con los mismos tics de Louie, al hundimiento de su negocio y de lo que él cree es una vida echada a perder, pero no atiende al paisaje humano que tiene alrededor. La tragedia de Pete, obligado a volver al psiquiátrico y su largo viaje hacia el final de la noche. Marsha, alcohólica desde la adolescencia, amante de Pete Sr., que protagoniza las fantasías sexuales de Horace; Tricia, la enferma de Tourette, antigua compañera de hospital de Pete, que ofrece alguno de los momentos más descacharrantes; Alice, la hija de Horace, personaje frío e incapaz de entender a su padre y viceversa; Kurt, el anarquista de salón (o de barra de bar) que sueña con el caos del sistema cuando gane Trump, y Leon, el rehabilitado que habla con graves y tronchantes sentencias, forman un cuadro de perdedores fabuloso, clásico, pero que no se había visto en años en la televisión. Estos personajes hablan con naturalidad de sexo, de enfermedad, política, aborto, falta de dinero y evidencian el paso del tiempo. Se plantean sin medias tintas asuntos muy espinosos, como las relaciones sexuales entre blancos y negros, los abusos de poder —violencia incluida— de hombres hacia mujeres o de adultos hacia niños, mientras los protagonistas beben, beben mucho. Si bien el espectáculo de las drogas es muy comercial y se ha explotado hasta la náusea, las mujeres borrachas casi nunca aparecen como personajes en la ficción. También comen, toman el desayuno (es una debilidad mía ver a los actores cuando comen de verdad en una serie o película). Todo ello sin musiquita de fondo o BSO paradigmática. Una canción, compuesta exclusivamente para la serie (encargo de Louis C. K.) por Paul Simon, abre y cierra cada capítulo y los intermedios con esta delicada y triste, magistral balada.

A lo largo de los capítulos suenan dos canciones más en el viejo jukebox, ambas relacionadas con Simon: «New York is my home», composición reciente de la leyenda italo/neoyorkina Dion DiMucci, y el clásico «America», uno de los temas más personales de la época con Garfunkel, sobre escapar del destino, ambas utilizadas en momentos muy oportunos de la serie, con un cameo de Simon en el último capítulo.

Pasado y presente de la mejor televisión

No es solo el texto lo que da esplendor a la serie. Es la planificación técnica, la producción en gran estudio, donde se ha rodado con multicámara y una cuidada edición de Gina Sansom, también editora de Louie. Por encima de todo está el trabajo de los actores y las actrices. Horace and Pete es un menú estrella, algunos de los mejores de la profesión en ese país van desfilando por los capítulos para tu propio placer. Junto a Louis C. K. está Buscemi, quien compone un personaje absolutamente maravilloso, de los más brillantes de su trayectoria, de hombre bueno, de gran porvenir, pero arrasado por la enfermedad, tanto cuando tiene visiones y manía persecutoria como cuando le controla el probitol, o lo deja, y le lleva al desenlace terrible de la serie. El enfrentamiento de Buscemi con su padre en el capítulo 9 puede pasar a la historia de la televisión. Porque Alan Alda, el aclamado actor y director, que da vida al padre terrible, abusón y retrógrado de Pete está, a sus ochenta años, a un nivel que muy pocos pueden rozar, y me recuerda en la caracterización y el gesto al personaje de Frederic March en The Iceman Cometh. Solo por ver a Mr. Alda y escuchar las frases lapidarias que dice con este personaje merecería la pena la serie. Atención a su discurso en contra de hacer sexo oral a una mujer, que Louis C. K. incluyó en el guion a partir de una charla que le había dado Joe Pesci (supongo que también en serio).

Pesa un poco la tradición del stand up de donde vienen Louie y algunos de los actores del reparto (los contrapuntos cómicos dentro de la tragedia de Leon Wright y Kurt Metzger, así como el personaje de Tom Noonan de alma buena y pacificadora), pero hay escenas de altura increíbles: el diálogo entre Horace y Ronda (Karen Pittman), a la mañana siguiente de pasar la noche juntos, cuando ella revela que es transexual. El monólogo de Laurie Metcalf que ocupa casi la totalidad del tercer episodio, un prodigio de interpretación, y la composición luminosa, en parte improvisada, de Amy Sederis en el último capítulo. La presencia de Jessica Lange como la alcohólica Marsha es abrumadora, pero sobre todo el trabajo que realiza Edie Falco como la hermana de Horace y Pete, el más difícil de la serie. Todos los actores participan de un momento único. Hasta el cameo del alcalde de Nueva York en una situación grotesca de la trama está bien.

Podía estar rellenando páginas y páginas sobre el contenido de Horace and Pete, pero no quiero revelar más detalles. Me gustaría que el lector o lectora la viese y sacase sus propias conclusiones. La supuesta edad de oro de la televisión que venden no sé lo que significa. No creo en eso. Horace and Pete es el resultado de un gran talento, respaldado por el de otros muchos y la voluntad de llevar a la televisión una historia antipática, sin adolescentes con patines voladores o chicas estereotipadas con problemas urbanos. Solo familias rotas, alcohólicos, asesinos, enfermos y suicidas, algo que ahora no cabe en ningún sitio y mucho menos retratado de esta manera, como en un antiguo Estudio 1. Pero sí lo hace y además, a través de internet. Eso tampoco es señal de nada, pero ayuda. A mí, por lo menos. Louis C. K. ha trascendido la stand up comedy y la televisión con esta serie. Lenny Bruce y Bill Hicks la habrían disfrutado.

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Stand by Me: el otoño de la inocencia, o cuando Stephen King escapó de Castle Rock

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Stand by Me, 1986. Imagen: Columbia Pictures.

Stephen King era un autor consagrado en 1982. Sus primeras novelas estaban en las listas de los más vendidos (Carrie, La zona muerta, El resplandor, El misterio de Salem’s Lot…). Intrigado por si este éxito era producto de la publicidad asociada a su nombre, ya había publicado con el seudónimo de Richard Bachman varios libros donde tocaba la ciencia ficción y el posapocalíptico (entre ellos, su primer libro de adolescencia, Rabia, y otros como La larga marcha o El fugitivo). Su agente, Kirby McCauley, le animó a que dejase por un momento el terror y se decidiese por algo menos de género, por si su «encasillamiento» era lo que impedía a la crítica reconocer en él a un autor digno, y no una máquina de hacer libros para grandes audiencias. Esto no lo conseguiría hasta 2003, cuando The National Book Foundation le entregó por fin la medalla en honor a su obra, aunque no sin la indignación de muchas voces autorizadas, que siguen y seguirán creyendo que King, si no es una franquicia de becarios (quien dice becarios, dice simios o inteligencias artificiales) tecleando constantemente para mantener semejante volumen de producción, solo es un escritor que no merece estar entre los grandes nombres de la literatura. Ni siquiera entre los que han logrado que esas voces autorizadas los consideren grandes nombres del género de terror.

Tan interesante discusión se la dejamos a los expertos. El caso es que Viking Press, la editorial de Stephen King, publicó en 1982 una colección de cuatro novelas cortas, escritas en diferentes momentos de su vida, en las cuales había abandonado el fantástico y se internaba en el drama. Un drama, todo hay que decirlo, lleno de elementos inquietantes: lo único que tienen en común Different Seasons (Las cuatro estaciones, Ed. Mondadori, 1992), es que cada relato estaba situado de forma simbólica en una estación del año. El libro, de nuevo, tuvo mucho éxito, y todavía más cuando tres de los textos fueron llevados al cine. Salvo excepciones, las numerosas adaptaciones de King no han sido especialmente felices; sin embargo, las tres películas que salieron de esta antología son de lo mejorcito que se ha hecho con su literatura. Frank Darabont, uno de los directores que más veces y más apropiadamente ha llevado a King al cine, estrenó en 1994 Cadena perpetua, la aclamada versión de Rita Hayworth y la redención de Shawshank, historia de la cárcel de pesadilla y la resistencia de su protagonista principal, incluso, como dice la Biblia, contra cualquier esperanza («Esperanza, eterna primavera» fue la traducción del subtítulo. En 1998, Bryan Singer presentaba su adaptación de la novela corta Alumno aventajado en Verano de corrupción, sobre la insana relación entre un adolescente y su vecino, anciano de pasado inconfesable. El cuento de invierno, que se titula El método de respiración, todavía no se ha visto en cine, aunque dispone de guion y los derechos están comprados para 2017. Quizá porque es el que tiene más de King como autor de lo extraño y porque en él aparece por primera vez el imaginario Club de Nueva York donde los socios se reúnen para contar historias perversas.

En estos días se cumplen treinta años del estreno de Stand By Me, la versión de Rob Reiner de El cuerpo. El otoño de la inocencia (The Body. Fall from Innocence). La historia de King situaba la acción en los últimos días del verano y jugaba en el título con el doble significado de «fall» en inglés: «otoño» y «caída en el pecado, pérdida de la gracia divina». Los protagonistas, cuatro preadolescentes del comienzo de la década de los sesenta en Castle Rock, pasarán en un par de días de ser unos niños a darse de bruces con la madurez, en lo que parece una simple excursión desde el pueblo hasta un bosque cercano. Pero el viaje tiene un objetivo siniestro: descubrir el cadáver de un niño que ha sido arrollado por el tren y al que las autoridades buscan por los alrededores. Los niños no son unos personajes «normales» o modelo, del tipo de protagonista de la publicidad de 1960 en USA. No, son cuatro desarraigados, chicos pobres con familias rotas a los que les une la desgracia. La excursión pronto se convertirá en una odisea llena de peligros, donde serán puestos a prueba constantemente.

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Stand by Me, 1986. Imagen: Columbia Pictures.

Stephen King utilizó una anécdota de su infancia para esta novela, el accidente de un niño en idénticas circunstancias. Cuando leyó en el periódico la muerte de un compañero de escuela, comenzó a escribir el relato, contado en primera persona por uno de los personajes, que no es otro que el propio King, reconocible en el niño Geordie Lachance, convertido a sus treinta y tantos años en un escritor de éxito y que recuerda y fabula historias dentro de otras historias su duro pasado en Maine como niño pobre, dando tumbos de un sitio a otro con su madre y su hermano mayor. Castle Rock, la ciudad inventada por King, se revela como un pueblo pequeño y triste de Nueva Inglaterra entre dos décadas, los cincuenta y los sesenta, donde se esconden todos los horrores del universo de su autor, tal y como él los vivió en su peripecia vital. El viaje en busca del niño muerto se hace mucho más largo y duro de lo que ellos han calculado mientras siguen caminado sobre las vías del tren, y está a punto de transformarlos en otros niños perdidos. Los chicos descubren en un par de días que el miedo a la oscuridad y los aullidos de los animales en un lugar agreste y solitario no es el mismo que se padece en la habitación de una casa, por muy pobre que esta sea. Sufren, como en un rito de iniciación, hambre, calor, las picaduras de insectos y otros animales mucho más desagradables. Tendrán que sortear a cara o cruz la entrada a un infierno (un desguace) custodiado por un perro de leyenda negra. Tendrán peleas, amenazas de otros chicos, la incertidumbre del futuro y la traición.

Hasta por fin, el descubrimiento del niño muerto, en una escena de pánico durante una brutal granizada. La amistad de los protagonistas, en especial entre el futuro escritor y Chris Chambers, el líder de la banda, esos lazos que parecen inquebrantables en la infancia y sin embargo pueden romperse con la misma facilidad que un niño es arrollado por un tren, la finitud, y dentro de ese corto periodo que es la vida, el término de la infancia cuando se desvela la cruda verdad, son las ideas centrales de un relato que, despojado de los elementos típicos de Stephen King (el universo Castle Rock, los detalles macabros y violentos, etc.) tiene muchos elementos en común con la historia que en 1973 escribieron George Lucas, Gloria Katz y su marido, Willard Huyck, para la película American Graffiti. Aquí se retrataba el desencanto de una generación, de un país entero, en el año 1962, pero igualmente dentro de un pueblo pequeño aprovechando la excusa del final de curso de un grupo de adolescentes. Entre ellos había un personaje, el solitario Kurt, que vertebra la narración y se pasa la película buscando la pista de una chica misteriosa, el chico que abandonará el pueblo y se convertirá en escritor. El actor que daba vida al personaje, Richard Dreyfuss, terminó por interpretar también al Geordie Lachance adulto en la versión para el cine del relato de King.

Stand By Me es una interesante película sobre niños dentro de la década de los ochenta y sus interminables comedias con adolescentes alocados. Aquí no hay bailes de fin de curso, es demasiado pronto, no salen niñas o adolescentes ideales, lo pueblan únicamente las fantasías infantiles y la amargura de la pobreza, el alcoholismo, los padres ausentes y críos que fuman. Quizá demasiado sentimental, en eso se aleja de la novela, y un poco forzada en los diálogos (los chicos hablan como si fuesen adultos, aunque en una de estas conversaciones se plantea la pregunta definitiva que nos hemos hecho todos en algún momento: «Si Donald es un pato y Pluto un perro, ¿qué es Goofy?»), pero muy convincente como propuesta de relato iniciático. Lectores aparte, poca gente creía que la historia hubiese sido escrita por un autor como Stephen King, quien, muy escarmentado con Kubrick y su adaptación de The Shining (1980) no veía una película buena inspirada en sus novelas. En este caso, un autor muy conmovido felicitó personalmente a Reiner por el resultado, afirmando que era la mejor adaptación que se había hecho de un texto suyo. El guion (Raynold Gideon y Bruce A. Evans, también productores) había profundizado en los retratos de los protagonistas y añadido algunos elementos, tales como plasmar en la pantalla cómo sería alguno de los cuentos que Gordie narraba a sus amigos. Para eso inventaron la historia del concurso de tartas, además de cambiar sustancialmente un hecho del final.

El verdadero éxito de la película reside en el reparto y la elección de los cuatro actores protagonistas. Will Wheaton era un actor infantil con experiencia que se vio convertido en estrella a los doce años, gracias a su papel de Geordie Lachance, el niño del que se han olvidado sus padres tras la muerte del hermano mayor (breve aparición de John Cusack). A su lado, River Phoenix, de catorce años, estaba a punto de dar el estirón y ser el mito que ha pasado a la historia, caracterizado como Chris Chambers. Corey Feldman, habitual del cine y la televisión, y reciente protagonista del taquillazo Los Goonies (Richard Donner, 1985), con trece años era Teddy Duchamp, el crío inestable con heridas externas e internas del maltrato paterno. Jerry O’Connell, de once, debutaba en el cine con este papel de Vern Tessio, el niño torpe que desencadena la trama. La clave de las buenas actuaciones recaía en las similitudes entre actores y sus respectivos personajes: Wheaton era un niño sin habilidades sociales, que prefería pasar el tiempo entre toma y toma en una galería de videojuegos, alejado de los demás. Phoenix se identificaba con el desarraigado Chris, un chico torturado por sus fantasmas personales, que compartía con sus compañeros revistas porno y alcohol y perdió la virginidad durante el rodaje. Feldman tenía los mismos trastornos psíquicos que Duchamp, había sufrido abusos de su padre, padecía ataques de ira y atacaba al resto de compañeros. O’Connell, el más pequeño, además de las peleas con Feldman, rodaba las escenas aterrorizado, porque casi siempre estaba detrás de las cámaras Kiefer Sutherland, quien interpretaba con muchísimo acierto al siniestro jefe de la banda de pandilleros, Ace Merrill, que permanecía allí para meterse en el papel y amedrentar a los pequeños. La película brilla especialmente cuando se dedica a la historia del grupo de delincuentes, los hermanos mayores de Chris y Vern y el resto de sus amigos, que también van en busca del niño muerto, y nos muestra a través de ellos el negro futuro de los niños. Lo más probable es que terminen en una banda de criminales de medio pelo, destrozando con un bate los buzones de correo a bordo de un coche. O si no, arrollados por un tren.

El actor y director Rob Reiner también se identificaba con la historia, por edad y trayectoria vital. Tras dirigir la sátira This is Spinal Tap (1984), se empeñó en llevar adelante el guion sobre el relato de King, después de que Adrian Lynne lo rechazase. Hubo diversos tropiezos en ese camino. Embassy, la productora original, fue vendida a Coca-Cola y anunció que no financiaría la película solo dos días antes de comenzar el rodaje. Continuaron gracias a la generosidad de Norman Lear, productor de televisión que puso de su bolsillo los millones necesarios. Gracias al éxito de taquilla, Reiner bautizó a su propia productora como Castle Rock Entertainment. El título de la película iba ser como en el relato, pero «El cuerpo, inspirada en un relato de Stephen King» podría confundir al público, que lo mismo esperaba una historia de terror, así que Reiner eligió una de las frases claves del texto, ese «Quédate conmigo» («Stay with me») del enfrentamiento final. De esta forma podía conectar la película con la balada «Stand by Me» interpretada por Ben E. King, que abre y cierra la cinta. Era una unión mágica, por la coincidencia del apellido de los dos artistas, escritor y cantante, aunque la canción se editara un año después del momento en el que se desarrollan novela (1960) y película (1959), pero sobre todo, por el contenido del tema, nº 1 en el momento de su publicación en un subsello de Atlantic, y otro Nº 1 en 1986, cuando se estrenó la película.

«Stand by Me» fue escrita por Ben E. King, el primer cantante de los Drifters, junto a la pareja Jerry Leiber y Mike Stoller. King, una de las leyendas del RnB, nos dejó en abril de este año, y entre las grandes canciones que compuso, destaca por encima de todas este góspel moderno, una emotiva plegaria de ayuda, envuelta en un ritmo marcado por el bajo que va ascendiendo en progresión con los coros y los elegantes arreglos de cuerda, bajo la inspección de Phil Spector y Stanley Applebaum. Ha sido versionada en innumerables ocasiones y es mundialmente conocida. El espíritu de Chris Chambers (malogrado River Phoenix) pidiendo apoyo a su amigo, siempre quedará fijado gracias a esta película.

Pero no es la única música. En los ochenta, con Stand by Me hubo un pequeño revival del doo wop y el rock and roll de finales de los cincuenta, exactamente lo mismo que sucedió tras el estreno de American Graffiti, y un poco también, aunque de aquella manera, con Grease (1978) y The Wanderers (1979, Las pandillas del Bronx). La banda sonora está llena de grandes éxitos del género, que suenan en la radio que acompaña a los niños en su viaje o en la de los coches del grupo de los chicos malos. Números inolvidables de The Coasters, The Silhouettes, Jerry Lee Lewis, Buddy Holly o The Chordettes refuerzan más si cabe el sentimiento de nostalgia por la infancia perdida:

El compositor Jack Nitzsche, veterano músico de la época dorada junto a Rolling Stones o Buffalo Springfield, escribió la banda sonora, un arreglo romántico de la original «Stand by Me». El pueblo de Castle Rock esta vez no se localizó en Nueva Inglaterra, sino en el extremo opuesto del país, en diversas ciudades de Oregón y sus alrededores, que todavía se conservan igual:

He vuelto a releer el libro y he visto de nuevo la película para celebrar el cumpleaños de Stephen King y los treinta años de Cuenta conmigo. La película es un producto que se hace difícil de tragar en algún momento, sobre todo cuando la figura de River Phoenix se difumina en la carretera, saludando. La música tiene el mismo poder de hace no treinta, sino cincuenta años, y algunos momentos siguen siendo desternillantes, como el festival de vomitonas. El relato, por su parte, permanece como un recuerdo conciso y seco, igual que un septiembre en Madrid, incluso tiene ese récord cíclico y eterno que gusta tanto en televisión, «tras el verano más caluroso desde comienzos de siglo». Es Stephen King hablando de sí mismo, del niño que quería salir corriendo de Portland para contar sus experiencias y mirar en donde otros no se atrevían. Crear y refugiarse en un mundo paralelo en el que dictaban las leyes imposibles del misterio y el horror, nada que no fuera superado por la realidad de la violencia social y las penurias personales. Asomarse sobre el cadáver de un niño muerto y atravesado de insectos, cubiertos los ojos con bolas de granizo como pasaporte al otro mundo. Es Stephen King cuando dice que lo más difícil no es contar eso, una aventura macabra y con personajes paranormales, sino aquello que no te atreves a confesar a nadie: que estás solo, que tienes miedo y que tú y los días se hacen cada vez más cortos cuando llega septiembre.

La entrada Stand by Me: el otoño de la inocencia, o cuando Stephen King escapó de Castle Rock aparece primero en Jot Down Cultural Magazine.

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